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Trampas

1. Lo que dejamos atrás

Jaime se recostó en el sofá y se tapó los ojos con el brazo mientras se concentraba en los agradables y sedativos acordes de la trompeta de Miles Davis y sentía como sus pies inevitablemente empezaban a moverse al ritmo de la música. Sostenía el vaso con la mitad de su escocés en la otra mano y entonces se dio cuenta de que estaba sonriendo por primera vez en meses. Quizás fuera sólo su poca resistencia al alcohol, tal vez fuera la atmosfera tranquila o la divertida conversación de Tyrion, a quien tanto había echado de menos en ese año.

Apenas un par de horas atrás había sentido el loco impulso de rellenar el tieso cuello de su padre con el costosísimo caviar beluga con el que la dulce Cersei y el galante Robert celebraban el nacimiento de su primogénito.

Dos años atrás había estado a punto de llevarse a Cersei por la fuerza para evitar que contrajera matrimonio con ese idiota, pero ella se había mostrado tan decidida a ese matrimonio que él había tenido que hallar consuelo en un par de botellas de vodka y rompiendo la mitad de la cristalería de su departamento.

Cersei era hija del primo más querido de su padre. Una Lannister por derecho propio, sólo que una Lannister pobre y según su padre nada dañaba tanto al apellido como la pobreza. Sus padres se habían matado en un accidente automovilístico cuando ella apenas tenía siete años y Tywin Lannister la había acogido en su casa, la trató como a una hija en todo sentido menos en el económico. Aunque le daba cuanto necesitaba y quería, en su testamento solamente aparecía su nombre al lado de una cantidad decente que le permitiría vivir con lujos, pero sin excesos, cosa que amargaba a la joven, que también hacía gala del orgullo desmedido de la familia.

Robert Baratheon tenía una fortuna casi igual a la de los Lannister y a diferencia de Jaime no tenía que esperar hasta la muerte de su padre para hacer uso de ella. Cersei siempre había sido una mujer práctica y ambiciosa, de ningún modo se habría conformado con la modesta herencia que Joanna Lannister había dejado para sus hijos.

De modo que Jaime permaneció en silencio mientras observaba como su padre entregaba a la mujer que amaba en los brazos de otro hombre y se tragaba su amargura en silencio. El amor y la pasión no fueron suficiente.

Pasó un año viajando e ignorando los constantes reclamos por la forma en que se desatendía de sus obligaciones y cuando finalmente decidió volver encontró a su ex amante esperando un hijo y él lo aceptó con increíble serenidad.

Y ahora ahí estaba, tras una larga diatriba de su padre cuyo blanco principal era su vida disipada, su nulo compromiso con las empresas de la familia y su persistente soltería con casi treinta y cinco años encima.

Tyrion no se había escapado; sus delitos eran igualmente graves, pero el encono que su padre le tenía a su hermano pequeño convertía cada pequeña falta en un delito. Se le acuso de promiscuo, alcohólico e irresponsable irredento.

Tywin no era una persona muy popular entre las cuatro paredes del departamento del mayor de los hermanos Lannister. Tyrion seguía despotricando en su contra y Jaime escuchaba sus disparatadas ideas de venganza sin ponerle demasiada atención.

—… y su maldita insistencia por tener un nieto, "pero un nieto legítimo que pueda portar con orgullo el apellido Lannister, no un bastardo procreado en alguno de los burdeles que frecuentas" —añadió Tyrion, imitando tan bien a su padre que Jaime tuvo que abrir los ojos para cerciorarse de que el hombre no estaba en su departamento—. Alguien debe decirle que no estamos en la Edad Media…

