Free! no me pertenece. High Speed! tampoco.

Nunca pensé que los AUs podrían gustarme tanto. Pero aquí estoy, escribiendo uno. Espero que os guste.


PRÓLOGO

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Aquella tarde el mundo le parecía salido de un sueño.

Uno hecho de fragmentos de conversaciones ajenas que no entendía, de acciones cuyo motivo no lograba vislumbrar. Un día gris teñido de rojo por las hogueras que se habían encendido por toda la ciudad, el rumor de la muerte del Sultán corriendo de boca en boca durante horas, hasta que la Guardia de Palacio obligó a todos los ciudadanos de Al-Dimah a acudir a la plaza del mercado.

Haruka no sabía por qué era tan importante prestar atención al hombre que hablaba en la tarima que habían construido apresuradamente, pero sí era consciente de que marcharse antes de que el discurso terminase o interrumpir el acto se castigaba con la horca. Sin embargo, había al menos diez filas de adultos ante él, y un murmullo bajo pero insistente zumbaba a su alrededor, enroscándose en los talones de la gente.

Haruka se miró los pies, aburrido. Notó que las manos de su madre, apoyadas en sus hombros, se alejaban de él, y se giró mientras la mujer se agachaba para quedar a su altura y esbozaba una sonrisa.

—¿Te aburres? —Haruka asintió—. No te preocupes; no queda mucho. ¿Te acuerdas de la palabra?

Haruka entornó los ojos, algo ofendido, como cualquier niño cuando un adulto lo subestima.

—Sí —masculló entre dientes. Se apartó para evitar el beso que su madre quería depositar en su mejilla, demasiado ocupado mirando el suelo como para percatarse de la expresión de la mujer, que pasó de cariñosa a alarmada a aterrada en cuestión de segundos.

En cambio, sí oyó la explosión. Sí se tambaleó cuando el suelo tembló, aferrándose al brazo de su madre por instinto, un repentino nerviosismo tensando su espalda cuando la gente empezó a gritar.

Su madre tomó su rostro en sus manos, obligando al niño a mirarla. Pero algo no iba bien; Haruka lo leyó en las arrugas entre sus cejas, en la tensión de sus labios. No debería estar ocurriendo así.

Sin embargo, la voz de su madre era tranquila, a pesar de la gente que corría a su alrededor de un lado a otro, a pesar del pánico que se estaba alzando en su interior. Por el rabillo del ojo, Haruka vio a su padre agacharse también, aunque estaba demasiado asustado para distinguir su expresión.

—Haru, escúchame. Ve a la posada de tu abuela; escóndete allí hasta que todo se calme —el niño asintió, concentrándose en la voz de su madre—. Después… vuelve a casa. Usa la palabra.

—Intenta que no te vea mucha gente —agregó su padre—. Y si… Si algo no funciona, ve con los Tachibana. ¿Entendido?

Haruka despegó los labios para protestar; era la primera vez, desde que sus padres le hablaran de ese nuevo juego, que la familia de Makoto entraba en la conversación. Sin embargo, su madre lo empujó para que se alejara de ellos y no tuvo tiempo para nada más que agitar la mano antes de echar a correr, zigzagueando entre las piernas de los adultos aterrorizados para salir de la plaza del mercado.

Se detuvo en el primer callejón vacío que encontró, y se giró para echar un vistazo tras él. Muchos de los edificios que rodeaban la plaza estaban en llamas, y el humo empezaba a dificultar la visibilidad. Soldados y ciudadanos corrían de un lado a otro, chocándose y cambiando su dirección constantemente, como hormigas despistadas; algunos de ellos incluso tenían la osadía de desenvainar sus sables. El pensamiento hubiese arrancado una pequeña sonrisa a Haruka si no hubiera sabido que sus padres también estaban ahí. Un gemido escapó de su garganta cuando advirtió una figura que había caído al suelo, la punta de una espada asomando por su pecho.

Le bastó alzar la vista un poco para comprender que la plaza no era el único lugar sumido en el caos; las llamas lamían las casas de al menos tres calles más allá, y Haruka hubiese jurado que salía humo incluso del interior de las murallas del Palacio.

No es que eso importase. En ese momento, Haruka sólo tenía que concentrarse en seguir las instrucciones de sus padres.

