Disclaimer: Harry Potter no me pertenece.

Hola, esta es mi primera historia larga, espero que les guste. Se aceptan críticas y comentarios, ya que solo así se puede mejorar. Gracias por leer.

Recomendación musical: Yann Tiersen


Francia

El aroma del amor.

Pradera colorida.

País que nunca duerme.

Huele a café con queso.

Huele a pintura callejera.

Huele a flores en macetas.

Y a parejas enamoradas.

Pasión febril.

Besos húmedos.

Caricias en el viento.

Deseo en los rincones.

Francia es poesía. Es la cuna de los afectos desenfrenados. La cumbre de los ciegos. La sonata de los sordos. Francia es caminar a pie descalzo, tomarse un café, oler el ambiente, mirar el cielo y dejar que la tenue lluvia moje tu cuerpo.

Está en Paris, la ciudad del romance, cuyo esplendor es opacado por la sombra de la Torre Eiffel. Majestuosa. Impenetrable. Inmensamente abrumadora.

Es medio día.

Es un martes común y corriente del mes de Octubre y el otoño sisea su presencia. Habla a través del ruido que hacen las hojas secas al rozar contra el pavimento. Susurra palabras aisladas, carentes de sentido a los oídos de los transeúntes. Suspira en el viento y lleva consigo un aire frío, que anuncia el pronto invierno.

Café en taza, cigarro en mano, libro en mesa y corazón destrozado.

Suena el piano, como un murmullo espectral, en ese pequeño café, y por primera vez en muchos años siente paz. Quietud interior. Calma relativa.

Siempre viste de negro, y hoy no es la excepción.

Su silueta de mármol imperturbable, su porte aristocrático, sus maneras y finura... Todo en él es como una pintura. Quieta, inalterable, eterna, imborrable.

Su molde está prefabricado y es algo que no puede cambiar, por mucho que lo intente. Desee. Quiera. Anhele. .

Sus ojos de mercurio líquido revolotean entre la multitud de la calle al frente del café. Indiferente. Tranquila. Sin prisa. Sin pausa. Sin preocupaciones por las desdichas ajenas. Enfrascados en el día a día. En una rutina que seduce y atrapa a cualquiera. Adictiva. Difícil de romper...Suspira y da una calada al cigarrillo.

Está en la acera, sentado en frente de una de esas mesitas ubicadas a las afueras del café-restaurant.

Sabe que si se sienta en el interior se va a ahogar en la bruma, en el sopor, en los recuerdos de esa melodía que toca el pianista en ese instrumento negro azabache. Viejo y un poco desafinado, pero piano al fin y al cabo; por lo que el músico desliza sus dedos como si bailara en el agua, con una soltura y una pasión casi divina, con los ojos cerrados y el oído despierto. Con el alma y el corazón abierto.

Su café, a medio terminar, nunca es muy dulce, y siempre es muy negro. Cargado. Puro. Con un aroma exquisito que penetra en su perfilada nariz y se queda en su cerebro.

El café huele a ella.

Y aunque duela recordarla. Aunque arda el pecho al respirar, él no puede evitarlo. Porque él es Draco Malfoy, y sabe que, está perdido si no la piensa. Si no la sueña en las noches frías de otoño. Si no la huele en el café vespertino. Si no la mira en los ojos castaños de cualquier mujer, que aunque nunca brillarán tanto como los suyos, es bonito admirar el color almendrado en el iris de las desconocidas. Si no la toca cuando rebusca entre sus pertenencias y encuentra una carta suya, porque cuando palpa el pergamino, es como si estuviera acariciando sus dedos. Tiernos. Finos. Níveos. Esbeltos.

Está metido en sus ensoñaciones cuando la camarera del lugar le pregunta, en un inglés extraño y con acento francés, si desea otra taza de café o si quiere que le traiga la cuenta.

-Creo que he tomado mucho café por un día señorita. Por favor, tráigame la cuenta.

Su voz. Su bendita voz nunca perdió ese acento, esa cadencia de superioridad. De alta estirpe. De estupideces de la sangre. De mierda familiar. Y no es que le moleste siempre, pero en momentos como ese, quiere pensar que es alguien más. Que es un muchacho de veinte años, común y corriente, que toma café, fuma y deja la vida pasar.

Pero no puede...

Porque sencillamente él no es como los demás jóvenes de su edad.

Él. Draco Malfoy. Único heredero de una de las más antiguas y poderosas familias en todo el mundo mágico.

Él. Slytherin. Sangre Pura. Apuesto. Adinerado. Astuto. Frío. Calculador.