Jaime se distrajo y por algunos momentos su atención se concentró en la manga de su saco que colgaba del respaldo del sillón muy cerca de él. Tenía insertados en la tela varios pelos de Sandy, la labrador de la vecina del piso de abajo, aunque era difícil encontrarlos ya que eran de un color chocolate oscuro. Sandy era un hermoso animal de ojos brillantes y carácter juguetón que parecía tenerle especial cariño, ya que cada vez que lo veía en el elevador corría a su lado y empujaba su mano con el hocico hasta conseguir algunas caricias. Unas semanas atrás había tenido toda un camada de saludables cachorros y la dueña le había ofrecido uno. Él se había negado pensando que no estaba listo para dedicarle tiempo a ningún ser vivo, pero pensándolo de nuevo apenas trabajaba unas horas a la semana —principalmente para mantener la boca de su padre sin demasiados motivos para abrirse—, pasaba buena parte de las tardes deambulando por la calle sin un destino fijo o tumbado en ese mismo sofá leyendo el diario, escuchando música o surfeando canales sin poner atención a algo en particular. Todo eso bien podía hacerlo con la compañía de un perro. Además, por mucho que odiara admitirlo, frecuentemente se sentía solo y la compañía de la mayoría de las personas le resultaba tediosa, imaginó que cualquier animal sería una notable mejora y tras sólo unos minutos se sorprendió al encontrarse entusiasmado y planeando las compras que debería llevar a cabo antes de tener al cachorro en casa, para lo cual, supuso, faltaban un par de semanas aún.

—Daría todo el oro de Roca Casterly por ver su cara cuando se enterara. Lo único que no tengo seguro es si el viejo sufriría una embolia primero o se iría directo por el infarto.

Tyrion continuaba exponiendo paso a paso su brillante plan de venganza, pero Jaime solamente se levantó para llenar su vaso otra vez y su debate interno esta vez fue para decidir si elegiría un cachorro hembra o macho y qué nombre le pondría.

No quería recordar la imagen de Cersei colgada del brazo de Robert e interpretando el papel de perfecta esposa y madre. No quería pensar en sus hermosos ojos verdes brillando al saberse admirada y envidiada. Menos aún deseaba pensar en la cantidad de veces que sus manos habían recorrido sus muslos y caderas entre sábanas de seda. Sobre todo, no podía pensar en que era otro hombre quien la tenía todas las noches.

—Además de todo, ¿te imaginas la cara de Cersei cuando lo sepa? Probablemente su bonita boca se quede torcida de forma permanente y su flamante esposo sería incapaz de volver a presumirla como uno más de sus trofeos de caza.

Quizás fuera la botella de whisky vacía que lo contemplaba desde el piso, tal vez fuera la imagen de una Cersei celosa, probablemente era el simple hecho de que tener una pequeña revancha con su padre le parecía tan gratificante como a Tyrion. Fuera cual fuera la razón, aquella noche tomó las que en ese momento consideraba las dos decisiones más estúpidas de su vida: aceptar el plan de Tyrion y tener un perro.

Y se propuso mantenerse firme con ellas incluso cuando al día siguiente la sobriedad lo atrapara.

Una persona más pequeña, o por lo menos de tamaño normal, habría quedado oculta gracias al antiguo tocador de caoba a cuyo lado ella estaba sentada, con las largas piernas dobladas y con la cara sobre sus rodillas. No quería llorar; sabía que detrás de la primera lágrima seguiría un torrente que probablemente la dejaría seca y vacía.

Se esforzó por mantener su respiración constante en un vano intento por controlar las arcadas que la atacaron desde que el médico empezó a hablar con una terminología que en esos momentos ella hubiera deseado no ser capaz de entender con tanta claridad. Hasta ese momento no le había pesado su inexistente capacidad de socializar ––por lo menos no demasiado––, pero en ese instante deseó como nunca antes tener una amiga que se sentara a su lado, la abrazara y le mintiera asegurándole que todo estaría bien.

Necesitaba unos minutos para reponerse, recuperar sus fuerzas y volver al lado de su padre y apoyarlo como él siempre había hecho con ella; como lo haría su madre de aún estar viva. Suspiró largamente antes de ponerse de pie y dirigirse al baño para lavarse el rostro y refrescarse un poco. Apenas estaba pasando el cepillo por su cabello corto y pajizo cuando escuchó golpes en su puerta.

—Hey, Burbujita, ¿que dices si salimos a comer algo? —le pregunto jovialmente; como si nada malo estuviera pasando. Aquello fue la piedra que finalmente la derrumbó. Corrió a abrazarlo con tanta fuerza que por un momento temió haberle roto una costilla.

