Hola…!
Primero que todo me permito saludarles y a la vez disculparme por subir este capítulo de forma estrepitosa. Sé que no tengo justificación alguna, pero ustedes se merecen al menos un argumento, lo cierto es que no soy ágil con respecto a las herramientas tecnológicas y escribí el relato en el word de mi móvil sin verificar y arreglar los errores ortográficos, y lo que es peor, que el jodido autocorrector hace de las suyas y estropea aún más la narración.
Sin más por el momento y agradeciendo de antemano su comprensión, así como, sus comentarios y críticas venideras o el simple hecho de tomarse su tiempo para leer la historia. Me despido, deseando que la luz de todo lo divino siempre guíe su camino.
—Es una zorra. Se revuelca con cualquiera. —menciona Ino sin despegar sus ojos de su manicura. —Se baja los calzones al mejor postor.
—¡No la llames así! —sentencia Choji. ―Aunque de ella se rumoran cosas muy desagradables, Shikamaru. ¿Cómo le haces para que no te afecte?—acota.
Sólo suspiro y me trago las palabras. Cada que nos reunimos es la misma historia, pretenden que yo entre en razón y me aleje de ti de una vez por todas. —Ustedes no la conocen.
—¿Tan íntimamente como tu lo haces? —vuelve a pronunciarse mi rubia amiga.
—¡Ino! —le nombra su marido en regaño.
Presiono mis maxilares tan fuerte que temo haberme quebrado parte de mi dentadura.—¡Para con eso! —le advierto.
—No te permito que le hables con ese tono a mi mujer.—sentencia el de huesos grandes.
—Pues dile que se muerda la lengua antes de difamar a la mía.
—¿la tuya? ¡la de todos querrás decir! —escupe veneno nuevamente la ojiazul.
—Por el bien de nuestra amistad, ¡para!
—No es mi culpa que de te duela que te restrieguen la verdad en la cara. ¡ A ver si con ello abres los ojos de una buena vez!
Fue la gota que rebalsó el vaso. Me levanto de mi asiento, izando de mala gana el saco de mi traje que descansa en el respaldo de la silla. —Ya he soportado lo suficiente de ustedes dos. Me he callado para no hacer un conflicto que puede dañar nuestra amistad. Les agradezco sus consejos, pero necesito de su apoyo, no de señalamientos sin argumento.
—No te vayas cabreado, Shikamaru. ¡Anda! toma asiento. Yo invito a la siguiente ronda mientras conversamos. —solicita Akimichi en tono pacificador.
—Sólo queremos tu bienestar. —dice Ino a mis espaldas.
Detengo mis pasos y giro a verlos. —¡La amo! ¿comprenden?
Sin más, retomo el camino de salida.
Subo a mi coche aventando con furia la puerta y dando un fuerte golpe al manubrio. —No puedo ir por la vida golpeando a quién se atreva a difamarte. Sería insensato de mi parte pretender omitir tu pasado. Mi pasado. El nuestro.
Duele saber que posiblemente mis allegados tengan razón. —No paso de ser un juguete para ti. Luchar contra las sombras del ayer resulta una contienda desgastante y sin equidad.
El inequívoco sonido personalizado estropea mi introspección. Por segundos me quedo viendo la pantalla de mi móvil.—Una carátula vacía donde yace la leyenda de tu alias. No me puedo dar el lujo de exponer una foto tuya porque algún curioso podría verla y se formaría un completo revolú.—Como es usual, tú ganas. Deslizo mi índice en el táctil para leer la notificación .
—Te espero en el lugar de siempre a las 5:00pm. —Reza el mensaje de texto.
Seco. Sin rodeos ni preámbulos. Nada que me permita divagar entre el sueño y la realidad. Sólo eso… nada.
—¡Se acabó, mujer! —dígito en respuesta. Me armo de valor y presiono "enviar"para instantes más tarde, elegir la opción eliminar mensaje.
Me regaño a mi mismo, doy un par de manotazos más a la manivela. Estoy harto. Cansado de esta relación sin sentido. Un romance fallido donde el único perjudicado será yo. Un estira y encoge. No negaré que al principio fue estimulante hacerle de gigoló, sin embargo, tres años después parecen una eternidad. Pasé del absoluto deseo, la idolatría sexual que despiertas en cada hombre que ha compartido lecho contigo. De lo bien que se siente ser usado por una mujer para su propósito egoísta de satisfacer sus urgencias primitivas, al afecto más puro e incondicional que puede existir entre humanos. El amor.
Te quiero sin medidas.
Te acepto gruñona.
Te añoro con vehemencia.
Te amo con locura adolescente.
¿Qué más quieres de mí, mujer?
Qué escale el puto Everest y grite desde lo más alto del mismo todo lo que siento por ti.
Que me tatue tu nombre o me marqué con hierro que soy de tu propiedad.—¿Qué esperas de mí?... ¡¿Qué?!
