Mi nombre es Haryon. Mi madre decía que me llamaba así pues tenía porte de
príncipe. Nací en Édoras. Hijo de Eoric y Lewen. Mi padre era un Thane
(capitán) del ejército de Rohan. Llevaba a su mando un eored o partida a
caballo de 120 hombres. Dicen que era un magnífico jinete, y que nadie en
todo el reino manejaba la espada como él. Mi madre cuidaba de la casa, y
de mí. Nunca llegué a tener un hermano. A mi madre le gustaban mucho las
flores, y me cantaba canciones de elfos por las noches para que me
durmiera. Tenía un jardín con flores preciosas, algunas muy extrañas. Una
vez me contó que las trajo hacía tiempo desde Lothlorien, pues estuvo allí
una temporada, tras un largo viaje que hizo, antes de conocer a mi padre.
Creo que por eso tengo un nombre élfico.
Mi padre me contaba antiguas historias del reino de Rohan. Las batallas que mantuvimos contra las tropas de Isengard y Mordor, contra dunledinos y hombres del este. Orgulloso decía que siempre triunfamos, aunque fuera a costa de mucha sangre rohirrim. Desde pequeño me enseñó a montar a caballo, como hacían todos los padres con sus hijos. Para mi pueblo es casi tan elemental como andar.
El día que cumplí 12 años, mi padre me regaló una espada. Se trataba de una espada ancha, como las que llevaba la caballería ligera. A partir de entonces, me daba clases todos los días en el manejo de la espada. Decía que para un rohirrim es importante saber defenderse, pues Rohan es una tierra peligrosa, entre Mordor, Isengard y Fangorn, y con los dunledinos pululando por ahí.
Cuando contaba con 13 años, mi madre enfermó de un mal desconocido. Le cogían fiebres muy altas y su piel se puso muy pálida. Ningún animista de Édoras sabía de qué se trataba ni cómo atajarla. Mi madre decía que los elfos sabrían curarle, que teníamos que ir a Lothlorien. Mi padre era reacio a ir. No confiaba demasiado en los elfos, y no le gustaban las historias que contaba mi madre. Además, el viaje era largo y peligroso, y no sabíamos si mi madre lo resistiría. Aun así, tuvo que aceptarlo, pues no había otra opción. Así que cogimos una carreta, dos caballos, víveres, mantas y todo lo que podíamos necesitar, situamos a mi madre y nos dirigimos hacia el noreste. Cruzamos el Entaguas, Estemnet y llegamos a la Llanura de Rohan. Es allí donde cambió mi vida para siempre. Tuvimos la mala suerte de coincidir con una patrulla de uruk-hai que se dirigían hacia el oeste. Cuando los vi, saqué mi espada y me dispuse a luchar, pero sin tiempo a reaccionar sentí un golpe muy fuerte en la parte posterior de la cabeza y perdí el conocimiento.