Selwyn la abrazó y suavemente frotó su espalda con movimientos lentos y constantes hasta que ella se rindió y comenzó a llorar.

—Llora todo lo que necesites hija. Hasta que te sientas bien —le dijo con ternura.

—No, ahora no se trata de mí. Ahora yo debo ser fuerte para ti, papá. Me necesitas y yo voy a estar contigo, te lo prometo ––le aseguró, secándose el rostro con una mezcla de furia y decisión.

El hombre le rodeó los hombros con el brazo y la llevó a la cama, donde se sentó a su lado, apretando una de sus manos entre las de él.

—Siempre se trata de ti, Burbujita. Y no tienes que prometerme nada, yo sé que estarás conmigo hasta el final —le limpió una lágrima que de algún modo había llegado hasta la punta de su pecosa nariz—. Yo soy quien te promete que va a luchar para estar a tu lado el mayor tiempo posible porque Brienne, no es la muerte lo que me asusta, sino la idea de que al irme te quedarás sola.

—Yo voy a estar bien… —trató de sonar segura, pero su voz tembló como siempre que mentía.

—Sé que eres independiente y puedes ganarte la vida. Pero yo no quiero que sobrevivas, quiero que seas feliz, que seas querida. No todos los hombre son como ese maldito…

—Papá ya hemos hablado de eso —lo interrumpió poniéndose de pie y acercándose a la ventana para evitar la mirada escrutiñadora y conmiserativa de su padre. No quería volver a hablar de lo sucedido poco tiempo atrás, solamente deseaba enterrarlo en la parte más sombría de su memoria y dejar que se convirtiera en polvo.

Desgraciadamente su reflejo en el vidrio de la ventana le recordó que todo aquello había sucedido por dos simples razones: su estupidez y su fealdad.

Su rostro era pálido, insípido y lleno de pecas. La nariz ancha combinaba perfectamente con sus labios gruesos y los dientes enormes; todo enmarcado por el cabello lacio, de un rubio pajizo opaco. La única cosa rescatable de su rostro eran sus grandes ojos azules que, según su padre, con la luz del atardecer tenían la habilidad de brillar con todos los colores imaginables: como una burbuja de jabón. Su cuerpo tampoco la hacía sentir confiada, era más alta que la mayoría de los hombres, sus hombros eran anchos y su pecho plano, en resumen: era tan femenina como una tabla de planchar.

Ella había estado consciente de su apariencia desde que a los cinco años, poco después de morir su madre, la nana que Selwyn le consiguió se encargó de dejárselo claro mientras la paraba frente al espejo y le señalaba uno a uno sus muchos defectos, tratando de convencerla de que la única forma de hacerse tolerar por los demás era siendo obediente, estudiosa y haciendo gala de unos modales perfectos.

Y por años, a pesar de ser obediente y estudiosa, no consiguió en la escuela otra cosa que no fueran burlas crueles y aislamiento. Terminó la carrera de veterinaria, quizás porque durante todos esos años sus mejores amigos habían sido los perros y gatos cuya compañía su padre tanto disfrutaba. Los animales nunca la juzgaban ni la veían con repulsión, se dejaban querer por ella y le mostraban su cariño y confianza sin reserva.

Sola y sin amigos llegó a hacer sus practicas para el posgrado en un rancho al norte del país. La mayoría de sus compañeros eran hombres y tras los primeros días de burlas y ostracismo un grupo de ellos comenzó a prestarle particular atención. Al principio su desconfianza la impulsó a rechazarlos, pero al cabo de unos días se dejó llevar y por una vez disfrutó tener un grupo al cual pertenecer. Jamás había sido blanco de galanterías y no sabía como reaccionar frente a las flores, dulces y la ayuda que le prestaban para su proyecto escolar. Su lado pesimista le gritaba que eso pasaba porque en aquel rancho la presencia femenina era escasa y estaba rodeada de hombre jóvenes y vigorosos que tenían que conformarse con ella hasta volver a la civilización y tener mujeres de verdad. Su parte optimista, a la que casi nunca escuchaba, trataba de convencerla de que todos compartían intereses comunes y eso generaba un vínculo más sólido que la mera apariencia.