Él. Cobarde. Interesado. Destructivo. Venenoso. Envidioso. Egoísta. Perdedor.

Él es él y nada ni nadie lo podrá cambiar. Así que mira con ojos pensativos el libro que reposa olvidado en la mesa, esperando que llegue la cuenta.

Edgar Allan Poe.

Nunca fue un apasionado a la literatura muggle pero simplemente las costumbres y los gustos se pegan, y eso, el hábito insano a la lectura es solo un vicio de los miles que conforman la lista que ella le inculcó.

- Su cuenta señor- dice la amable camarera, con una amplia sonrisa en los labios. No es fea, para que mentir, pero su belleza no es deslumbrante. Su larga cabellera negra es lisa. Sus ojos son de un azul celeste, como las mañanas templadas de verano. Su figura es delgada, menuda, un poco frágil y hasta infantil. Su voz fina y sus manos largas son de mujer. Y la forma en la que se comporta da a entender que es alegre y educada.

El timbre en que pronuncia las palabras, la rapidez con la cual bate sus largas pestañas y la lentitud con la que deja caer sus párpados, tenuemente maquillados, le dan a entender que está interesada en él.

Su orgullo y su ego resuenan en su pecho. Inflándolo solo un poco, casi de manera imperceptible.

Pero todo se desinfla. Rápido y casi indoloro. Solo casi, porque la verdad, si le duele...

Percibe que su cabellera no es ondulada, ni de un castaño que parece madera en hilos. Sus ojos no son almendrados, no son castaños, no son más claros en los bordes, ni tienen diminutas rayitas doradas. No son más brillantes que las estrellas y el maquillaje la delata. Porque ella casi nunca se maquillaba. Solo cuando la ocasión lo ameritaba y eso casi nunca pasaba. Ella brillaba con luz propia y el Sol envidiaba su sonrisa. Su figura no es tan delgada, ni tan menuda, ni tan frágil, y a pesar de todo no impone esa fuerza que ella tenía. Pequeña pero gigante. Lo que no poseía en estatura lo compensaba con fuerza de voluntad.

Su voz, no es tan dulce como la de ella. Siempre con ese tono seguro, abrumador, quisquilloso, sabelotodo, que destilaba preocupación por los demás, moral arrolladora y valor inagotable. Su forma de ser no es como la de ella. No es demasiado correcta. No destila pureza. No es analítica ni lo suficientemente inteligente como para compararse con ella. Sabe que esa joven camarera le diría que si a muchas cosas que él le puede ofrecer si quisiera, claro. Y ese es el mayor motivo por lo cual se da cuenta de que ninguna mujer se puede comparar a ella. Porque era la única que sabia decirle que no. No, claro y seco. No, tajante y decidido. No y punto, sin excusas ni remedios.

-Gracias- musita en voz baja, que casi no reconoce como la suya. Porque volvió a abrir la herida, que tanto le había costado sanar parcialmente, y ahora que ya estaba abierta, no dejaba de sangrar. Brotaba y emanaba dolor. Tanto que era un poco difícil mantenerse sereno.

Le da el dinero y deja una buena propina, como siempre hace cada vez que visita el Café des Duex Moulins. Le mira por inercia y ve su amplia sonrisa... Nunca tan brillante como las estrellas.

-Mi nombre es Annette, fue un placer servirle señor.

Se va, con un caminar felino, mirándolo a hurtadillas y guiñándole el ojo, pero él no la mira. Se hace el fuerte, agarra su libro, tira al suelo la colilla del cigarro y se lanza a la calle con paso apresurado.

Puede que nunca hable de ello.

Puede incluso que no lo acepte.

Puede que lo niegue y jure que no es cierto.

Pero ahora, caminado con largas zancadas para llegar rápido a su apartamento, se da cuenta de que está perdiendo la razón.

El dolor es mucho. Es hondo. Oscuro. Peligroso. Desarmador. Profundo como un agujero negro.

Y es que no es posible que cada vez que alguien diga la palabra nombre, él piense en uno solo. Único, especial. Que vive perennemente en su conciencia y aflora en sueños difusos por las noches solitarias.

Lo murmura mientras camina, tratando de parecer tranquilo. Ese maldito nombre que le roba la cordura y el alma como un dementor.

Hermione.

Hermione Granger.

Dentona. Pelo de rata. Sabelotodo insufrible. Neurótica. Santa. Prefecta. Sangre Sucia. Amiga Inseparable de Potty y de la Comadreja. Alumna ejemplar. Hija sumisa. Bruja Poderosa. Analítica en potencia. Buena besando. Adicta al café y a la poesía. Mujer sencilla. Y simplemente... perfecta.