Cuando desperté no recordaba nada de lo ocurrido. Noté una fragancia semejante al jardín de mi madre. ¿Había sido todo una horrible pesadilla? Abrí los ojos, y vi como el sol atravesaba una cortina de hojas para llegar a mí. También de hojas era el colchón sobre el que estaba tendido. No me dolía nada. Ni siquiera la cabeza. Al poco tiempo empecé a escuchar unas voces que entonaban una melodía, y que se acercaban. Eran voces hermosas pero tristes. Recitaban en un idioma que no conocía. Aun así, varias veces creí escuchar el nombre de mi madre. Por una de las aperturas a través de las que entraba el sol aparecieron dos elfos. Realmente no supe si eran elfos o elfas, pues tenían el cabello largo y dorado, y vestían ricas túnicas blancas. Desprendían una luz semejante a la de las estrellas, y su mirada reconfortaba el alma. Era la primera vez que veía elfos, y quedé maravillado. Eran como mi madre me contaba en sus historias. Traían para mí una túnica semejante a la suya. Hasta entonces no me había dado cuenta de que estaba casi desnudo. Sólo llevaba una especie de calzón. Me vestí, y les seguí. Cuando llegué a la puerta descubrí que estaba en la copa de un enorme árbol. Casi me mareo. Había una escalinata que rodeaba el tronco. Daba sensación de seguridad aun siendo delicada en sus formas. Cuando estuve abajo me llevaron a una mesa de piedra, cubierta de un mantel de pétalos, donde había tanta comida como para un hafhere, aunque era muy extraña para lo que yo estaba acostumbrado. Los colores y las fragancias no eran muy normales. Con un poco de miedo empecé a comer. Al poco rato no hubiera parado ni aunque el mismo Oromë hubiera aparecido delante de mí. Cuando acabé, los dos elfos silvanos se sentaron a mi lado, y empezaron a hablarme en mi lengua. Me dijeron que estaba en Lothlorien. Me contaron porque estaba allí, y que había ocurrido en la llanura de Rohan. Ellos habían sentido el peligro que se cernía sobre mi madre, y vinieron en nuestra ayuda. Pero cuando llegaron encontraron a mis padres muertos, y a mí tumbado detrás de una enorme roca. Entonces empecé a recordar lo que había pasado hasta el golpe en la cabeza. Y en ese momento comprendí que había sido mi padre quien me había golpeado. Sabía que yo era valiente, y que hubiera querido estar a su lado luchando con los orcos. Por eso me dejó inconsciente y me escondió. Sabía que mi madre no hubiera durado mucho sin nosotros, pero tampoco pensaba abandonarla, así que se quedó a su lado espada en mano. Los elfos me dijeron que mi padre luchó con valentía, pues había muchos orcos muertos a su lado, y que ese era el recuerdo que debía tener de él.
Desde entonces odio a los orcos a muerte, y sólo su sangre sacia mi sed. Especialmente a los uruk-hai, cuya única presencia provoca en mí una ira cercana a la locura, que en ocasiones ni yo mismo puedo controlar. Prometí vivir para la venganza, y hacer de mi espada el verdugo que cumpliera la sentencia de mi alma.
Viví en Lothlorien durante algo más de cuatro años. Yo quise irme en el momento en el que los elfos me contaron lo de mis padres, pero no me lo permitieron. No había cumplido los 14 años, y no estaba preparado, ni para buscar venganza ni para volver a Edoras yo sólo. Me hice especialmente amigo de dos elfos de mi edad: Hravin y Oloste. Esta última era la criatura más bella que jamas había visto. Me llamaban Kuivea, que significa "el que despierta". Ellos me enseñaron a hablar en quenya, el idioma de los elfos. Durante ese tiempo crecí, repitiendo cada día los ejercicios de espada que hacía con mi padre, con la muerte como único pensamiento. Los silvanos me enseñaron el arte del tiro con arco. Decían que un buen arquero era mucho más eficaz que un buen espadachín. Me hice un buen arquero, pero yo seguía prefiriendo la espada, por ser un arma más propia de mi pueblo, y sobre todo por el recuerdo de mi padre. Todas las mañanas recogía flores como las que mi madre tenía en su jardín, recordando cuando ella me contaba historias de los elfos, y las lanzaba al río Nimroel. Miraba como se alejaban, buscando el Anduin, como mi alma buscaba la de mi madre.
Cuando cumplí los 18 años dejé Lothlorien. Ya era un adulto. Joven, pero adulto. Me había convertido en un joven alto y corpulento (1.90 y 92Kg). Tenía los rasgos típicos de mi pueblo. Pelo dorado, liso y largo. Ojos azules y facciones duras. Con barba corta (perilla), como mi padre.