La posada de su abuela no estaba muy lejos, pero si quería estar más seguro Haruka tendría que desviarse para evitar las calles que probablemente estarían más concurridas. Echó a correr de nuevo, esta vez decidido a no mirar atrás, sin prestar atención a los gritos que llenaban el aire, tratando de esquivar a la gente que estaba demasiado asustada para prestar atención a un niño que apenas superaba el metro de altura. En dos ocasiones recibió un empujón que lo mandó al suelo, y la segunda vez no se atrevió a levantarse, sino que reptó todo lo rápido que pudo hasta llegar al borde de la calle, temiendo que alguien lo pisara. Pegado al muro de una casa, avanzó hasta que logró meterse en una callejuela en la que sólo había dos perros que parecían no haber comido en varias décadas, y corrió entre ellos para entrar en un callejón sin salida cuyos únicos habitantes eran unas cuantas cajas apiladas.

En algún momento, sus propios latidos se habían encargado de silenciar el caos que reinaba en la ciudad; Haruka no escuchaba nada más que el compás de su corazón resonando en sus tímpanos.

Se apoyó en una pared, tratando de sosegar su respiración. Le temblaban las piernas, y sólo cuando se restregó el dorso de la mano en los labios se percató de que había logrado hacerse una herida de tanto mordérselos. Tomó todo el aire que pudo, su expresión tornándose disgusto al saborear el humo en la garganta, y decidió que podría descansar un poco antes de seguir; apenas le quedaban un par de calles para llegar a su destino.

—¡Eh! ¡Tú!

La mano de Haruka voló hasta la pequeña daga que guardaba en su cinturón, regalo de su padre, al escuchar la voz. Se giró hacia la derecha, ya alzando la mano con el arma, sólo para encontrar a un niño apuntándolo con una igual.

La diferencia entre el desconocido y él era tan acusada que casi dolía a la vista; pese a que Haruka calculó que tendría su edad y su ropa también estaba sucia, era evidente que la calidad de la tela no era, ni por asomo, la misma, por no hablar de la cantidad casi estrafalaria de collares y pulseras que adornaban su cuerpo. Además, el niño no lo miraba sólo con cautela; en sus ojos se leía esa superioridad que Haruka odiaba ver en la gente que vivía mejor que su familia. El pelo rojo se le pegaba a la cara por el sudor, habiendo perdido su brillo a causa quizá del humo.

—Tira eso —ordenó Haruka, clavando la mirada en la daga.

—No —el niño tensó los dedos alrededor de la empuñadura—. Tírala tú —Haruka no se molestó en responder; en su lugar, guardó la cara del desconocido en el lugar que su mente reservaba para la gente ingenua—. ¡Es una orden! —chilló.

—No puedes darme órdenes —replicó Haruka. Se pasó la lengua por los labios, saboreando su propia sangre. El escozor le recordó que aún tenía cosas que hacer; tenía que zanjar el asunto con ese niño cuanto antes—. ¿Qué quieres?

El desconocido dudó; bajó la daga unos centímetros y tomó aire varias veces, como si estuviese buscando las palabras adecuadas. Haruka podría haberlo desarmado de unas quince maneras diferentes, pero algo lo mantenía clavado en el suelo.

—Me he perdido —admitió a regañadientes—. Así que te ordeno que me digas la mejor forma de ir al Palacio.

Haruka se contuvo para no enarcar una ceja. Ese idiota ni siquiera podía sujetar correctamente la daga y se creía capaz de darle órdenes.

—No —respondió, pensando en la mejor forma de quitarle el arma.

—¿Cómo que no? —el niño parecía haber recibido una bofetada en lugar de una negativa. Haruka se encogió de hombros—. ¡Tienes que hacer lo que te digo!

Haruka entornó los ojos. Toda esa situación empezaba a irritarle demasiado.

—¿Y eso por qué?

—¡Porque soy tu príncipe! —había una nota de orgullo reprimido en la voz del niño, como si llevase un buen rato deseando decir esas palabras pero no encontrase el momento preciso para que sonaran casuales.

Haruka sólo se quedó paralizado por la sorpresa unos segundos. Luego se encogió de hombros de nuevo.

—Me voy —dijo, retrocediendo hasta la boca del callejón, sin dejar de mirar la daga de ese… príncipe. El dato lo había tranquilizado hasta límites insospechados; su padre siempre decía que nadie con dinero para contratar a algún guardaespaldas se preocuparía por aprender a utilizar un arma, y si había alguien rico en el desierto era la familia real.

—¡Contradecir al Sultán se condena con la horca!

Haruka meditó la cuestión unos instantes.

—Pero tú no eres sultán. Eres un príncipe perdido —razonó, dándose la vuelta para proseguir su camino.

Sucedió en un destello de rojo. Un instante, Haruka estaba levantando un pie para dar un paso, y al siguiente el cielo oscurecido por el humo estaba tapado por el rostro iracundo del príncipe. Las puntas de su cabello rojo hacían cosquillas a Haruka en las mejillas, y el niño notaba la hoja de la daga presionando su garganta.

