Disclaimer: Axis Powers Hetalia no me pertenece, tampoco Artestella ni mucho menos el Cardverse. Aunque sí pagaría por tener las cartitas esas.
Advertencias: En este capítulo no hay nada. De hecho, nada de nada. Es sólo algo como capítulo/introducción.
Parejas involucradas: En este capítulo: Estados Unidos/Japón, insinuaciones de Prusia/Hungría y de Alemania/Italia. La pareja principal del fic, de todas maneras, es Francia/Inglaterra.
Palabras: 2,564.
Resumen: La Reina de Corazones se acercó a él y le puso las manos en los hombros. El Rey de Espadas era alto, y la Reina se veía reducida y delicada a su lado. Exceptuando el hecho de que también era un hombre.
Sucesos históricos relacionados: Basado en Cardverse, repito. Nada histórico.
Nota de autor: Hola, y bienvenidos a Changing Suits, historia situada en un universo alterno completamente elaborado por mí, basado en el Cardverse que se publicó de Hetalia. Espero que disfruten tanto como yo al escribirlo, pues creo que será algo extenso… Cuéntenme qué les va pareciendo en los reviews, y agradecer de antemano a quienes den follow y favorito :D Mis respetos y galletas para esas personas xD Sin más, desearles una buena lectura C:
Capítulo I: De Reyes, Reinas y Reinos.
La Reina de Tréboles separó las piernas para cruzarlas nuevamente. Sus cabellos eran largos, de color café, el más exquisito café de los Cuatro Reinos, y sus ojos eran de un hermoso verde esmeralda; de algún modo comparables a las irises profundas color musgo de la Reina de Espadas.
Elizabeta Héderváry era su nombre de civil –algo que ya desde hacía casi 10 años no era-, así como Iván Braginski el de su "amado esposo", el Rey de Tréboles, con quien se había casado por orden expresa del monarca. Sin embargo, junto a ella, en el trono, no se sentaba su Rey, sino el Comodín Rojo, un joven albino vestido de negro, los detalles de su chaqueta en rojo, con una cola saliendo de sus pantalones y pequeñas orejas similares a las de los machos cabríos de las leyendas saliendo a los costados de su cabeza, intentando ser ocultadas bajo el cabello blanco, mordía una manzana roja. La Reina se arregló el vestido verde y negro, y le miró de reojo.
- ¿Por qué no vas con el Rey de Diamantes y le preguntas cómo van sus alianzas? – Bufó la mujer, frunciendo el ceño levemente.
El Comodín se levantó, con la manzana en la boca y se sacudió la ropa.
- Envía una paloma a por mí cuando tu Rey regrese. Sabes que yo estoy a cargo de todo mientras Peter es entrenado. – Suspiró el joven albino, rascándose la barbilla antes de inclinarse con un gesto burlón, la manzana en una de sus manos.
- Así haré, Comodín. Es una lástima que deba ver tu rostro tan seguido. Espero que Peter sea entrenado a la perfección cuanto antes. – Gruñó la Reina, sin siquiera moverse, con el ceño fruncido en desaprobación.
- Y así será, mi Reina. – Subrayó el Comodín de cabellos blancos, enderezando su espalda y volviéndose hacia la puerta, su cola balanceándose suavemente en el aire.
Los guardias siguieron al albino hasta la puerta, que fue cerrada tras él.
Y la Reina soltó un suspiro largo, apoyando la barbilla sobre el dorso de su mano, mirando hacia el ventanal, donde se veían las miles de hectáreas teñidas de verde, intensificándose en dirección a los bosques. Y de los labios rojos de la Reina salió un nombre, casi como un secreto. La mujer se levantó, cogió el jarrón de flores que el Comodín había traído como obsequio a los monarcas y lo arrojó al suelo, dejando que se estrellase contra la cerámica blanca y se rompiese en mil pedazos, antes de caer de rodillas, susurrando maldiciones y palabras de odio. Lo odiaba por confundirla. Sí, lo odiaba por hacer que sus pensamientos se apartaran de su Rey, de su único amor.
