Disclaimer: InuYasha y sus personajes no me pertenecen. Son propiedad de Rumiko Takahashi. Esta historia está hecha con el único fin de entretener.
Fic participante del foro ¡Siéntate!, en la actividad "La lista de los fickers malditos: Mes del terror en ¡Siéntate!"
Reto: [Ambientes] 16. Halloween.
Advertencias: lenguaje soez, alusión a sustancias adictivas, violencia física y psicológica, situaciones ligeramente eróticas, muerte de personaje.
Nota: la actividad de Halloween del foro ¡Siéntate!, fue cerrada desde noviembre del 2015. Estuve participando pero debido a ciertas situaciones no pude llegar a tiempo con el fic durante el tiempo que la actividad estuvo abierta, así que el fic oficialmente no participa en dicha actividad, sin embargo, sí nace de ella.
"Sólo dejo el sonido de muchas palabras oídas al azar con ecos burlones. Canté al cielo. El exilio me hizo libre, llevándome de mundo en mundo, desde todos los mundos"
George Santayana
Naraku el Exiliado
Tal vez el instante del muy lejano pasado que lo llevó hasta ese momento en especial no se tratase más que de un arranque de cobardía alimentado por una negación eterna a desaparecer por siempre, a dejar que su légalo, que se había convertido en algo peor que un vulgar desperdicio, una simple porquería, se perdiera con el paso de las generaciones, convertidas en no más que leyendas tergiversadas donde el malo muere miserablemente junto a toda su estirpe y, para no fallar, el bueno gana y se queda con la chica. El mundo y universo en perfecto equilibrio y armonía gracias a él y solamente a él y su desaparición.
Cómo no, y luego él era el villano.
Al pensar en la porquería en la cual había convertido su trabajo, Naraku sonrió de lado, irónico como él solo, como había sabido hacer desde hace tanto tiempo atrás. Sonrió elegante y fresco mientras caminaba sobre las anchas aceras de asfalto citadinas e ignoraba las estridentes luces neón de los edificios y comercios que le golpeaban el rostro, que iluminaban la noche como un día artificial y colorido. También, hace décadas, que las luces del actual Tokio escondían las estrellas. Contaminación lumínica le llamaban, según recordaba haber leído hace poco en un artículo de internet.
Ignoró los gritos y risas de júbilo que se concentraban en el centro de la enorme calle a un lado de su acera. Caminaba en sentido contrario a todos ellos tal y como hiciera durante quinientos años e incluso más allá, cuando el padre de Naraku era humano, estúpido e inútil.
Las personas que festejaban aquella tradición extranjera que no entendían y que no les interesaba tampoco comprender, se veían unos a otros envueltos en extravagantes trajes y rostros elaboradamente maquillados, ajenos a toda religiosidad o costumbre milenaria japonesa. Pero nadie se quejaba, ni siquiera él, que les seguía la corriente con el único fin de hacerse uno con todos y él mismo con su clásico camuflaje de toda la vida.
Durante quinientos años se camufló como no más que un humano, ¿por qué dejar de hacerlo en su noche favorita del año?
La Guerra de la Perla de Shikon, como le gustaba llamarla, había acabado con él. A otras personas les gustaba llamarlo La Guerra de InuYasha, y otras más La Guerra por el Coño de Kikyō. Lo hacía para molestar al malo, eso era claro; el término de Perla y Shikon hacía sonar sus años de gloria, violencia y matanza con un matiz mucho más elegante y respetable. Porque Naraku se seguía considerando digno y respetable a pesar de los siglos transcurridos, metido en aquella piel y actitud de humano miserable que no podía vivir, sino apenas sobrevivir. Pero aún así nada ni nadie podía quebrar su eterna vanidad y narcisismo, no si aquello incluso había contribuido a su propio nacimiento. Era inherente en él, imposible de desaparecer. No importaban los castigos y las condenas, los viejos hábitos a veces son imposibles de corregir.
Sólo era una persona castigada por los Dioses, tal vez, también víctima del destino y sus ambiciones, pero no por eso menos orgulloso; incluso eso le daba algo de derecho para enojarse con la vida, el destino y su puñetera suerte. Le daba el pretexto ideal para volverse un amargado, un perfecto imbécil y camuflar sus rotundos fracasos, lavarse las manos como siempre hacía y echarle la culpa a los demás, como siempre hizo.
Había sido demasiado orgulloso y egoísta como para morir y quedarse en el maldito más allá y toda la mierda que le esperaba en aquel pequeño lugar del infierno que él mismo se había apartado. En su momento, se dejó llevar por la corriente putrefacta en las manos de la muerte. Cruzó como un alma al fin en paz. Por un instante sintió la calidez pacifica que significaba estar en paz con uno mismo. La luz al final del túnel, como algunos le llaman, agradablemente cegadora del destino que a todos nos depara al dar el último aliento. Pero sus crímenes y la lista de deudas en su haber era demasiado grande incluso para el más allá.
Nadie lo aceptó. Kikyō jamás lo hizo y jamás lo haría, no podría encontrarse en el más allá con ella. Un caso perdido. Lo supo antes de morir, e incluso, le pareció algo justo. Quizá se arrepintió más que nunca, en ese momento, de haberla matado definitivamente no poco tiempo atrás de encontrar su propia perdición. Creyó que al menos podría expugnar su pena en un lugar donde no tuviera que lidiar con nada ni nadie más, ni siquiera con el motivo de sus obsesiones, solamente deseaba que lo dejaran solo y en paz, ¿era mucho pedir? Incluso en la actualidad a algunos de los peores criminales los dejaban en completo aislamiento. Pero la sorpresa que se llevó no fue grata, y si acaso, terrible.
Si Onigumo en su momento creyó que no había peor cosa que ser engañado por una puñetera araña demonio, ser enterrado en la memoria de un ser despechado y celoso durante cincuenta años y ver fuera de sus manos la joya y la mujer deseada después de ser timado tan estúpidamente, Naraku, por su parte, pagó su cuota de crímenes como asesino y estafador.
Vamos, que lo consideraron peor que a Onigumo.