Cierra la puerta al entrar, y conjura con su varita todos los hechizos de protección y anti-aparición que conoce. Han pasado dos años desde que la guerra terminó pero sabe que aunque fue absuelto de todos sus delitos ante el Ministerio, su cabeza tiene un precio bastante alto entre los seguidores de Voldemort que siguen sueltos. Él. Traidor. Seguidor por conveniencia, arrastrado por las estúpidas creencias de su padre que lo llevaron a la muerte, y a él al borde del abismo...

Estuvo a punto de saltar, a punto de morir en su odio por si mismo, cuando ella le tendió una mano y salvó el recodo de alma que le quedaba en su interior...

Nunca había llorado sin lágrimas y ese día, cuando la guerra detonó y todo se volvió un caos, lo hizo por primera vez. Su padre lo obligó a salir a pelear y matar a cuanto muggle viera en la calle.

La batalla estalló en las afueras de Ministerio de Magia, en la mitad de la tarde. Figuras encapuchadas y aurores adiestrados blandían sus varitas con furia. Sin piedad. Sin rendirse.

En el medio de todos ellos estaban los ciudadanos. Los londinenses que paseaban. Ignorantes. Carentes de suerte. Que sin tener ninguna culpa, fueron cayendo inertes en las aceras de esa calle, que olía a sangre, a culpa, a dolor y a muerte.

La estrategia era distraerlos, para que, cuando fueran a su verdadero objetivo, todos quedaran desprevenidos.

Hogwarts.

Castillo milenario que deja sus puertas abiertas a todos los magos. Hogar y casa de miles de niños, jóvenes y adultos. Refugio que respira a través de sus paredes de piedra y sus escaleras cambiantes.

Escuela ejemplar. Inmenso lugar. Aulas, comedores, cuadros, dormitorios, laboratorios, baños, mazmorras, bosques, lago. Todo eso y mucho más.

Hogwarts es magia. Magia pura. Es la esencia virginal de lo que significa tener poder y saber utilizarlo... Para bien o para mal.

Hogwarts es un recuerdo en los corazones de todos los que pasaron por ese excelente instituto. Es un cambio de vida. Es la enseñanza nueva de cada día y es, para muchos, el lugar más seguro del planeta...

Esa noche, luego de una estratégica retirada en el Ministerio, todos los mortífagos se encargaron de penetrar, junto con su Señor Tenebroso, en la colosal estructura.

Él no quería matar.

No quería escuchar más gritos de dolor.

Gemidos ahogados por la destrucción de las bases de un edificio que creían eterno.

Llanto que no cesaba, por mucho que trataba de tapar sus oídos, para no escuchar nada nunca más.

No quería oler esa esencia metálica en el ambiente. Esa sangre, pura, mestiza, sucia, limpia... Ya no importaba. Porque era sangre y toda era igual. Espesa, roja, demasiado brillante, y de solo verla le daban náuseas.

Mirando las caras con las mandíbulas desencajadas y los ojos abiertos para siempre de sus antiguos compañeros de colegio, siente que necesita morir ahora mismo o no va a poder seguir.

Paradójicamente necesita dejar de respirar para ser libre porque nunca ha sentido todo, tan junto en su pecho, allí donde creía que nunca iba a sentir nada más que odio y desprecio.

Miedo. Angustia. Rabia. Desesperación. Pánico. Cobardía. Valentía. Adrenalina. Tristeza. Dolor. Decepción. Cansancio.

Estaba cansado de aparentar algo que en realidad no era, así que tomó una decisión rotunda. Buscaría a su madre, donde quiera que estuviese en ese tumulto de gente, la llevaría a un lugar seguro y dejaría que lo matasen; porque estaba decidido. Él no mataría esa noche.

Por todo el daño que hizo. Por todo lo que hizo sufrir a los demás. Por todas las mentiras y las trampas. Los pecados y los engaños.

Por todos los actos de cobardía en su vida. Porque fue un bastardo y lo sabía.

Por todo eso, reunió el valor que creía no poseía y se enfrascó en la tarea de buscar a su madre.

Corrió y corrió hasta que los pulmones le ardieron por el esfuerzo. Esquivando. Desarmando. Golpeando. Arañando. Llorando. Roto.

Llegó al lugar en donde se encontraba su madre.

Yacía cual bella durmiente en el suelo del pasillo que daba al Gran Salón.