Quería volver a Edoras, y entrar a formar parte del ejército rohirrim. Me gustaba la idea de formar parte de los jinetes arqueros. Habría pocos allí que tuvieran mi puntería. Los jinetes arqueros forman parte del entramado militar de los jinetes de Rohan. Pertenecen a la caballería ligera, sustituyendo la lanza por el arco. Son los encargados de lanzar el primer ataque en una batalla, mientras los lanceros de la caballería ligera protegen la tropa de posibles acercamientos enemigos. Tras esto, la caballería pesada, con lanzas mas largas y contundentes, y con caballos más grandes y fuertes, se lanza encima del enemigo. La caballería ligera (arqueros y lanceros), van detrás, pero esta vez con la espada en la mano. Al final, la caballería pesada tira la lanza y saca también la espada (más grande y pesada que la de la caballería ligera) , para rematar así al enemigo.
El día de mi partida, Hravin me hizo un regalo fabuloso. Se trataba de un arco largo. Era precioso. De un color entre azul y plateado, recubierto de múltiples dibujos dorados, en forma de delgadas hojas alargadas, que adornaban el arma de una punta hasta la otra. El centro del arco, de donde se coge para disparar, era completamente dorado. El carcaj era del mismo color y adornado de la misma manera. En él había 20 flechas, con plumas suaves y doradas. No había visto a Oloste en todo el día, y con pena me dispuse a marchar sin despedirme de ella. En el último momento apareció, con los ojos húmedos por las lágrimas, lo que la hacía si cabe más hermosa. Me entregó una estrella de siete puntas, fabricada en plata con una piedra morada en el centro. Me la colgó del cuello. Me dijo que era un símbolo de su pueblo. Que representaba la unión entre este mundo y el mundo de Faerie, y que con ella obtendría la protección de los Valar. Me despedí de ambos, y de los demás elfos que allí conocí y me puse en marcha, a pie, no sin pena, pero con decisión.
Recorrí el camino inverso que hiciera años atrás. Pasé por el lugar donde fuimos atacados. No muy lejos encontré el lugar donde estaban enterrados mis padres, ornamentado con hermosas flores de Lothlorien, que nunca se marchitaban. Velé las tumbas durante una noche durante la cual repetí mi promesa de vivir para la venganza. Al día siguiente reemprendí el camino. No tuve ningún problema, y al cabo de 20 días, llegué a Edoras.
Al llegar a mi casa, la encontré ocupada por una familia. Les expliqué mi historia, pero no querían abandonarla. Fui a ver al mariscal de zona, llamado Sarin. Era el mismo que estaba cuando vivía en Edoras con mi familia. Le dije quien era, Haryon, hijo de Eoric, uno de sus antiguos Thanes. Me dijo que nos habían dado por muertos a todos, después de desaparecer tanto tiempo. Que había otro thane que administraba la sub- marca a la que pertenecía mi familia, y que la casa donde yo había vivido pertenecía ahora al nuevo gobernador de zona. De todos modos, se veía en la obligación de conseguirme una casa, dadas las circunstancias, por lo que no debía preocuparme. Le conté toda mi historia, y le dije que quería pertenecer al ejército de Rohan, exagerando cuando le explicaba mis habilidades. Pero me dijo que era muy joven todavía, y que nadie podía entrar en el ejército hasta los 36 años. Por mucho que insistí, Sarin no cedió, así que, como no era capaz de esperar tanto tiempo, decidí no instalarme en Édoras, y buscar la justicia por mi cuenta.
Y así sigo ahora, con 28 años, errando por la Tierra Media, con el único objetivo de acabar con todos los orcos que se crucen en mi camino, en venganza por la muerte de mis padres, pero también por la sangre derramada por mi pueblo durante muchos años. Me embarco en aventuras encaminadas a descubrir tesoros, con el fin de poder conseguir armas más poderosas, armaduras más resistentes o algún caballo fuerte, noble y veloz. En mi deseo está aprender a dominar la mayor cantidad de armas posibles, para poder tener más recursos en mi cruzada. Rehuso la magia, pues no la domino, pero la respeto. En Lothlorien vi sus cualidades, maravillosas en ese lugar, pero sé que también pueden ser terribles, si el que la practica no está preparado o es alguien malvado. Mi sueño es llegar a ser Thane del ejército de Rohan, como mi padre, y tener un eored de 120 jinetes a mi cargo, para defender a mi pueblo y machacar a los orcos. Incluso podría llegar a ser mariscal de Edoras, como el legendario Eomer fue (antes de ser rey), y tener 6.000 hombres para combatir. Eso sí sería impresionante. Pero muy lejos estoy todavía de ello, así que por ahora me conformo con la sangre de aquellos trasgos insensatos que se cruzan en mis pasos.