Fue algo así como un juicio. Los fantasmas y demonios que lo habitaban y en su momento le dieron vida pagaron por su odio y ambición en el infierno, sin excepción. No había una sola cosa buena en él; tal vez solamente esa nimia parte humana que todavía quedaba en el putrefacto corazón del bastardo Onigumo. Esa parte que lo hizo sentir en paz con su padre y creador y que logró cruzar, no a un lugar mejor, sino desaparecer en la tranquilidad infinita de no existir más en ningún plano existencial para que no quedase el peligro de encontrar la manera de regresar.
La energía de Onigumo se extinguió para siempre, como debió suceder décadas atrás, y había ocasiones en que Naraku incluso llegaba a extrañarlo. Su viejo amigo, su peor enemigo, hasta que se dio cuenta que era él mismo, Naraku, su propio y más terrible enemigo: nada de InuYasha y su grupo de pacotilla, nada de Kikyō y sus reencarnaciones, nada de demonios enojados por ofensas o extensiones traidoras.
Su juicio eventualmente llegó. Los Dioses de todos los mundos existentes en el vasto universo, demasiado asqueados ante su presencia, lo rechazaron de todos los planos de castigo y condena que pudiesen existir. Irasue incluso abogó por el asesinato de Tekkei, la madre de la Princesa Abi.
—Un demonio que mata a otro demonio, aún peor, un demonio con nexos en el más allá, es un acto que no merece perdón alguno —Naraku se vio tentado a rodar los ojos mientras la demonio lo acusaba con aquel tono de severidad casi descarada, indiferente, como si fuera muy poca cosa como para gastar saliva en él. Por unos instantes pensó en desatar el infierno ahí mismo, pero se limitó a insultarla en su mente, maldita mujerzuela albina, y se obligó a mantener la compostura—. Aún peor, por beneficio propio. Y ni siquiera es un demonio, es un híbrido, y siempre lo será, por muy "demonio" que se vaya vuelto gracias a la Perla de Shikon.
La mujer había impreso una profunda tonalidad peyorativa a la palabra. Después de todo, sí, en esos instantes Naraku finalmente era un demonio completo como siempre había deseado, sin embargo su condición era artificial, casi falsa, y el gusto le había durado apenas unos minutos, durante su batalla final contra InuYasha y los suyos. Seguía conservando el cabello blanco, los grandes colmillos, la piel marrón endurecida, las afiladas púas que nacían de su columna y los ojos enrojecidos, pero por dentro se sentía débil y cansado.
Qué mala suerte que la madre de uno de los participantes en su pequeño juego bélico justamente fuera una de sus juezas…
—Opino que más vergüenza debería sentir la finada Tekkei por haberse dejado matar por un híbrido, mi respetable señora —Procuró marcar la burla en las últimas palabras al tiempo que le dedicaba su mejor gesto de infinito desprecio, cosa que no alegró en lo más mínimo a la orgullosa madre de Sesshōmaru. Estaba ofendida y participaba en el juicio porque él había ido por ahí, muy campante, profanando la tumba del padre de su hijo, y por asesinar demonios con nexos en el otro mundo. Para los demonios con tales habilidades, mismas con las cuales contaba Irasue, aquellos crímenes se traducían en una afrenta contra ellos mismos también, aunque entre ellos fuesen enemigos—. Personalmente considero que Tekkei no era un demonio, con nexos en el más allá, tan poderoso —agregó Naraku, no satisfecho con el desagradable gesto de reproche de Irasue—. No más que una simple arpía.
—Tekkei era un demonio fénix —le corrigió otro de sus jueces.
Los demonios siempre le parecieron mucho más extraños que los híbridos, incluso que los humanos: los seres humanos eran sencillos, y también absurdamente complicados, sí, pero sencillos muy a su manera, y los híbridos, que tenían tanto de ellos, terminaban siendo un espécimen muy similar, y el más claro ejemplo eran InuYasha y él. Pero los demonios, y peor si también eran Dioses, eran harina de otro costal… mira que ponerse a discutir por esas cosas en ese momento; o la especie era naturalmente así de extraña, o definitivamente no les importaba su caso. Naraku veía eso y casi le entraban ganas de regresar a ser híbrido o darles una buena razón a esos infelices para que de verdad lo odiasen.
Poco antes de saber cuál sería el destino de su eterna existencia, y sospechando ya lo que le esperaba, hizo algo que todos consideraron imperdonable: robó el Meido Seki, la joya sagrada de Irasue capaz de abrir portales a otros mundos y devolver la vida a los muertos. Y aún peor, la utilizó.
Quiso devolverle la vida a Kikyō para seguir eternamente peleando contra ella, buscando matarla siempre, sin conseguirlo, pero cuando lo intentó fue incapaz de completar el proceso. Se necesitaba algo de ella, lo que fuera, y todo lo relacionado a Kikyō había desaparecido para siempre en energía una vez que logró estar en paz y cruzar al más allá justo como debió suceder para que cincuenta años después su reencarnación no le resultara una patada en las pelotas.
Luego, además de no quedar nada de Kikyō en el mundo, se dio cuenta que ya no sentía el mismo deseo de verla de nuevo. Quizá solamente se trataba de la fuerza de la costumbre, pero el corazón de Onigumo ya no estaba con él. Ya sólo quedaba él, Naraku mismo, y su propia esencia, aunque no tuviera corazón.
Pero sí podía tener otro, y conseguirlo era cosa tan sencilla como lo había sido la primera vez. Pensó primero en cualquiera de los demás para traerlo de vuelta a la vida, como ultima maldad y ultima afrenta para los Dioses y los demonios relacionados con ellos. Si iban a decidir su destino y a condenarlo por hijo de puta, que al menos tuvieran una buena razón para hacerlo; la última fechoría, por muy nimia que fuera. El niño que sale regañado y castigado por su gran broma de mal gusto y se retira a su rincón no sin antes sacarles la lengua a los adultos.
Y sí. Se las arregló para devolver la vida a Kagura, cosa que no vino a fuerza de la inconsciencia de sus propios actos o el azar. Había sido su más rebelde extensión, y también su creación favorita, incluso por encima de extensiones como Kanna, quien al final también lo traicionó, o por encima de Byakuya, el único que siempre le fue fiel y jamás lo desobedeció. Kagura, al final de cuentas, siempre había sido su compañera de peleas y discusiones. Su juguete favorito, la extensión a la cual más disfrutaba controlar y presionar precisamente porque era la que más odiaba ser manipulada.
No tenía planeado condenarse solo, y en su cabeza, Kagura debía pagar también por sus actos y sus traiciones, por la sangre que tenía ya reseca en las manos cuando asesinó bajo su mandato, y sin mucho remordimiento de su parte, encima.