Parecía dormida. Terroríficamente tranquila. Apacible. Con los rubios cabellos desplegados como una palma alrededor de su cabeza. Con los ojos azules grisáceos abiertos y el semblante sereno. La túnica estaba rota y tenia sangre en las manos y en la boca.

Sin pulso.

Sin vida.

Sin nada.

Cuando creía hacia un momento que lo había sentido todo, estaba rotundamente equivocado.

El vacío.

El vacío que experimentó en ese momento es algo que nunca se borrará de su memoria. Se acuerda que casi por inercia le cerró los ojos con sus manos, murmuró un te quiero y besó su mejilla. Tomó su cuerpo todavía tibio y lo envolvió en sus brazos. La escondió en un aula vacía y cerró la puerta, fijándose en los detalles de todo, para luego volver por su cuerpo...Si es que volvía.

Nada le quedaba. Nada le sobraba. Y quería por lo menos, aunque sea una sola vez en su vida hacer lo correcto. Hacer algo bien para honrar la memoria de su madre que siempre estuvo allí, en silencio, tomando su mano en los momentos más difíciles de su corta vida.

Corrió de nuevo.

Corrió y mientras corría iba traicionando a los suyos. Tomándolos por sorpresa, casi muriendo en el intento.

Necesitaba encontrar a Potter. Él, maldita sea, era la única esperanza y sino detenía a su padre que era el encargado de hacerlo caer en la trampa, nunca, jamás iban a acabar con la guerra.

Allí estaba, oculto en los altos árboles del Bosque Prohibido, cobarde, aprovechándose de las sombras de las criaturas feroces que habitan en el.

El plan se lo sabía de memoria. Voldemort no era tonto, y sabia que Harry no se iba a entregar tan fácil, tan a la ligera, así que mandó a su lacayo platinado y le ordenó capturar durante la batalla a los queridos amiguitos del niño que vivió. A Hermione Granger y a Ronald Weasley.

El niño de oro no iba a dejar a sus hermanos del alma desamparados y el encargado de avisarle de la trampa era él.

-Haz algo bien en tu vida, aunque sea una sola vez, Draco. No decepciones más a la familia. Es una orden- le escupió su padre unos días antes. Clavó su mirada en sus ojos que desgraciadamente eran iguales a los suyos y le apuñaló con sus palabras. Hicieron eco en su cabeza hasta ese momento.

-Claro que sí padre. Por una vez en mi vida haré algo bien.-

Lo tomó por sorpresa. Como se lo merecía. El muy infeliz sólo había podido capturar a la muchacha. Hermione.

Se removía en sus ataduras que quemaban y laceaban la carne de sus muñecas y sus tobillos. Convulsionaba de pánico, porque hasta él podía ver el brillo sádico en los ojos de Lucius.

La batalla empezó antes de que se diera cuenta de quien había lanzado el primer hechizo, pero está casi seguro de que fue él. Pelear con su padre era pelear consigo mismo. Era pelear con su rabia, con su antiguo yo, con su futuro próximo sino paraba la pesadilla de una guerra sin sentido. Pelear con Lucius era soportar tres, cuatro, cinco cruciatus. Era desgarrarse los músculos y romperse dos costillas. Era sabor a sangre en la boca y dolor hasta la espina dorsal.

Dicen que el alumno siempre supera al maestro, y en el momento en que Draco escuchó las primeras sílabas de la maldición asesina susurradas por los labios de su querido padre, la adrenalina tomó parte en él. Controló el tiempo y a su cuerpo, y él se le adelantó.

Luz verde. Cegadora. Mortal. Escalofriante. Sangrienta. Perturbadora. Liberadora.

Cuando el cuerpo de su contrincante cayó en suelo, pudo respirar de nuevo.

Porque le había jurado silenciosamente a su madre que haría algo bueno y si matar a su padre antes de que éste lo matara a él era lo que debía hacer, pues lo haría mil veces más.

Entre la inconciencia y las pocas fuerzas que le quedaban, desató a Hermione de sus ataduras y luego se desplomó a su lado, respirando con dificultad. Con el pecho ardiendo cada vez que tomaba aire.

No quería ser un héroe, o que lo recordaran como un gran patriota; porque él no lo era. Él había sido un cobarde toda su vida, y ahora que se había quedado sin nadie, solo quería morir en ese bosque que por un momento dejó de crujir. Silencioso. Respetando su agonía.