Mi padre me contaba antiguas historias del reino de Rohan. Las batallas que mantuvimos contra las tropas de Isengard y Mordor, contra dunledinos y hombres del este. Orgulloso decía que siempre triunfamos, aunque fuera a costa de mucha sangre rohirrim. Desde pequeño me enseñó a montar a caballo, como hacían todos los padres con sus hijos. Para mi pueblo es casi tan elemental como andar.
El día que cumplí 12 años, mi padre me regaló una espada. Se trataba de una espada ancha, como las que llevaba la caballería ligera. A partir de entonces, me daba clases todos los días en el manejo de la espada. Decía que para un rohirrim es importante saber defenderse, pues Rohan es una tierra peligrosa, entre Mordor, Isengard y Fangorn, y con los dunledinos pululando por ahí.
Cuando contaba con 13 años, mi madre enfermó de un mal desconocido. Le cogían fiebres muy altas y su piel se puso muy pálida. Ningún animista de Édoras sabía de qué se trataba ni cómo atajarla. Mi madre decía que los elfos sabrían curarle, que teníamos que ir a Lothlorien. Mi padre era reacio a ir. No confiaba demasiado en los elfos, y no le gustaban las historias que contaba mi madre. Además, el viaje era largo y peligroso, y no sabíamos si mi madre lo resistiría. Aun así, tuvo que aceptarlo, pues no había otra opción. Así que cogimos una carreta, dos caballos, víveres, mantas y todo lo que podíamos necesitar, situamos a mi madre y nos dirigimos hacia el noreste. Cruzamos el Entaguas, Estemnet y llegamos a la Llanura de Rohan. Es allí donde cambió mi vida para siempre. Tuvimos la mala suerte de coincidir con una patrulla de uruk-hai que se dirigían hacia el oeste. Cuando los vi, saqué mi espada y me dispuse a luchar, pero sin tiempo a reaccionar sentí un golpe muy fuerte en la parte posterior de la cabeza y perdí el conocimiento.
Cuando desperté no recordaba nada de lo ocurrido. Noté una fragancia semejante al jardín de mi madre. ¿Había sido todo una horrible pesadilla? Abrí los ojos, y vi como el sol atravesaba una cortina de hojas para llegar a mí. También de hojas era el colchón sobre el que estaba tendido. No me dolía nada. Ni siquiera la cabeza. Al poco tiempo empecé a escuchar unas voces que entonaban una melodía, y que se acercaban. Eran voces hermosas pero tristes. Recitaban en un idioma que no conocía. Aun así, varias veces creí escuchar el nombre de mi madre. Por una de las aperturas a través de las que entraba el sol aparecieron dos elfos. Realmente no supe si eran elfos o elfas, pues tenían el cabello largo y dorado, y vestían ricas túnicas blancas. Desprendían una luz semejante a la de las estrellas, y su mirada reconfortaba el alma. Era la primera vez que veía elfos, y quedé maravillado. Eran como mi madre me contaba en sus historias. Traían para mí una túnica semejante a la suya. Hasta entonces no me había dado cuenta de que estaba casi desnudo. Sólo llevaba una especie de calzón. Me vestí, y les seguí. Cuando llegué a la puerta descubrí que estaba en la copa de un enorme árbol. Casi me mareo. Había una escalinata que rodeaba el tronco. Daba sensación de seguridad aun siendo delicada en sus formas. Cuando estuve abajo me llevaron a una mesa de piedra, cubierta de un mantel de pétalos, donde había tanta comida como para un hafhere, aunque era muy extraña para lo que yo estaba acostumbrado. Los colores y las fragancias no eran muy normales. Con un poco de miedo empecé a comer. Al poco rato no hubiera parado ni aunque el mismo Oromë hubiera aparecido delante de mí. Cuando acabé, los dos elfos silvanos se sentaron a mi