El resto de sus extensiones había muerto de maneras espantosas. Pero la muerte de Kagura había sido la excepción a la regla, y por eso, también, debía pagar. Su pacifica pero dolorosa muerte en compañía de Sesshōmaru, con una sonrisa en los labios y rodeada de blancas flores primaverales, no le parecía justa en comparación con la vida que había llevado. De sus extensiones era la que más le debía cuentas y si él iba a pagar, se llevaría al menos a alguien más entre las patas; al final de cuentas la justicia siempre era injusta para la parte perdedora.
Y entonces Kagura volvió a él, desnuda y confundida como la primera vez, pero era ella, ni más ni menos. Sus jueces no tardaron en darse cuenta de su ultimo peor acto, y aunque Irasue estaba ofendida por haber sido burlada de manera tan descarada y casi condenando a los hijos de sus hijos, y por el mismo hecho de que Kagura hubiera sido devuelta a la vida, con su muerte, ahora insignificante para su hijo y su evolución ya que su regreso había sido completamente ilegitimo, no pudieron hacer nada por ella, ni mucho menos por él.
Al haber sido Naraku, nuevamente, su creador y dador de vida, ni siquiera los dioses tenían poder sobre la hechicera de los vientos. Cuando se dio cuenta de su situación una vez que la confusión de recién nacida se disipó, gritó, reclamó, se quejó y casi hasta rogó incluso por el regreso a la muerte, por una segunda oportunidad para vivir y regresar al elemento natural al cual siempre perteneció, pero nadie más tiene derecho sobre los hijos más que la propia madre, le habían dicho.
Naraku se regodeó en su última maldad. Le sonrió igual que una madre con el corazón hinchado de falsa bondad y la benevolencia melodramática después de atrapar en plena travesura a su hijo más rebelde. Le dijo que no se hundiría sólo, que no tomaría toda la responsabilidad del sufrimiento que causó, y fue entonces que vino el veredicto final: no sería aceptado en ningún nivel del Infierno existente, al Reino de los Narakas.
Vaya nombre se le había ocurrido ponerse, se dijo Naraku en aquel entonces.
Los verdugos del mundo de los condenados se negaron a recibirlo, lo despreciaron por su infinita maldad, una maldad que resultaba inhumana incluso para los que jamás lo habían sido. No podían aceptar en su mundo a alguien que, lo sabían, podían leer su pútrido corazón, jamás se arrepentiría de sus actos ni encontraría sufrimiento en el castigo de los mismos. Si acaso el híbrido terminaría tomándolo con un halago. Un trabajo inútil donde sabían que no conseguirían nada infringiendo sobre él los tormentos necesarios para regresar al mundo nuevamente a enmendar sus pecados. Ni siquiera a los villanos de la divinidad superior a los mortales les agradaba la idea de perder el tiempo con una causa perdida. Era como un criminal al cual no le valía pagar condena porque no había cabida para la readaptación, sino ir directamente a la sentencia de muerte.
Tampoco fue aceptado en el cementerio de los demonios, donde las almas de los seres sobrenaturales descansaban eternamente, y mucho menos fue aceptado en el más allá, donde habitaban los espíritus humanos, muy a pesar de su origen y antigua condición de híbrido. Ni siquiera fue aceptado por los guardianes del purgatorio.
Comenzaron a llamarlo Naraku el Exiliado. Exiliado del mundo de los vivos y de los muertos. Le dio igual, como si lo necesitara. Atrás había quedado aquel momento de paz, ya no lo recordaba, ni mucho menos lo añoraba. No podía, y sobre todo, no quería hacerlo, porque eso significaría penar allí donde terminara el resto de sus vidas o la maldita eternidad.
Y entonces el veredicto fue una sorpresa para él y una verdadera angustia para su renacida Kagura, quien insistía en que cargar con parte de la culpa por un descuido de los dioses era la cosa más absurda e injusta que había visto jamás.
Pero nada de eso importó, y los condenaron a volver al mundo de los vivos. Pensó que qué mejor. Él, que se había negado a morir tantas veces solamente por llevarle la contra al mundo entero, para preservar su légalo y conseguir a base de sudor y sangre ajena lo que creía que se merecía, ahora lo devolvían de nuevo a la vida casi como si se tratase de un regalo. Podría volver al mundo de los vivos para seguir haciendo de las suyas, como tantas veces había hecho, ideando nuevas habilidades y perfeccionando poderes para volverse inmortal, más inmortal que muchos de los demonios que había enfrentado. Lo conseguiría con Perla de Shikon o sin ella. Él siempre salía del hoyo, desde Onigumo.
Pero, como últimamente le pasaba, el tiro le salió por la culata: sí, vivió y fue regresado al mundo de los vivos, pero no como un demonio, ni siquiera como un medio demonio, sino como un asqueroso humano.
Porque polvo eres, y al polvo serás tornado, leyó tiempo después en la Biblia.
Pero su origen había sido completamente humano, y a eso lo devolvieron. Al mundo humano, como humano. Estuvo a punto de reclamar, de matarlos a todos si pudiera, de desatar el infierno en la tierra y en los altos aposentos de las divinidades que lo gobernaban, pero antes de poder siquiera protestar, Irasue, quien había tomado el castigo como una venganza personal más que como un proceso para hacerlo pagar por sus pecados, se adelantó.
—A excepción de una noche al año —dijo la mujer solemne desde su asiento, en aquel ostentoso estrado frente a él, y sobre él—. Podrás recuperar tus poderes, mermados, por supuesto, a falta de la Perla de Shikon, ya que tu condición demoniaca tampoco puede ser anulada por ningún poder, pero solamente una vez al año.
Naraku alzó una ceja, todo aquello le sonaba a una broma barata. La mujer elevó aún más el mentón, compitiendo en orgullo y altivez con el condenado.
—En la Víspera de Todos los Santos.
—¿Y eso qué mierda es? —espetó sin pudor alguno.
—Investígalo.
Y para cuando acordó fue expulsado de aquella dimensión abruptamente igual que un bebé expulsado de una cruel matriz. Cayó nuevamente sobre la tierra, desnudo, confundido, y extrañamente adolorido; débil, más bien.