A millas de distancia, la mañana apartaba las nubes del cielo. El Rey de Corazones, el benevolente Ludwig Beilschmidt, caminaba por los jardines que rodeaban a su castillo, acompañado de su Reina, de cabellos negros cortos. No era una mujer, para nada. Esas tradiciones habían acabado siglos atrás, y Kiku Honda se alzaba como el gran estratega del siglo tras la última guerra de los cuatro reinos. El Jota les seguía, corriendo torpemente, para avisarles de la llegada de un invitado, pero los reyes no lo supieron hasta que el Jota cayó estrepitosamente en un arbusto y el invitado hizo acto de presencia al ver que los Reyes no acudían a su encuentro.
- Pero qué… Feliciano, ¿qué te ha ocurrido? – Preguntó la Reina.
El pobre Jota apenas respiró y apuntó a sus espaldas, señalando a una figura alta vestida de azul y negro.
- El Rey… De Espadas… Ha llegado. – Musitó el joven Jota, de cabellos cobrizos.
El Rey de Corazones le apartó suavemente, con cuidado, y se adelantó hacia el invitado.
- Buenos días, Alfred. – Saludó el rubio Rey de cabellos rubios peinados hacia atrás.
- Buenos días a ti, Ludwig. – Contestó el aludido, asintiendo.
- ¿Qué asuntos son los que te han traído a mi reino? – Preguntó el alto Rey vestido de rojo.
El Rey de Espadas se rascó la nuca, sus cabellos rubios cortos agitándose suavemente, sin decir una palabra. La Reina de Corazones se estremeció, temiendo que su Rey notase algo extraño en aquella visita.
- Veo que has venido sin tu Reina. – Observó agudamente el Rey rojo, sin siquiera levantar la vista.
Era demasiado obvio que había venido solo. De otro modo, la Reina misma se hubiese presentado ante ellos sin esperar. Con el carácter que poseía, era obvio que haría algo así.
- Ludwig. Esto es un asunto privado que debo tratar con tu Reina… - Suspiró el Rey azul, su mirada celeste escondiéndose en los arbustos del jardín.
Los ojos igualmente celestes del Rey de Corazones divagaron entre su Reina y el Rey extranjero. Sin embargo, terminó por suspirar y llamar a su Jota, que se presentó sin mucha tardanza, ya que estaba a poca distancia de ellos.
- ¡Dígame, Ludw…! Digo… ¡Rey mío! – Soltó atropelladamente el joven.
- Quédate con tu Reina y no le quites los ojos de encima. En caso de que el joven Rey Alfred cometa algún acto reprochable, suena el pito y mis hombres acudirán. – Ordenó el Rey de Corazones, el Jota asintiendo. – Será nuestro adiós, entonces, Alfred. Volveremos a vernos. – Se despidió el Rey rojo, alzando una mano grande y estirándola hacia el Rey de Espadas, que se la estrechó desconfiado.
El Rey de Corazones giró y se devolvió a su Palacio, dejando a su Reina y a su Jota junto al Rey del Reino contra el que se habían enfrentado encarnizadamente en la última guerra.
La Reina de Corazones le señaló el sendero que se internaba en la arboleda florida. Alfred asintió y siguió sus pasos. El Jota se mantuvo detrás de ellos, sigiloso y atento… O al menos lo más que podía.
Más allá del estrecho que parecía separar al Reino de Corazones del resto del continente, en una habitación de un palacio teñido de dorado y naranjo, una jovencita recién entrada en la adolescencia se cortaba el cabello. Buscaba que ese fuese su recordatorio de a quién pertenecía, cuál era su familia. Y aunque su Rey se enfadase, sabría que se alegraría de su decisión. El que no estaría de acuerdo sería su hermano. Lily Zwingli era la princesa postulante al trono del flameante Reino de Diamantes. Llevaba toda su vida prometida a su Rey, un joven esbelto y muy atractivo, de hermosa melena dorada –casi como todo en aquel Palacio- y ojos azules como el mar de los Cuatro. Aquel hombre, llamado Francis y siendo el segundo de su nombre, era un amante de la belleza y de los lujos innecesarios. Tomaba muchas distracciones, pues su labor de estar día y noche en el trono le parecía cansadora. Era por eso que Lily y su hermano Vash, el Jota, tomaban muchas de las decisiones concernientes al Reino. Francis se dedicaba más a la diplomacia que a otras cosas de importancia –como lo eran el ejército- por su grandilocuencia. Esa misma grandilocuencia capaz de llevar a muchas grandes damas de los cuatro reinos a su cama.
