NOTAS: Soy nueva aquí en , pero espero que os guste mi historia y forma de escribir, que irá mejorando a medida que vaya practicando. A pesar de ello, podéis encontrar más de mis historias en foros como IS o FFL.

One Piece no me pertenece, es creación de Eiichiro Oda. Sin embargo, todos los personajes y lugares que verán en mi FanFic son de mi autoría y están protegidos legalmente. No los tomes, porque difícilmente verás algo no original en esta historia.

Si te gusta, por favor comenta, me anima a continuar escribiendo con ganas. Éste será mi primer FanFic, por lo que pido su comprensión de llegar a demorarme en colocar continuación, pues estoy acostumbrada a escribir sólo viñetas. ¡Y gracias por tomarte tu tiempo de leer!

GOLDEN CLOCK

CAPÍTULO UNO: PRIMERA PARADA

Tomó entre sus manos el mango de la espada, sosteniéndola firmemente mientras el frío penetraba desde sus callosidades hasta recorrerle la columna vertebral. Jamás había tenido las manos de una dama, ni siquiera se preocupaba por el aspecto que mostraran; uñas rotas y palmas sucias. Sin embargo, eran su arma más valiosa, lo sabía bien. Sin ellas ¿cómo podría labrar el camino que estaba dispuesta a seguir?

Sonrío, intentando mantener una calma que no poseía. El aire gélido de la mañana le calaba los huesos y aún faltaban un par de horas para que los primeros rayos de sol despuntaran por el horizonte. No tenía tiempo que perder. Sin embargo, tiritaba inmóvil, observando el vaho de su respiración disiparse a pocos centímetros de distancia. El constante martilleo de su corazón provocaba un desorientador pitido en el interior de su cabeza. Quizás la falta de oxígeno y la adrenalina que recorría con furia sus venas fuera la causante.

«¡Muévete!», le ordenaba a un cuerpo que hacía oídos sordos a sus súplicas.

Alzó la mirada y la posó en la figuraba escondida más allá de la neblina, que parecía envolverla cual espectral aparición. Sus músculos se tensaron cuando ésta mostró una hilera de blanquecinos dientes, tan puntiagudos que, se dijo, no podían pertenecer a una boca humana. Y sus ojos, grandes y amarillos, le recordaron a los de un felino concentrado en su presa. Incluso las sombras parecían acariciarlo, transportándolo en la oscuridad.

Debía encontrar la forma de huir de aquello que se aproximaba a su encuentro, pero temía perderse en las profundidades del bosque cuando sólo unos cuantos metros la separaban de su objetivo. Vaya mala suerte el haberse topado con semejante neardental durante su trayecto, en el peor momento y lugar de la historia. El caprichoso destino se ufanaba de ella y del infortunio que la acompañaba fielmente.

—No puedes escapar —dijo el hombre con un tono de voz gutural, similar al chillido de un animal al que le han destrozado la garganta.

Detestaba que el enemigo estuviera en lo cierto. Corría el riesgo de ser perseguida por toda la isla si intentaba marcharse ahora, y ser cazada por un maníaco de rasgos gatunos no hacía parte de sus planes. Así pues, la única opción que le quedaba era luchar y ganar; una laboriosa tarea, teniendo en cuenta que sería su primer enfrentamiento en un campo de batalla real. Porque las peleas callejeras no contaban en lo absoluto al tener delante una mole de tres metros dispuesta a aplastarte como a un insecto.

Centró su atención en el ligero hilillo carmesí que afloraba en el antebrazo del hombre, donde la pelirroja había tratado, sin éxito, de realizar una amputación con el instrumento al que se aferraba. El resultado fue un simple rasguño, por el cual recibió por recompensa un imparable puñetazo en el rostro, que seguramente estaría adornado de feos moratones. Temblando, descartó la idea de volver a intentarlo, sujetando con fuerza la empuñadura de la espada. Una fuerte capa de óxido la cubría, convirtiéndola en un artefacto inútil para la ocasión. De cualquier forma, ni siquiera sabía blandirla, lo que provocaba que sus movimientos fueran torpes e inseguros.

Dejó caer el objeto sobre gélido suelo, donde la tierra se tragó el nunca emitido sonido del metal al chocar contra ella. Apretó los puños y los alzó en posición defensiva, de la forma que aprendió tras los años de entrenamiento en casa, preparándose para responder ante cualquier acción de su adversario. Empero éste nunca llegó. La gran sombra proyectada fue desvaneciéndose a medida que se oían los pasos de un grupo de personas acercarse. La joven viró efímeramente, lo suficientemente rápido para notar una patrulla que portaba en medio de sus uniformes blancos el emblema de la gaviota azul.