La coraza marrón en la cual se había convertido su piel, musculo y hueso al transformarse en demonio gracias al poder de la Perla de Shikon volvió a su estado delgado de piel humana, pálida ahora como la de un desahuciado. Sus ojos enteramente rojos se volvieron sobre un fondo blanco y dos iris café, con la vista entorpecida durante las noches. Las marcas purpuras sobre sus pómulos desaparecieron, el cabello blanco y encrespado se le ennegreció y los prominentes colmillos se volvieron muelas y caninos comunes y corrientes, propensas a las caries y a los golpes, al ácido de los cítricos y el dolor de las tardías muelas del juicio. Se volvió un humano de pies a cabeza.
No fue capaz de ponerse en pie durante varios minutos. Cuando miró sus manos y se tocó la cara notó que era igual que siempre, mantenía la identidad y la cara del fallecido Hitomi Kagewaki, el joven terrateniente al cual tiempo atrás había robado la apariencia e identidad, pero la debilidad humana en él era palpable, aún más que en aquellos días pasados en los que debía reconstruirse escondido entre las mazmorras de su castillo. ¿Se sentiría así de débil y enfermo el pobre muchacho al cual le había robado el rostro y sus tierras?
Cuando pudo recuperarse notó que Kagura estaba con él en las mismas condiciones: desnudos y solos en un nuevo mundo, como recién nacidos con cuerpos de adulto. Iguales que Adán y Eva.
Se echó a reír cuando pensó en la absurda comparación religiosa. Tantas religiones, tantas opciones; era como para volverse loco y salir a matarse los unos a los otros. Incluso la espiritualidad era de libre comercio, y la salvación, completamente gratis.
Por eso los humanos estaban tan locos, se dijo, observando a los juerguistas disfrazados caminar por la calle en dirección contraria, a los japoneses aprovechando la fecha para portarse un poco mal, algunos de ellos montados en motocicletas y haciendo piruetas intrépidas en medio del trafico para luego escapar de los guardias y la policía; a las lolitas caminando con sus zapatos de plataforma, las faldas y mangas abombadas y los pequeños sombreros purpuras y negros sobre sus pelucas rosas, todas con esas lentillas enormes que estaban tan de moda y que las hacían parecer muñecas que se le antojaban ridículas y de lo más asexuales.
Halloween, Noche de Brujas, Víspera de Todos los Santos. Años después comprendió que la fecha estaba relacionada con el fin de la cosecha y el final del verano en una cultura completamente ajena a la japonesa, pero todos los días del mundo son internacionales. Aún sin conocer siglos atrás el significado de las palabras de Irasue, pudo darse cuenta que esa noche especial en la cual volvía a ser él mismo, coincidía básicamente con el inicio del otoño y la temporada oscura.
¿Y qué se podía hacer en esa fecha más que, básicamente, unirse a la celebración? Últimamente hasta los Yakuza regalaban dulces a los niños.
La muy arpía nunca le decía en qué lugar verla. Él tenía que apañárselas, como si hubiera tan pocos bares y antros en el centro de Tokio.
Esta vez, en particular, estaba en un lugar más o menos decente. Burló la cadena y a los guardias de la entrada con una sola mirada; aquellos ojos rojos de víbora entrando al paraíso. Le abrieron la puerta de par en par, como debía ser, y fue recibido por una oleada de sonidos mezclados, tan estridentes como los olores nocturnos que inundaron sus fosas nasales. Luces neón volaban por cada rincón del oscuro sitio y en un par de ocasiones los láser le dieron directamente en los ojos rojos que, dada la noche, cualquiera pensaría que se trataban de lentillas. Oscuridad completa contra luces relampagueantes y alocadas, falsas y confusas. Un epiléptico, aquí, se muere, pensó.
El aroma del alcohol y el tabaco lo inundaba todo, y el sitio estaba a reventar de gente. Tuvo una sensación de satisfacción al aspirar los aromas del vicio. Era Halloween, Víspera de Todos los Santos, su noche favorita del año. La única que realmente le provocaban ganas de vivir desde hace quinientos años.
La gente bailaba frenética en la pista, en los rincones, a un lado de sus mesas. Algunos tenían cigarros en la boca, los estirados se abanicaban con asco el humo que les llegaba a la cara, y otros más bailaban, ya no sabía si con alguien o con la bebida que llevaban en la mano, porque hasta Naraku había notado que el país del sol naciente se estaba volviendo una nación de solterones y célibes.
Todos estaban disfrazados, incluyendo los meseros y el DJ, quien se había disfrazado, cómo no, de Jack Sparrow. Se topó de frente con una joven vestida de geisha zombie –últimamente los zombies parecían estar más de moda que nunca-, cuya pareja era un Freddy Krueger de los mejores caracterizados que había visto en muchos años.
Había gente disfrazada de toda clase de monstruos y personajes: vampiros, brujas, hechiceros, mujeres utilizando versiones atrevidas de toda clase de profesiones, enfermeras sexys, policías sexys y princesas de Disney, también en su versión más sensual, tanto que le daban ganas de dejar plantada a su cita.
Más zombies rebosantes de maquillaje y sangre falsa, ataviados con ropa hecha jirones, sorprendentemente ágiles en la pista de baile; Guasones, Mujeres Maravilla, un Batman y una Gatúbela. Al parecer el disfraz de Harley Quinn se había puesto muy de moda gracias a la película que se avecinaba y que él no tenía intención alguna de ver, y el disfraz de Catrina con sus colores y figuras extravagantes en el rostro le seguía de cerca en tendencia con el de la villana de DC Comics.
Soltó una risa desquiciada cuando se topó de frente con un grupo de extraños híbridos de maquillaje e intrincado vestuario de monstruos del folclore, ogros y demonios que siglos atrás había visto en persona, con los cuales se había aliado, peleado, que había asesinado y devorado. Pero estos lucían tan contentos…
No, las cosas ya no eran como en sus tiempos, y encontraba a los Millennials como la peor de las generaciones que había visto en medio milenio de vida.
Debería existir un disfraz inspirado en él, para variar, aunque cambió un poco de opinión cuando se vio forzado a empujar a una jovencita usando un elaborado disfraz de Reina de las Viudas Negras; se había maquillado arañas y telarañas en la cara, el cuello y el pecho. Se veía tan simpática y lo puso tan de buenas que casi se vio tentado, no sabía exactamente si a invitarle una copa o a enseñarle que en esta ocasión la Viuda Negra es devorada por el macho. Todo sea en pos de sus compañeros muertos por un revolcón y el noble deseo de asegurar el futuro de su especie.