Lily no le detestaba. Le parecía simpático, sobre todo cuando cenaban juntos y tras el banquete Francis tocaba el violín para ella. Pero en esos momentos, su hermano lucía furibundo. No, Vash no quería que Lily se casara con Francis, y era algo que había decidido ya desde hacía mucho tiempo. Su hermana llevaba quince años atada al Rey, sin amarlo. Pero el reino completo esperaba que la chica cumpliese la mayoría de edad y tomase el lugar a los pies de Francis, oyendo las liras que sonaban continuamente en el salón, contando historias de tiempos antiguos y guerras gloriosas.
Por otro lado Francis, que cabalgaba por los prados cercanos, no parecía muy en contra de la idea. Es más, el Rey aceptaba y quería mucho a su Princesa, pero… No era la clase de amor que el Rey buscaba. Lily era como una hermana pequeña, no como una amante; y lo que Francis deseaba era alguien a quién amar.
Quizá por eso la idea se le vino a la mente. La idea que daría el puntapié inicial a una guerra violenta que se llevaría a muchos soldados y civiles más allá de los océanos, donde reina la muerte. Algo tan inocente como una mascarada, lo que haría que en el futuro, Francis usase al amor como estandarte para la guerra.
- Alfred, no tenías que venir aquí tan repentinamente… Podrías haber avisado. ¿Qué pensará Arthur? – Kiku se veía alterado ante los ojos de Feliciano, que observaba la escena transcurrir frente a sus ojos.
El aludido se quedó de pie junto a la Reina, sus ojos celestes desviándose hacia el suelo.
- Lo siento, Kiku. En serio lo siento. Sólo… Necesitaba verte. – Musitó el Rey, clavado en su lugar.
La Reina de Corazones se acercó a él y le puso las manos en los hombros. El Rey de Espadas era alto, y la Reina se veía reducida y delicada a su lado. Exceptuando el hecho de que también era un hombre.
- Es arriesgado, Alfred. Ludwig lo sabe, de eso estoy seguro. – Suspiró Kiku, apartándose al ver que Feliciano se sentaba junto a un árbol, buscando el momento perfecto para tomarse una siesta.
- No me importa… - Contestó Alfred, sus manos dirigiéndose a la Reina para abrazarle, quien le apartó con la sola mirada.
- Debería importarte. Tienes tu propia Reina, Alfred. ¿Sabes qué pasaría si Arthur se entera? Sería capaz de pasar por sobre tu autoridad y declararle la guerra a mi Reino. Tómale la importancia que el asunto merece. – Bufó la Reina, pasando de una actitud conciliadora a dejar que sus ojos cafés se tiñesen de ira ante la insistencia del joven Rey de Espadas, que tragó saliva y se contuvo, de pie frente a él.
- Gracias, Kiku. Volveré cuanto antes a mi Reino, pero ten por seguro que no tardaré en regresar. – El Rey de Espadas cogió la mano de su Reina amante y le besó el dorso, retirándose.
Kiku suspiró antes de volverse hacia el Jota, que ya llevaba dormido algunos momentos. El joven de estatura baja decidió no importunarle y regresar junto a su verdadero Rey.
- ¿Una fiesta?
- ¿Habla en serio, mi Rey?
Francis se quitó los guantes, el pecho inflado de orgullo ante su magnífica idea, y se sentó en su trono, con las manos en los brazos del mueble acolchado.
- ¡Claro que sí, Vash, Gilbert! Será una fiesta para conmemorar los años de paz de los Cuatro Reinos. Deben invitar a todos los nobles, aristócratas, generales… A todos los que se les ocurra invitar… Ah, por supuesto, no deben olvidar hacerles la invitación a los Reyes, Reinas y Jotas. – El Rey de Diamantes cruzó los pies y los apoyó en el banco acolchado a sus pies, el lugar destinado a ser el asiento de honor de la Reina. – He sabido que la Reina de Tréboles es bella. No he tenido oportunidad de conocerle, y ésta podría ser la ocasión perfecta. – Los ojos azules brillaron con ansias. Gilbert se sonrojó y bajó la cabeza, ocultándose. - También me gustaría ver a mis amigos del Oeste, del Reino de Espadas, y a los de mi color… Ya saben que los de Corazones son casi como parte de mi familia.
