Entonces él empujó al otro al callejón. Ese oscuro lugar el cual era cómplice de los deseos del uno por el otro, el cual callaría el secreto de ambos por siempre y se evaporaría en la fría noche de aquel marzo, el cual parecía no querer dejar escapar el invierno y dejarse llenar de primavera (de una vez por todas). La belleza de los ojos del inmortal dejó al otro sin aliento y ambos se fundieron en un beso acalorado y apasionado. Las manos del segundo buscaron con desespero las del primero y cuando se encontraron fue como cuando el extraviado encuentra agua en el desierto. La sed que ambos sufrían el uno del otro era tan profunda que temían que dicha salvación fuese tan solo un espejismo provocado por la locura y se desvaneciese en menos de un segundo perdiéndose en la noche para siempre.

Las luces de neón centelleaban en la noche neoyorquina, los coches danzaban entre transeúntes y semáforos cambiantes de ámbar a rojo y de rojo a verde; verdes, como los ojos del mortal, como los ojos de Dean, un verde profundo en el que uno se podía perder. ¿Cómo alguien no podía pensar en lo inmensos que eran los humanos en el interior mirando a esos ojos celestiales? El ángel suspiró y sonrió y el otro le contestó con una ruborizada y socarrona sonrisa.

Tanto había pasado antes de que todo eso sucediese. Tantas idas y venidas, tantas caídas y peleas, tanta lucha tenía por fin una pequeña recompensa. Podría decirse que esto era el fin del todo, el final de la historia, pero no era nada más que el principio de ella.