No había discusión: mucho podían criticar el Halloween por desvirtuar su objetivo y origen principal en aras del consumismo despedido, sin embargo, más allá de todo eso, Halloween era una fiesta para freaks, o para sacar al freak que todos llevan dentro. O para volver a ser uno, en el mejor de los casos.
Mientras caminaba con cierta dificultad entre los agitados asistentes y sorteaba a los bailarines, pudo escuchar, aún por encima de la música, el estruendo de las vibraciones en las paredes, las risas, charlas y gritos de los juerguistas, el familiar latido de un corazón que conocía desde hace bastante tiempo, un corazón que llegó a conocer con tanta eficacia como el propio, un corazón que conocía como la palma de su mano y que había tenido en ella, pero habían pasado cinco siglos desde que lo tocara. Y aún conservaba su viejo aroma, solamente perceptible para él y los demonios que ya no caminaban desde hace décadas sobre la tierra. Podía olerla incluso en medio del aroma a sudor, a látex, alcohol y tabaco.
La sangre llama a la sangre, decían.
Estaba sentada en la barra, dándole la espalda a la tremenda fiesta que se llevaba a cabo tras ella, adoptando el típico papel de mujer que ignora los placeres mundanos, esperando paciente durante la noche algo más intenso e interesante a qué prestarle su valiosa atención.
Alcanzó a notar que llevaba el cabello de distinto color, pero su olor y corazón la delataban. Sabía perfectamente quién era, no importaba el cabello cuidadosamente enmarañado escapando bajo el ancha ala del sombrero de bruja forrado en telas purpuras y negras, y mientras se acercaba a ella caminando con aparente serenidad, una furiosa ansiedad le carcomía su propio corazón mientras más se acercaba, mientras más la observaba, sentada en aquella silla alta de formas exquisitas y elegantes, casi tanto como la del vestido ciñéndose a su cintura.
Y esperaba, caminando sereno, muerto de ansia como un idiota intentando sacar a bailar a la chica más guapa del bar, pero no era atracción ni deseo lo que sentía, sino una furia que le volcaba el estomago y que venía alimentándose de cuando en cuando, en cada noche de brujas de cada año. Ir a buscarla significaba siempre, tarde o temprano, el último de sus fracasos soportables.
—Un cosmopolitan para la dama y un vodka para mí —Recargó un brazo en la barra luego de hacer el pedido al cantinero y adoptó su mejor pose de galán de quinta, pasando entonces a observarla fijamente. Ya no recordaba desde cuándo habían adoptado ese juego tan ridículo.
Ella no se movió. Mantuvo la cabeza baja, la mirada oculta tras el ala del sombrero, enigmática como ella sola.
Cuando estuvo cerca notó que su cabello seguía igual de largo, pero tal y como notó pasos atrás, ya no era negro: se lo había teñido de un color entre gris y lavanda que, cuando le daba la luz del láser, lucía ligeramente plateado. El tono de la melena lo hacía desconocerla por unos instantes, incluso hasta preguntarse si acaso se había equivocado de mujer y estaba haciendo el ridículo de su vida.
Lo llevaba peinado de tal forma para parecer enmarañado y descuidado, y toda la maraña ocultaba su cuello, para luego ser develado rápidamente por un pronunciado escote que, al final, resultaba sutil bajo un collar largo del cual colgaba una enorme estrella gris de ocho puntas, con un ojo enorme, verde, en el centro del dije. Le recordó al enorme ojo rojo que lo observaba todo desde la armadura natural de puro hueso que se había formado en su cuerpo, luego de su metamorfosis en el Monte de las Ánimas.
La mujer bebió de golpe lo último que quedaba de su cerveza barata.
—No soy una dama —contestó sin mirarlo.
—¿Una puta?
La afrenta descarada y, por qué no, descarnada, le ganó una amenaza bajo las manos de la mujer. Su mano derecha se aproximó con rapidez al cuello de Naraku, pero no con la suficiente agilidad. Antes de siquiera poder tocarlo el hombre la tomó de la muñeca y sintió entre sus dedos escapar los largos retazos de tela purpura del disfraz.
—Oh, ¿te ofendí? —contestó al tiempo que la obligaba a bajar el brazo con fuerza. Kagura se quejó quedamente, sin atreverse a decirle que la lastimaba, y finalmente se atrevió a mirarlo—. ¿A qué podrías dedicarte, entonces, en estas circunstancias, en este mundo?
—No quieras pasarte de listo, Naraku —espetó con una sonrisa socarrona, dignándose a finalmente mirarlo—. Ni mucho menos intentes asustarme. Es patético que pretendas saber algo de mí, amenazarme e insultarme. Y más te vale que me sueltes.
Y es que, aunque siglos atrás hubiese tenido bajo su control a Kagura, ya no existía ninguna Kanna ni ninguna abeja espía para hablarle de los movimientos de la mujer. Sus suposiciones acerca de lo que hacía y dejaba de hacer, incluso de insinuar que no le quedaba otra opción para sobrevivir a la vida humana más que la prostitución, no eran más que intentos de medición para intentar ver más allá de la infranqueable privacidad e independencia que su esclava favorita había logrado construir con el paso de los años. Por ahora, al menos, había descubierto que no encontraría a Kagura bajo el mandato de algún proxeneta ni en ninguna esquina esperando clientes nocturnos.
—¿O qué? —masculló—. ¿Vendrá algún noviecito tuyo a patearme el culo?
Otra vez intentaba suponer. El misterio de si Kagura tenía pareja o no era también otra de las curiosidades que picaba en su mente durante el resto del año.
—Puedo patearte el culo yo misma. No le regalaría semejante honor a cualquier bastardo.
Se miraron con intensidad, rojo contra marrón. Marrón. Naraku entrecerró los suyos cuando lo notó, pero cuando estuvo a punto de preguntar aquella peculiaridad las bebidas fueron puestas frente a ellos y el hombre terminó por soltarla, olvidando al instante la duda. Tomó la bebida de ella con elegancia y se la extendió con un ademán galante y gentil.
—Se han pasado con la decoración este año —comentó observando los hielos del vodka de Naraku: tenían forma de ojos y, encima, emitían luces de colores. Eran de esos hielos modernos que relampagueaban con luz artificial y se agregaban a las bebidas.
