Eso sabía que iba a morir.
No era que no se lo esperase. Maturin, su enemigo, había muerto unos años antes y ser el creador accidental de la realidad en la que se encontraba la ciudad de Derry no lo había salvado. Quizá el Otro, cuya posible existencia le parecía cada vez más probable, fuese lo único que la muerte no pudiese tocar.
Por otro lado, a pesar de no desear ser asesinada por las bacterias que se hacían llamar a sí mismos el Club de los Perdedores, Eso vagamente podía admitir que les tenía cierto respeto porque, si estuviese en su lugar, se sentiría orgullosa al derrotar a una criatura tan superior a sí misma que solo podía compararla con un dios.
Además, podía morir tranquila sabiendo que, al menos, algunas de sus crías sobrevivirían y crecerían, nunca llegando a ser tan poderosas como su progenitora pero asegurando que su legado no sería olvidado.
El Club de los Perdedores, y el resto de sus presas, podrían no saberlo, pero esta no era la primera vez que se quedaba embarazada. Ya lo había estado muchas veces a lo largo de los millones de años que llevaba habitando en la bola de barro que sus habitantes llamaban la Tierra. No todas sus hijas estaban vivas actualmente, pero también tenía nietas y su forma de reproducción, a diferencia de la de los humanos, solo necesitaba a un individuo para engendrar cientos de crías.
La mayoría, como su antepasada, se alimentaban del miedo de sus víctimas al aterrorizarlas antes de devorar su carne. Los antropólogos a veces se preguntaban la razón por la que tantas culturas a lo largo de la historia tenían historias sobre monstruos que entran por las noches en viviendas y devoran niños, pero para Eso claramente algunas de sus descendientes habían dejado su marca en la memoria colectiva de los seres humanos, quienes habían empezado a contar leyendas sobre ellas a sus hijos, quienes a su vez se las contarían a sus hijos y así sucesivamente.
Unas pocas, en cambio, se alimentaban por hacer que los humanos les confesasen sus miedos. Más de un supuesto psiquiatra o psicólogo no era un ser humano, sino una de sus descendientes tomando una forma humana de manera similar a como ella hacía al transformarse en Bob Grey, más conocido como Pennywise, un payaso que la había intentado matar siglos antes para vengar la muerte de su hija y cuya forma le pareció el señuelo perfecto para sus presas. Irónicamente, ella admitía que el método empleado por esas pocas descendientes suyas era más eficiente que el que ella y la mayor parte de sus descendientes usaban, ya que, cuando estas habían terminado de alimentarse de sus «clientes», sus presas siempre aconsejaban a sus conocidos que fueran a verlas, por lo que virtualmente obtenían mucha más comida que el resto de la familia.
Eso también sabía que matarla solo haría que los fuegos fatuos, su verdadera forma y la representación de su poder, se repartiesen entre toda su descendencia, haciéndolas más poderosas y asegurando la supervivencia de su legado por milenios. Y eso era lo que la hacía orgullosa, dado que viviría a través de todas ellas hasta el final del universo, mucho después de que la bola de lodo llamada Tierra y la estrella alrededor de la cual giraba desapareciesen y no quedase rastro alguno de los Perdedores, un nombre muy apropiado porque ella ya había ganado y matarla no cambiaría nada.
Con eso en mente, Eso apenas reaccionó cuando Bill Denbrough destruyó su corazón, matándola y asegurando que la ciudad de Derry, que tras tantos siglos se había convertido en parte de ella misma, también fuese destruida. No tenía ninguna otra razón para existir más y, aunque la aterrorizaba, tenía cierta curiosidad por ver si había algo más allá de la muerte y, si lo hacía, encontrar otra vez a Maturin, que podía ser su mayor enemigo y rival pero, tras vivir juntos desde antes del comienzo de los tiempos, Eso se había acostumbrado a su presencia y los años desde que había muerto se habrían hecho insoportables si no hubiese podido comunicarse con sus descendientes, pero no era lo mismo que estar cara a cara con su igual, cuya ausencia solo había lamentado cuando era demasiado tarde para poder hacer algo al respecto.