lado, y empezaron a hablarme en mi lengua. Me dijeron que estaba en Lothlorien. Me contaron porque estaba allí, y que había ocurrido en la llanura de Rohan. Ellos habían sentido el peligro que se cernía sobre mi madre, y vinieron en nuestra ayuda. Pero cuando llegaron encontraron a mis padres muertos, y a mí tumbado detrás de una enorme roca. Entonces empecé a recordar lo que había pasado hasta el golpe en la cabeza. Y en ese momento comprendí que había sido mi padre quien me había golpeado. Sabía que yo era valiente, y que hubiera querido estar a su lado luchando con los orcos. Por eso me dejó inconsciente y me escondió. Sabía que mi madre no hubiera durado mucho sin nosotros, pero tampoco pensaba abandonarla, así que se quedó a su lado espada en mano. Los elfos me dijeron que mi padre luchó con valentía, pues había muchos orcos muertos a su lado, y que ese era el recuerdo que debía tener de él.
Desde entonces odio a los orcos a muerte, y sólo su sangre sacia mi sed. Especialmente a los uruk-hai, cuya única presencia provoca en mí una ira cercana a la locura, que en ocasiones ni yo mismo puedo controlar. Prometí vivir para la venganza, y hacer de mi espada el verdugo que cumpliera la sentencia de mi alma.
Viví en Lothlorien durante algo más de cuatro años. Yo quise irme en el momento en el que los elfos me contaron lo de mis padres, pero no me lo permitieron. No había cumplido los 14 años, y no estaba preparado, ni para buscar venganza ni para volver a Edoras yo sólo. Me hice especialmente amigo de dos elfos de mi edad: Hravin y Oloste. Esta última era la criatura más bella que jamas había visto. Me llamaban Kuivea, que significa "el que despierta". Ellos me enseñaron a hablar en quenya, el idioma de los elfos. Durante ese tiempo crecí, repitiendo cada día los ejercicios de espada que hacía con mi padre, con la muerte como único pensamiento. Los silvanos me enseñaron el arte del tiro con arco. Decían que un buen arquero era mucho más eficaz que un buen espadachín. Me hice un buen arquero, pero yo seguía prefiriendo la espada, por ser un arma más propia de mi pueblo, y sobre todo por el recuerdo de mi padre. Todas las mañanas recogía flores como las que mi madre tenía en su jardín, recordando cuando ella me contaba historias de los elfos, y las lanzaba al río Nimroel. Miraba como se alejaban, buscando el Anduin, como mi alma buscaba la de mi madre.
Cuando cumplí los 18 años dejé Lothlorien. Ya era un adulto. Joven, pero adulto. Me había convertido en un joven alto y corpulento (1.90 y 92Kg). Tenía los rasgos típicos de mi pueblo. Pelo dorado, liso y largo. Ojos azules y facciones duras. Con barba corta (perilla), como mi padre.
Quería volver a Edoras, y entrar a formar parte del ejército rohirrim. Me gustaba la idea de formar parte de los jinetes arqueros. Habría pocos allí que tuvieran mi puntería. Los jinetes arqueros forman parte del entramado militar de los jinetes de Rohan. Pertenecen a la caballería ligera, sustituyendo la lanza por el arco. Son los encargados de lanzar el primer ataque en una batalla, mientras los lanceros de la caballería ligera protegen la tropa de posibles acercamientos enemigos. Tras esto, la caballería pesada, con lanzas mas largas y contundentes, y con caballos más grandes y fuertes, se lanza encima del enemigo. La caballería ligera (arqueros y lanceros), van detrás, pero esta vez con la espada en la mano. Al final, la caballería pesada tira la lanza y saca también la espada (más grande y pesada que la de la caballería ligera) , para rematar así al enemigo.