Rin, recordó Haruka de repente. Príncipe Rin. Había oído a los adultos hablar de él en varias ocasiones.

—Dime cómo llegar —siseó Rin—, o… —el frío filo de la hoja se hundió unos milímetros en la piel de Haruka. No era suficiente para hacerle sangrar, pero sí para que sintiera dolor.

Haruka se preguntó cómo diablos le había arrebatado la daga de la mano, pero la impaciencia en los ojos del príncipe lo convenció para poner su mente a trabajar en busca de una respuesta que satisficiese al niño.

—Nunca he estado cerca del Palacio —admitió—. Sólo sé llegar a la plaza donde era el acto por el Sultán… tu padre…

Haruka no tuvo que llevarse la mano al cuello para comprender que la daga había roto su piel. Por primera vez, la mirada de Rin le dio miedo.

—No —masculló entre dientes— se te ocurra mencionarlo. Dime cómo llegar a la plaza.

Haruka no se daría cuenta hasta mucho después de que las instrucciones que le dio a Rin lo llevarían por las calles menos transitadas y, por tanto, más seguras. Las repitió dos veces y Rin las dijo en voz alta, demostrando más memoria de la que Haruka le hubiese atribuido apenas unos minutos antes.

En cuanto tuvo las instrucciones, el príncipe se levantó y salió corriendo del callejón, sin ni siquiera despedirse o dar las gracias. Haruka se incorporó, irritado, y sin preocuparse por comprobar la gravedad del corte de su garganta recogió su daga, que se había quedado a apenas unos metros de donde Rin lo había desarmado, y echó a correr rumbo a la posada de su abuela.

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Haruka debería haber sabido que algo estaba mal cuando escuchó voces en el interior de su casa.

Había hecho todo lo que sus padres le habían dicho: tras dejar que su abuela le limpiase la herida de la garganta y las magulladuras que se había hecho por el camino, se había sentado junto a una ventana del piso superior a esperar que la ciudad se calmase. No había salido hasta que su abuela lo había considerado seguro, y se había dirigido a su casa lo más rápidamente posible.

Sin embargo, cuando musitó la palabra que su madre le había hecho aprender, no fue ella quien abrió, sino un miembro de la Guardia de Palacio que lo agarró por un brazo antes de que Haruka pudiera siquiera reaccionar y lo metió dentro de la casa.

—Ya estamos todos, ¿eh?

Haruka nunca había visto su casa tan llena. Había al menos doce guardias, y sus padres estaban maniatados en un rincón junto con otras seis personas a las que el niño había visto varias veces. Ninguno de ellos estaba ileso, y Haruka corrió hacia su madre en cuanto el guardia lo soltó.

—Conmovedor —Haruka se giró hacia el guardia que había hablado, entrecerrando los ojos mientras se preguntaba si una patada en la espinilla le haría daño a través de la gruesa bota—. Ya tenemos a toda la familia de conspiradores.

—¡El niño no sabe nada! —Haruka se encogió ante el sonido. Nunca había oído gritar a su padre.

—Eso lo decidiremos nosotros —dijo el guardia que había metido a Haruka en la casa—. Estáis acusados de traición, del envenenamiento del Sultán Toraichi, que los Dioses lo acojan, y de atentado contra la vida del Príncipe Rin, la Princesa Gou y la Sultana Kaori, que los Dioses los protejan. Atad al niño; no podemos ejecutarlos hasta que confiesen.

Haruka no se resistió, y no fue porque comprendiera que no serviría para nada.

Atentado contra la vida del Príncipe Rin.

Sus padres habían intentado matar al niño marimandón que había desarmado a Haruka. A quien él había dado instrucciones precisas para regresar a la seguridad del Palacio sin correr muchos riesgos.

Haruka soñaría a menudo con el rostro ensangrentado de su madre, con los alaridos de su padre. Pero no era eso lo que lo atormentaba en ese momento.

Era la certeza, más fría y afilada que el filo de la daga de Rin, de que todo eso era su culpa.


Notas de la autora: Y hasta aquí el prólogo. La historia propiamente dicha se desarrolla unos cuantos (diez) años más tarde, pero esta pequeña presentación es necesaria para la trama.

En otro orden de cosas, pese a que me gusta llevar varios capítulos "de ventaja" cuando publico un longfic y tengo pensado actualizar una vez a la semana, puede que me retrase un poco. Sorry.

En fin, ¿qué os ha parecido?