No lo hizo porque estaba locamente enamorado de la muchacha de infinitos bucles castaños. No lo hizo por el eterno rencor que le profesaba a su padre desde el día en que lo despreció por primera vez y le dejó marcas en el corazón con sus hirientes palabras. No lo hizo por la muerte de su madre. No lo hizo por competir con Potter ni por ninguna medalla de honor.

Lo hizo porque estaba hastiado de caminar sin rumbo. Estaba cansado de vivir una vida sin sentido ni razón. Necesitaba liberarse y ahora más que nunca se sentía libre...Libre para morir y dejar todo atrás. Libre por una vez en su vida.

Abría los párpados con dificultad y ya casi no sentía su cuerpo, cuando oyó, como un murmullo distante, la voz de la persona que más molestó y odió en su infancia, luego de su padre y de Potter, por supuesto.

-Malfoy- su apellido sonaba más limpio cuando ella lo decía en ese tono de voz -Resiste, por favor- casi llorando, con la voz entrecortada por la emoción y el temblor.

En ese momento Draco se dio cuenta de que le estaba intentando curar las heridas. Ella, a quien había herido tanto. La había humillado. La había escupido y vuelto a tragar. Ella, quien tenía su vida en sus manos, estaba intentando con todas las fuerzas que le quedaban, salvarlo a él, un simple traidor que no se merecía eso.

Quería hablar. De verdad quería. Quería decirle que no fuera estúpida. Que lo dejara morir con algo de dignidad y que se largara. Quería ofenderla para que lo dejara tranquilo y se fuera a buscar a su noviecito cabeza de zanahoria y a su mejor amigo, el salvador del mundo mágico.

Quería, pero no podía. Porque tenia la garganta en carne viva de tanto gritar de dolor. No sentía saliva en la boca. Solo sangre y sudor.

Podía sentir los espasmos del cuerpo que estaba cercano al suyo. Ella estaba llorando y mientras lo hacía sentía que algo cálido le traspasaba el pecho y le llegaba al alma.

Sentía que sus costillas ya no estaban tan rotas y que, aunque todavía era casi imposible respirar, podía hacerlo con algo de dificultad y menos dolor que antes.

-Para por favor- casi en el aire, casi inaudible- quiero morir Granger.

-Crees que te voy a dejar morir así como así Malfoy- y lo miró, tratando de sonreír en medio de la angustia- Pues creía que me conocías un poco mejor- dice medio en broma, para tapar la preocupación y el miedo en su voz.

-Déjame morir maldita sea- irritado al saber que estaban surtiendo efectos los hechizos curativos- hazlo Hermione y así, ya no te molestaré más nunca en tu vida.

Pasaron muchas cosas cuando Draco dejó esa frase en el aire...

La primera fue que desde lejos, en el Comedor, escucharon el grito de júbilo de los aurores y los estudiantes del colegio. Voldemort por fin había caído. Haciéndose cenizas, única prueba de un pasado monstruoso. Prueba de que el futuro iba a ser un poco mejor.

La segunda es que las heridas del rubio ya se estaban curando y su semblante, que todavía era demasiado pálido, estaba recuperando un poco de color. Y la señal del sarcasmo en su voz era también un buen indicio.

La tercera, y tal vez la más sutil, pero sorprendentemente importante para ambos, es que de los labios de Draco había salido el nombre de Hermione por primera vez.

Sin insultos. Ni malas intenciones. Ni tono de asco.

Había dicho Hermione, con un tono que jamás había usado en su vida. Como si fuera su amigo. Como si compartieran un secreto muy íntimo que sólo les pertenecía a ambos. La había llamado por su nombre de pila, Hermione, y la verdad no sabia que lo desconcertaba más. Si era el hecho de haberlo dicho tan espontáneo o el hecho de cómo se sintió cuando lo hizo.

Por su parte ella, siempre analítica, siempre con un plan B en la mente, se había quedado completamente en blanco. Tal vez el shock de encontrarse en una situación tan insólita.

En medio de la guerra. Siendo rescata por Draco Malfoy. Luego salvándole la vida. Él suplicando que lo deje morir. Y de repente su nombre en labios desconocidos.

Se debería sentir ofendida porque esa sucia boca no merece pronunciar su nombre con tanta soltura. Con tanta gracia. Con tanta dulzura.

Gracias al destino o a las estrellas, en ese momento ambos agradecieron que Hagrid llegara corriendo y gritando por Hermione. Su amigo semi-gigante pensó que Draco la había golpeado pero ésta lo detuvo inmediatamente explicándole la situación y pidiéndole que por favor llevara a Malfoy a San Mungo, porque necesitaba cuidados médicos de inmediato.