El día de mi partida, Hravin me hizo un regalo fabuloso. Se trataba de un arco largo. Era precioso. De un color entre azul y plateado, recubierto de múltiples dibujos dorados, en forma de delgadas hojas alargadas, que adornaban el arma de una punta hasta la otra. El centro del arco, de donde se coge para disparar, era completamente dorado. El carcaj era del mismo color y adornado de la misma manera. En él había 20 flechas, con plumas suaves y doradas. No había visto a Oloste en todo el día, y con pena me dispuse a marchar sin despedirme de ella. En el último momento apareció, con los ojos húmedos por las lágrimas, lo que la hacía si cabe más hermosa. Me entregó una estrella de siete puntas, fabricada en plata con una piedra morada en el centro. Me la colgó del cuello. Me dijo que era un símbolo de su pueblo. Que representaba la unión entre este mundo y el mundo de Faerie, y que con ella obtendría la protección de los Valar. Me despedí de ambos, y de los demás elfos que allí conocí y me puse en marcha, a pie, no sin pena, pero con decisión.
Recorrí el camino inverso que hiciera años atrás. Pasé por el lugar donde fuimos atacados. No muy lejos encontré el lugar donde estaban enterrados mis padres, ornamentado con hermosas flores de Lothlorien, que nunca se marchitaban. Velé las tumbas durante una noche durante la cual repetí mi promesa de vivir para la venganza. Al día siguiente reemprendí el camino. No tuve ningún problema, y al cabo de 20 días, llegué a Edoras.
Al llegar a mi casa, la encontré ocupada por una familia. Les expliqué mi historia, pero no querían abandonarla. Fui a ver al mariscal de zona, llamado Sarin. Era el mismo que estaba cuando vivía en Edoras con mi familia. Le dije quien era, Haryon, hijo de Eoric, uno de sus antiguos Thanes. Me dijo que nos habían dado por muertos a todos, después de desaparecer tanto tiempo. Que había otro thane que administraba la sub- marca a la que pertenecía mi familia, y que la casa donde yo había vivido pertenecía ahora al nuevo gobernador de zona. De todos modos, se veía en la obligación de conseguirme una casa, dadas las circunstancias, por lo que no debía preocuparme. Le conté toda mi historia, y le dije que quería pertenecer al ejército de Rohan, exagerando cuando le explicaba mis habilidades. Pero me dijo que era muy joven todavía, y que nadie podía entrar en el ejército hasta los 36 años. Por mucho que insistí, Sarin no cedió, así que, como no era capaz de esperar tanto tiempo, decidí no instalarme en Édoras, y buscar la justicia por mi cuenta.
Y así sigo ahora, con 28 años, errando por la Tierra Media, con el único objetivo de acabar con todos los orcos que se crucen en mi camino, en venganza por la muerte de mis padres, pero también por la sangre derramada por mi pueblo durante muchos años. Me embarco en aventuras encaminadas a descubrir tesoros, con el fin de poder conseguir armas más poderosas, armaduras más resistentes o algún caballo fuerte, noble y veloz. En mi deseo está aprender a dominar la mayor cantidad de armas posibles, para poder tener más recursos en mi cruzada. Rehuso la magia, pues no la domino, pero la respeto. En Lothlorien vi sus cualidades, maravillosas en ese lugar, pero sé que también pueden ser terribles, si el que la practica no está preparado o es alguien malvado. Mi sueño es llegar a ser Thane del ejército de Rohan, como mi padre, y tener un eored de 120 jinetes a mi cargo, para defender a mi pueblo y machacar a los orcos. Incluso podría llegar a ser mariscal de Edoras, como el legendario Eomer fue (antes de ser rey), y tener 6.000 hombres para combatir. Eso sí sería impresionante. Pero muy lejos estoy todavía de ello, así que por ahora me conformo con la sangre de aquellos trasgos insensatos que se cruzan en mis pasos.