Uno de ellos en particular, Hyle Hunt, se ganó su confianza con mayor rapidez cuando tomó por costumbre pasar la tarde con ella frente al fuego mientras la ayudaba a corregir sus notas y la hacía reír con tal facilidad que Brienne pensó que estaba enamorada.

Cierta tarde, después de contarle una historia tonta y divertida y cuando ella aún tenía la sonrisa dibujada en los labios él la besó en la boca. Fue un momento incómodo, no del todo como ella lo había imaginado, y por la expresión del hombre tampoco para él debió resultar placentero. Creyó que eso había puesto fin a la incipiente relación, pero lejos de eso Hunt pareció redoblar sus atenciones con ella, si bien tardó varios días en volverla a besar.

La tarde que lo hizo se presentó con un ligero aliento a alcohol y un paquete de cervezas en la mano. Aunque ella no acostumbraba beber fue incapaz de negarse cuando él le confesó que era su cumpleaños y no deseaba festejarlo con nadie que no fuera ella.

No necesitó más de dos cervezas para sentirse relajada, extrañamente animada y llena de confianza. Cuando él volvió a besarla no se sintió tan incómoda ni rara como la primera vez. Cuando empezó a acariciarla se dejó llevar y sin saber cómo terminó en su habitación dejando que él, después de apagar la luz, toscamente le quitara la ropa y la metiera en la cama con prisas. Tampoco aquello fue como Brienne lo había imaginado. No encontró ternura ni pasión en ninguna de las acciones del hombre, sus movimientos eran bruscos y rápidos, como si simplemente deseara acabar con una tarea desagradable lo más pronto posible.

Al terminar, Brienne se encontró llorando, no por el dolor de esa primera vez, sino porque todo en ella le gritaba que aquello había sido un error del que iba a arrepentirse por el resto de su vida.

No hubo abrazos ni caricias para tranquilizarla, no encontró placer alguno y cuando él se levantó precipitadamente de la cama y la dejó sin una palabra supo su fantasía acababa de romperse como una de las burbujas de jabón con las que su padre comparaba sus ojos.

Al día siguiente otro de los hombres del grupo la detuvo bruscamente en un pasillo y sin previó aviso le preguntó:

—¿De verdad te metiste a la cama con Hunt?

Ella fue incapaz de evitar sonrojarse y el hombre tomó aquello por respuesta.

—¡Mira que el idiota fue valiente! Solamente necesitó una botella de ron barato para darse valor y por su sacrificio ganó un magnífico caballo. De haber sabido que lo único necesario era embriagarte no habría desperdiciado mi dinero dándote flores y habría ganado la apuesta el primer día! Resultaste tan fácil como fea —le escupió con desprecio.

Brienne nunca supo como fue capaz de resistir las semanas que faltaban para terminar. A partir de se momento se alejó aún más de todos y trató de ignorar las miradas burlonas y los constantes cuchicheos a su paso. Sobre Hunt lo mejor que tenía que decir es que se había mantenido alejado de ella y jamás volvió a dirigirle la palabra.

Cuando finalmente volvió a casa puso tanto empeño en lucir normal que su padre no tardó en descubrir que algo andaba mal. Con vergüenza, rabia y los pedazos de sus sueños rotos terminó confesándole todo lo ocurrido. Como siempre, Selwyn la había apoyado y confortado de la mejor forma posible, aunque ella sabía bien que ese error provocado por su excesiva ingenuidad la había dejado dañada de por vida.

—Encontrarás a alguien que te aprecie por quien eres y no por cómo te ves, hija.

Volviendo al presente, Brienne dejó de contemplar su imagen en el espejo y fue a arrodillarse junto a su padre.

—Ahora sólo me importas tú, papá. Tienes que cuidarte.

—Y lo haré, querida. Pero el médico dijo que me quedaban cerca de dos años y no los vamos a pasar llorando, ¿verdad? —ella negó con la frente en las rodillas de su padre— ¿Quién sabe? ¡Tal vez hasta tenga tiempo de conocer a mi nieto!

Brienne se vio obligada a reír.