«Así que huyó», pensó, no sin cierto alivio.

Al final optó por escapar, aprovechando la bendita oportunidad que el universo le daba. Recogió la espada y se introdujo entre el follaje del salvaje bosque, cuyas hojas la envolvían en un espeso manto capaz de ocultarla en su interior. De vez en cuando las ramas de los árboles arañaban su piel o la mochila que transportaba en su espalda se colgaba de ellas, reteniéndola de su viaje hasta que ella lograba soltarla profiriendo mil palabrotas.

En su caminar seguía un invisible sendero rectilíneo para evitar alejarse del límite de la inmensa aglomeración vegetal que la rodeaba y así evitar extraviarse… de nuevo. ¿Cómo no hacerlo? Ante sus ojos todo era exactamente igual. Sólo le quedaba marcar cada tronco que pasaba con una mal tallada S que hacía con la punta de la espada cual cuchillo al manejarla.

Agotada y sin una fuente hídrica a la que recurrir para saciar la infernal sed que la agobiaba, la joven dejó caer su lastimero cuerpo contra el roble más próximo. Fijó la vista en el horizonte, lugar en el cual el sol brillaba en todo su esplendor, supuso, pues las copas de los árboles no dejaban pasar más que opacos rayos dorados. No había animales para cazar ni frutos que recolectar. Bajo ella yacía únicamente el fangoso terreno que sepultaría su última esperanza, incrustando en sus muslos pequeñas piedras como dagas apuñalando su alma.

—¿Lodo? —Se preguntó en voz alta—. ¡Seré idiota!

La joven se arrastró con las escasas fuerzas que aún albergaba, secundando la senda de barro hasta encontrar a varios metros de su anterior paradero un lago de límpida agua. Casi cayó de cabeza al sumergir su boca en el cristalino líquido, refrescando el desierto en que se había convertido su lengua. También se lavó la cara, la ropa y cuerpo con premura, temiendo que en cualquier instante se evaporara el milagroso manantial. Bueno, es comprensible exagerar luego de estar a punto de morir deshidratada en medio de la nada.

No pudo evitar sentir que era observada mientras fregaba sus prendas en medio del lago, con sus formas descubiertas al despojarse de sus vestiduras con la intensión de limpiarlas de la mugre acumulada. Tenía una figura de doncella, aunque algo musculosa debido al constante ejercicio que realizaba. Se enorgullecía al mostrar libremente su abdomen, tan bien marcado como los de un hombre, pero aborrecía a los pervertidos que fisgoneaban su ser.

Intentó detectar la presencia de otra persona en medio de aquel paraje, acción que resultó vana y que la llevó a pensar que, tal vez, estaría delirando a causa del cansancio.

—Tsk —soltó la pelirroja al cubrirse nuevamente con su empapado atuendo—. Juro que si pesco un resfriado mataré al tío de colmillos cuando lo vuelva a ver.

Tomó sus pertenencias y reemprendió su viaje, decidida a emplear de la mejor forma posible la energía que le quedaba para andar. ¿Por qué iba a rendirse ahora? No pararía aunque sus pies sangraran, y menos estando tan cerca de su objetivo. «Soy una imparable ola en medio del basto océano, y nada ni nadie me detendrá», se recordó con una sonrisa.

Sus oraciones fueron escuchadas al atravesar el denso bosque después de avanzar durante otro par de horas. A lo lejos se divisaban hileras de tejados coloridos, los cuales formaban un paisaje similar a un carnaval de festivas estructuras arquitectónicas. El sonido de las olas del mar llegaba hasta sus oídos, junto con el canto de las gaviotas y el parloteo de la gente de la ciudad. Por sus fosas nasales entraba el olor a sal, colándose en sus pulmones y embriagando a la pelirroja, quien torpemente corrió colina abajo en busca de la satisfacción de haber alcanzado uno de sus destinos.

Al llegar, no pudo más que maravillarse ante cuanto se alzaba entorno a ella.

—¡Aquí es! —Gritó, rebosante de emoción—. ¡Llegué, Dégel!

A partir de ese primer sentimiento de felicidad comenzó la historia que hoy día es leyenda en los mares del mundo; bajo ese enorme letrero que daba la bienvenida a Rucken Okeansky.