—Y tú también —La observó de pies a cabeza sin una sola pizca de pudor—. ¿Qué rayos te has hecho en el cabello?
—Oh, ¿acaso no te gusta? —dijo con un tono de falso dolor—. El cabello gris y lavanda se puso de moda a inicios de este año. Estaba esperando… para teñirlo. No pensé que fueras a darte cuenta.
—Cómo no notarlo. Está horrible —espetó Naraku de mala gana—. Con el cabello así has dejado de parecerte a mí para parecer una de esas chicas de Instagram que le toman fotografías a su café y uñas.
—La idea, Naraku, era precisamente dejar de parecerme a ti. Y si me da la gana lo tiño también de amarillo fosforescente o me rapo.
Ignoró la afrenta y el insulto a su deseo de dejar de parecerse a él y decidió cambiar el tema.
—¿De qué te has vestido este año?
—¿No es obvio? —masculló haciendo un ademán con las manos para que la observase mejor, como si intentase retarlo—. Soy una bruja.
—Entonces no te has disfrazado —Se vio tentada a tirarle el trago encima, pero decidió no desperdiciar una sola gota de alcohol. Al parecer, lo más que podría aspirar esa noche era a embriagarse, y había pasado meses sin probar una sola gota de licor—. Pensé que las brujas eran verdes, con narices puntiagudas y verrugas en la cara. No suelen enseñar tanta pierna —agregó, pasando una mano indiscreta hacia las piernas de la mujer enfundadas en medias de red negra, descubiertas hasta la rodilla delante de la capa trasera del vestido que intentó levantar.
—¡Oye! —Se apresuró a golpearle la mano y él, quizá por el afán de llevar la fiesta en paz o dejar la muy posible pelea que se daría entre ellos, igual que en años anteriores, para más tarde, alejó rápidamente la mano intrusa. Él no insistió más y acercó una silla para sí.
—Imbécil —agregó luego de unos momentos. Naraku se encogió de hombros.
—Intenté buscarte en Facebook, Instagram, y todas esas porquerías de internet —confesó luego de dar un trago a su bebida. Kagura lo imitó y, al terminar, se relamió los labios, dibujando en ellos una sonrisa irónica y casi lastimera.
—¿Para darle like a mis fotos, cagarme los estados, acosarme por inbox e intentar hackear mi cuenta? No, gracias. Ya tuve suficiente de tu vigilancia hace bastantes siglos —contestó resuelta—. Sabes que no uso ni me gustan las redes sociales.
—¿Ves que no somos tan diferentes?
—La diferencia radica en que yo nunca he intentado buscarte. En cambio, tú a mí, sí.
—No me dejarás mentir —Dio otro trago—. Una mujer como tú debe mantenerse vigilada. Uno nunca sabe qué sorpresa puede estarle preparando. O qué traición.
—¿Sabes? Te imagino solo en el cuchitril donde seguramente vives, con una cerveza en una mano y una computadora en frente intentando teclear mi nombre en el buscador mientras piensas en no intentar parecerte a esos hikikomoris gordos llenos de acné. Y mi desinterés en no saber nada de ti radica en el hecho de que no eres en lo más mínimo un hombre sorprendente —contraatacó Kagura—. Eres predecible. Este año tampoco te has disfrazado.
Lo observó con el mismo descaro con el que lo había hecho él. Seguía con su cabello larguísimo y esa noche lo llevaba suelto, y siendo sinceros, lo prefería así que con el cabello blanco que adoptó luego en su transformación a demonio completo. También una capa roja de terciopelo y cuello muy alto ocultaba su espalda y nuca; usaba pantalones negros y un chaleco rojo forrado de encaje oscuro. Las mangas de la camisa eran de satén negro y en las muñecas se retorcían en jirones de tela muy similares a las propias mangas de su vestido de bruja.
Llevaba un dije de araña sobre el pecho que ceñía contra su cuerpo la capa, y no necesitó verle una vez más los cuernos rojos sobre la cabeza para saber qué personaje representaba, y de una manera bastante literal, o si acaso, más teatral.
—Soy el Diablo —corroboró Naraku como si no fuera obvio.
—Estás muy lejos de ser un vanguardista. Eres tan predecible… —Kagura dio un trago a su propia bebida—. Un humano convertido en demonio fingiendo ser un humano disfrazado de demonio.
—Podría decir lo mismo sobre ti —Intentó dar otro trago, pero se percató de que lo había terminado. Al instante pidió un segundo—. Eras la hechicera de los vientos, y ahora andas por ahí de bruja sacada de Disney. ¿Sabes que históricamente se ha asociado a las brujas como subordinadas y novias del Diablo? En el camino me topé con varias otras ingenuas disfrazadas de bruja; se podría armar un buen aquelarre.
—No esta noche —Zanjó el tema en rotundo y le hizo un ademán a cuando el segundo vodka llegó.
—Vaya… —El demonio alzó las cejas—. Hace tiempo que no te veía con ganas de pasar un Halloween tranquilo.
—Nunca, de hecho —aclaró, desviando la mirada aburrida—. Sólo quiero que esta puñetera noche en la cual debo aguantarte como cada año se pase rápido y cada uno pueda volver a su propia vida.
—Qué aburrida —se quejó en voz baja. Luego se llevó la bebida a la boca—. No negarás que la pasamos bien los últimos años.
—Hasta que pasarla bien se volvió aburrido.
—Todo era matanzas… —comenzó a decir Naraku, como si fuese un anciano rememorando los tiempos dorados de su juventud—, deshacernos de la escoria que haya tomado la mala decisión de jodernos durante el año; llenar el periódico y las noticias de encabezados de asesinatos, volver loca a la policía, acrecentar a los adolescentes satánicos, con sus gatitos y palomas sacrificadas; qué bonito. Inspirar películas de horror. Sexo, drogas y rock and roll.
—Dios, odio cuando empiezas a hablar así. Ya supera a AC/DC, por todos los cielos —masculló Kagura masajeándose las sienes.
—Al menos ten la decencia de respetar la caracterización —la reprendió Naraku haciendo un ademán a su vestuario. Ella no pudo evitar soltar una risa despreocupada ante la broma tonta y rodar los ojos.