- ¿Qué clase de fiesta será, mi Rey?
Y ante la pregunta de Zwingli, Francis sonrió malicioso, girando el rostro lentamente para verle.
- Una mascarada. – Respondió, sin dejar de mirarle con sus ojos intensos.
Vash asintió y se retiró, con la excusa de preparar invitaciones para los poderosos de los Cuatro Reinos. Bien sabía Francis que no soportaba que lo mirase de ese modo.
Gilbert, sin embargo, se mantuvo allí, y cuando el Jota se retiró, se aproximó un poco más al Rey de Diamantes.
- ¿Estás seguro de todo esto, Francis? – Preguntó el Comodín albino, su cola moviéndose inquieta.
- Completamente, Gil. – Dijo el Rey de Diamantes, sin moverse.
- Odias a los Corazones. – Articuló el de ojos rojos, caminando por el salón, la voz fuerte y segura.
- Bien sabes que necesito alianzas. Y cuando el color llama, nada es más fuerte. – Soltó Francis, siguiendo a Gilbert con la mirada.
- ¿Y a quién quieres enfrentarte, mi buen Rey? – Gilbert frunció el ceño.
Su trabajo era controlar que la paz no fuese alterada por Reino alguno y, claramente, le irritaba enormemente que su único Rey amigo se sintiese movido a la violencia de la guerra.
- No lo sé, eso lo veremos. Es probable que quiera ir a por la Reina de Tréboles si su figura es tan hermosa como dicen. – El Rey naranjo suspiró y apoyó la barbilla en el dorso de su mano. – Los Espadas son mis aliados más fuertes por ahora, y los tres Reinos juntos podemos con los Tréboles perfectamente.
Gilbert cerró los ojos y tragó con fuerza, intentando envalentonarse. No quería que Francis tomase posesión de la única mujer que le importaba. Así como tampoco quería que la guerra se cerniese nuevamente sobre los Cuatro Reinos.
- Tus ambiciones te harán caer, Francis. No eres un buen monarca por ti solo. Te das festines enormes y banquetes incomparables. Y ni hablar del tema ese de los baños. Eres derrochador. No puedo imaginarte frente a un ejército. – Masculló Gilbert, aproximándose al Rey hasta que sus labios quedaron junto al oído del monarca, que se levantó en silencio.
- Alguien está interesado en la Reina de Tréboles, al parecer. Tranquilo, a alguien más encontraré en la mascarada. Sólo lo hago porque no quiero casarme con Lily. – Se defendió el Rey de melena dorada, entrecerrando sus ojos oceánicos.
Gilbert casi se atragantó. La puerta del salón se abrió y un mensajero entró a la habitación. Al poco andar se detuvo y se inclinó ante el Rey, levantándose aparatosamente para leer un papel. En la sala del trono de todos los reinos, los mensajes se leían en voz alta, a menos que el Rey permitiese que el mensajero consultase si debía hacerse público o no. Y Francis no era de los benevolentes que lo permitían. Le llamaban transparencia ante el Rey.
- Tengo un mensaje para el Comodín Rojo, desde el Reino de Tréboles. El Rey ha vuelto de su amena reunión con la Reina de Espadas y le llama a su Palacio para la entrevista sobre los castaños del sur. – Leyó fuerte y claro el mensajero, inclinándose levemente.
- Envía un mensaje de regreso, por favor, avisando que el Comodín Rojo va de camino al Reino de Tréboles y que espera enterarse de boca del Rey y no de su Jota presumido acerca de los pormenores del asunto. – Bufó el albino, alejándose de Francis, que volvió a sentarse en su trono, estirando una mano para coger un racimo de uvas, antes de recostarse de lado en su gran asiento y comer como un César hubiese hecho.
El mensajero corrió hacia la puerta y Gilbert volteó hacia el Rey.
- Al menos invítame a la Mascarada. – Pidió.
Francis sonrió ampliamente.
- A ti y a Peter. Vash te hará llegar la invitación. Ahora navega de nuevo a aquel Reino de verdores exquisitos y ve qué ha ocurrido con los malditos castaños. – Se carcajeó el Rey naranjo, echándose una uva solitaria a la boca.