—O intentar matarnos —agregó la mujer luego de unos instantes, con un tono sereno y extrañamente triste, como si extrañara aquellas Noches de Brujas en las cuales se reencontraban, en donde él la buscaba frenéticamente persiguiendo su aroma y el latido de su corazón, buscando matarla en venganza por abandonarlo y huir de él, y donde ella lo intentaba matar de vuelta en legítima defensa y su eterna búsqueda de libertad.
Noches enteras que se pasaban los dos arrojándose golpes, ataques, insultos, hiriéndose mutuamente, tan fuertes como antaño y tan inmortales como siempre, viendo siempre el amanecer llegar y la debilidad humana volver a ellos. Quedaban tan agotados y hartos uno del otro que terminaron por llegar a una extraña tregua que en sus tiempos de amo y esclava jamás pensaron pactar.
Cuando Kagura al poco tiempo se dio cuenta de que sufría el mismo castigo de Naraku, ser humana todo el año a excepción de la fecha que coincidía con el fin del verano, no tardó en liberarse de él de cualquier forma y huir.
Por desgracia, al siguiente año se dio cuenta de que con la restauración efímera de los poderes de ambos, su creador era capaz de rastrearla, y vengativo como sólo él podía ser, se dedicaba a perseguirla siempre durante esa noche.
Incluso se preguntó más de una vez cómo demonios Naraku podía ser tan necio, terco y vengativo, y cuando le preguntó en qué fechas había renacido como Naraku y este respondió, se dio cuenta de que, según el horóscopo y el calendario sobre el cual el mundo ahora se manejaba, había nacido regido bajo el signo de escorpio; justo una semana atrás había sido su más reciente cumpleaños. Luego ya no le sorprendió tanto el por qué era así, si le hacía caso al poder de los astros.
Al final se cansaron también de esa rutina que se repetía año con año y que no los llevaba a nada. Terminaron formando una tregua; a veces se unían para deshacerse de aquellos que los humillaron y jodieron durante el año; a veces, estaban tan aburridos que simplemente decidían salir a la calle a deshacerse de los ingenuos fiesteros que presagiaban la noche como un momento divertido y estrafalario que sólo ocurre una vez al año.
Kagura no podía deshacerse de él, siempre la buscaría, por lo menos para fastidiarla: a Naraku, y a ella, ya no les quedaba nada. La tregua también vino en parte para no sentirse tan solos en ese mundo de humanos donde ellos también lo eran, pero que como un par de ancianos no paraban de pensar en sus días de gloria, incapaces de adaptarse a las nuevas generaciones y a los cambios abruptos del mundo actual.
Eran humanos, pero seguían siendo tan inadaptados como antes y no terminaban de encajar en ningún sitio que no fuera uno con el otro. Tanto así que, en una ocasión, justo el año pasado, Naraku le había propuesto vivir juntos y dejarse de tonterías de perseguirse como perros y gatos con rabia, pero no tardaron los dos en darse cuenta de la estupidez tan grande y absurda que cometerían si hacían eso.
La propuesta venía de un arranque desesperado de legado, de una botella de sake vacía y varias líneas de cocaína que se habían metido en el cuerpo porque no tenían nada más que hacer. Sabían que ni cagando podrían vivir en paz juntos por más de dos días sin terminar matándose o atrayendo a las autoridades por violencia domestica.
—O follando —apuntó Naraku dando al instante un gran trago a su segunda bebida. Kagura rodó los ojos, entre avergonzada y furiosa.
—¿Puedes cerrar la puñetera boca? —Se pidió también otro cóctel—. No te creas el macho. Sólo pasó una vez, y eso porque los dos estábamos borrachos como cubas y drogados.
Naraku alzó una ceja. ¿En serio se iba a hacer la tonta tan descaradamente?
—Yo recuerdo que fueron unas… siete veces. Como siete son los pecados capitales.
Rodó los ojos al escuchar la segunda frase. Odiaba que Naraku se metiera en personaje.
—Pues imagínate lo nefastas que fueron si con mucho sacrificio me acuerdo de una de todas ellas.
—Sí, claro —respondió, tentado a recordarle los gemidos y grititos que había emitido, igual que una gatita dócil, mientras se la metía una y otra vez—. Lástima que ya no tenga mis tentáculos. Sería la mejor porno de todos los tiempos.
—Oh, sí —contestó de forma exagerada—. ¿Se me nota mucho que me muero ser follada por cada uno de mis agujeros por un montón de culebrones verdes saliendo de esa fea espalda tuya?
—Sí —Rodó los ojos nuevamente. No importaba que Naraku fuera un híbrido, demonio o lo qué carajos fuera, condenado que había vivido más de quinientos años, a veces era capaz de comportarse como un adolescente idiota. Últimamente con más ganas que antes, desde que había sido condenado a ser humano. Cada año que lo veía lo encontraba un poco más perfecto: un perfecto imbécil—. No eras virgen la primera vez que nos acostamos.
Kagura lo miró como diciendo ¿qué esperabas? Naraku hizo una desagradable mueca que decía muy claramente que mejor dejaran el tema por la paz antes de que le diera por sacarle los ojos.
¿Y qué podían decir a su favor? No mentía, ella lo sabía, pero ninguno de los dos gustaba hablar de sus intimidades más allá de los raros momentos en que la habían compartido.
Incluso después de quinientos años y varios acostones, a Kagura le seguía pareciendo increíble que realmente hubiese llegado a revolcarse con su antiguo amo. No es algo que ninguno de los dos hubiese planeado, más allá de intentar arrancarse los ojos con las uñas mutuamente o aliándose para matar a uno que otro bastardo que les hacía la vida imposible.
La vida de humano era dura y aburrida, sus mejores noches eran esas, las de Halloween, gracias a los Dioses del otro mundo que no encontraron mejor forma de joderles el resto de su existencia que castigándolos así. No podían quitarles sus orígenes demoniacos, pero tampoco los humanos, y fue una de las razones por las cuales Kagura también cargó con el castigo a pesar de no haber hecho nada (o al menos, no bajo las órdenes de Naraku).
Pero sus revolcones habían sido harina de otro costal. Ninguno de los dos era afecto a los medios de entretenimiento como los humanos; aborrecían la televisión y usaban el celular y el internet porque ya no se trataba de un lujo ni una opción, sino de una necesidad; a lo más bajo que habían caído: los dos debían trabajar para ganarse la vida.
Kagura sabía que Naraku, naturalmente, se había vuelto un mafioso, y era uno de los principales personajes de la mafia dominante en Tokio. Había empezado como matón: sabía utilizar una espada, producto de los conocimientos adquiridos en la antigüedad, no tenía consciencia ni sufría de remordimientos y se adaptaba rápidamente a todas las nuevas formas de asesinato que los humanos ideaban con tanta avidez. Rápidamente fue ganando respeto y admiración hasta estar a cargo del tráfico de drogas, armas, órganos y la trata de blancas en la mayoría de los puntos principales de la ciudad.
Ella siempre procuraba verlo en los bares y antros que no estaban a cargo de él, no fuera a ser que le diera por mandar secuestrarla y mantenerla cautiva el resto del año hasta que pudiese recuperar sus poderes y mandar al carajo a sus guardias, y ahora no podía ni debía darse el lujo de arriesgarse tanto como antes.
Por otro lado, era cuidadosa, ahora más que nunca; procuraba no llamar la atención, no tener redes sociales, no hacer amistad con nadie ni entablar relaciones muy profundas. Naraku no sabía nada de Kagura, y ya no había ninguna Kanna para que le mostrase a dónde iba o qué hacía, ni ningún Hakudōshi para que le leyera la mente para luego irle con el chisme a papá Naraku.
Lo que él sí sabía es que había dedicado largos periodos de tiempo a viajar, a conocer el país y las maravillas que en él aparecían conforme avanzaba el mundo. Tenía la vaga idea de que tenía los últimos años dedicándose a la actuación y baile teatral tradicional, pero nunca había logrado captarla en algún espectáculo, imposible reconocerla con tanto maquillaje y ropa encima, sobre un escenario y bordeada de luces y gente; además, Kagura procuraba usar un seudónimo. Si había que anunciarla o poner su nombre en la publicidad, siempre pedía que la llamasen Kazehime, que significaba princesa de los vientos, algo no tan difícil de identificar para quien conoce sus antecedentes tal y como Naraku lo hace, pero también sabía que él no era afecto a las artes.
Pero lo que había pasado entre ellos era otra cosa. Estuvieron ahí cuando aparecieron las drogas duras, la liberación, el feminismo, la revolución sexual y las muchas otras revoluciones de los humanos en pos de encontrar, al final, una felicidad que parecía inalcanzable para todos, incluidos Naraku y Kagura.
Usualmente terminaban encamados luego de pelear. En la primera vez, al igual que en la última, la del año pasado, un comentario inadecuado en el momento inoportuno, una mirada de reproche, una gesto desafiante, las recriminaciones del pasado, guardadas celosamente en el armario dentro de ellos iguales a las migajas del desayuno, listos para tirarlas en la cara del otro desvergonzadamente, podía desatar el infierno sobre la tierra.
No tardaban en pasar a las cachetadas, arrojar la bebida en la ropa del otro, el breve desconcierto en el rostro de uno o de otro para luego verse inmersos en la ira; golpes, más cachetadas, tampoco dudaban luego en sacar sus armas. Naraku se había vuelto aficionado a las armas de fuego, y siempre llevaba una pistola escondida en la cintura al igual que un cuchillo de caza. Kagura seguía fiel a su abanico. Se arrojaban ataques, vientos filosos y rápidos, balas atravesando piel y musculo, heridas que rápidamente sanaban y les permitían seguir luchando.
El clamor de las batallas más imbéciles e inútiles que habían llevado a cabo contra alguien igualmente inmortal y casi parejos en habilidad y destreza siempre resultaba en profunda frustración ante la idea de no poder matar al otro, en saberse ahora tan débiles y perdidos en la pseudohumanidad que llevaban viviendo ante la idea de no poder asesinar ni ser asesinados. Una verdadera desgracia para monstruos antaño mortíferos y temidos. No había nada más frustrante que ser incapaz de matar al otro o de ser asesinado. Casi era una pelea sucia, injusta, por demás inútil.
Pero entonces, en ocasiones, con los sentidos y la mente alteradas por las drogas, el descontrol vibrante y estupidizante que siempre proporcionaba el alcohol, el ardor de la pelea frustrada y la sangre que terminaba corriéndoles por los brazos, el abdomen y las piernas, los llevaba luego a los rasguños, a las mordidas, los empujones sugerentes, acorralarse uno a otro contra la pared.
El calor de sus cuerpos alimentados por la frustración y la ira les enviciaba el carácter y para cuando acordaban ya no había golpes, pistolas ni abanicos, solamente mordidas, rasguños, más empujones, después enredos de manos y piernas, jalones de cabello, un par de manos grandes tratando de asfixiarla mientras la veía llegar al clímax.
Cuando ella le rasguñaba la espalda o los brazos hasta hacerlo sangrar él la golpeaba, chocaba su mano contra su mejilla y la ahorcaba; por unos instantes lo miraba con odio, con el mismo odio de antes, ese que él tanto extrañaba, y la excitación en su mirada al verla como la demonio desafiante y airada de antes terminaba por excitarla a ella mucho antes de tener conocimiento de esos humanos que gustaban del sexo sadomasoquista, pero entre ellos no necesitaban látigos, códigos ni esposas, solamente su rencor y frustración, la añoranza desesperada y tergiversada de lo que antes habían sido y ahora no podían volver a ser.
Tampoco podían decir que fueran los peores Halloween de sus vidas.
"Vampiros que pretenden ser humanos y humanos que pretenden ser vampiros. Avant-garde"
Entrevista con el Vampiro
Bueno, aquí estoy con un fanfic que debí haber publicad desde octubre. Sólo hasta ahora me di el tiempo de ponerme la atención que necesitaba. El fic está terminado, es de tres capítulos de más o menos la misma extensión que este, y por ahora creo que no tengo nada que aclarar. Las cosas que suenan medio extrañas en el fic y las razones por las cuales suceden (el por qué Naraku y Kagura están vivos, lo del "juicio", por qué son humanos, etc) ahí está ya explicado.
Espero el fanfic les haya gustado, y espero también que quienes decidan seguirlo disfruten también los siguientes capítulos. Muchas gracias por darse el tiempo de leer.
[A favor de la Campaña "Con voz y voto", porque agregar a favoritos y no dejar un comentario, es como manosearme la teta y salir corriendo]
Me despido,
Agatha Romaniev.