Me desespero. Me debato entre ir a tu encuentro para fungir de estropajo una vez más o por fin ingerir una cápsula de dignidad y dar por acabado lo que nunca ha iniciado. Pueda que sea el karma la que actúe en mi contra. —Estaba en una relación estable cuando todo empezó, mientras que tú te divertías con cualquier amante en turno.—El dolor reflejado en su mirada cuando di todo por terminado lo estoy pagando. Ahora soy quien llora por un amor no correspondido. —Jamás olvidaré el rostro destruido de aquella rubia aunado a sus ojos anegados en lágrimas.
De nuevo el sonido de mi móvil me saca de mis cavilaciones. Un simple signo de interrogación es lo que te atreves a estampar. Se traduce a ultimatum.—¡Voy enseguida!—respondo.
Tomo el volante, enciendo el coche y acelero. Cruzo los dedos para que la vía no esté congestionada y poder llegar a tiempo.
¡Poco hombre! —me grita la conciencia y no puedo objetar, pero ¿cómo hacerlo cuando esto va más allá de la razón?—Sucumbo ante el deseo. Ante el hecho de sentir la mínima esperanza de que me ames. Un vez más. Sucumbo ante ti.
En tiempo record cruzo la ciudad. Pongo la direccional hacia aquel recóndito lugar tan visitado para la clandestinidad. Parqueo en el sector más alejado, aseguro el auto, camino por el pabellón hasta dar con la recepción—¡Habitación 89, por favor!—le digo al discreto recepcionista. Él con su habitual caballerosidad asiente dándome la llave, pero antes de tomar el ascensor me animo a preguntar—: ¿Ella ya llegó?
—¡No señor! La dama no ha ingresado todavía.
—¡Gracias!—contesto y corro a detener el elevador.
Una vez en la comodidad de las acogedoras paredes que han sido testigo del desenfreno que despiertas en este pobre hombre. Me doy el privilegio de desprender de la sofocante corbata, la gabardina y mi saco ejecutivo. Por tercera ocasión y en un lapso de treinta minutos la bandeja de entrada de mi celular me avisa de un mensaje a tu nombre.
—¡Tráfico horrible! Estoy en treinta.
—No te preocupes. Conducir no es lo tuyo así que ve con cuidado.—tecleo rápidamente.
—¡Idiota! ¿Estás ahí?
—Sí.
—¡Genial! Nos vemos luego.
Tiro el móvil al sillón. Quito la goma para librarme de la coleta y de paso aligerar mi mente que gira y gira como carrusel. Decido ir al minibar a servirme un escocés doble y a las rocas. Me siento en el borde de la enorme cama, enciendo el televisor busco el canal que programa Jeopardy. Se me da bien eso de quebrarme la cabeza adivinando la palabra correcta, aparte que es un excelente medio de dispersión y no concentrar mi mente en la menuda mujer que ha puesto mi mundo patas arriba.
En menos de diez minutos me encontraba más aburrido que una ostra. Me desprendo algunos botones de mi camisa al igual que mi cinturón. —¡Tomaré una ducha!—decido.
El vaho se lleva las impurezas de mi cuerpo y mi alma. Aclaro el champú y restriego la pastilla de jabón por toda mi anatomía. Una horda de negatividad vuelve atacar mi espíritu. —¡Déjala! —insiste en persuadirme. Salgo del tocador con una toalla enrollada a mi cadera y secándome el cabello.
—¿Qué te costaba esperar? Pudimos ducharnos juntos, así ahorramos agua y nos enjabonamos mutuamente. —menciona aquella despampanante mujer que doblega mi rodillas. Estaba sentada en el pequeño lobby de la habitación, de pierna cruzada, calzado en tacón de aguja, ligueros en negro translúcido, gabardina en tono marfil. — Chardonnay cosecha del 45.—interrumpe mientras tintinea el cristal entre sus manos junto con la botella de vino tinto.
Sonrío dolorosamente. Me duele amarla. Me duele ser utilizado, y lo que es peor, caer una y otra y vez. Me acerco para plantarle un beso.—¿Cómo estuvo tu día? ―interrogo.
—Ajetreado. —musita.
—¡Dame un minuto! —le digo sosteniendo la copa del seco elixir y caminando hacia la puerta. Abro el exquisito trozo de madera cenizaro. Coloco el aviso de "ocupado"en el cerrojo.
— ¡Lo olvidé! —justifica.
—¡Siempre lo haces! —replico dando doble paso al llavín para que nadie venga a estropear la velada.
Se rumora tantas cosas sobre ti que no sé si creerlas. De lo que estoy absolutamente consciente es que saldré herido, pero ¿valdrá la pena luchar por un imposible?—toda duda muere en cuanto te pones de pie y deslizas las tiras que sostienen tu largo abrigo que deja en evidencia tu semi desnudez, ya que solo traes puesto un sexy conjunto de lencería en negro tentación con transparencias en las partes debidas junto a los ligeros que sabes a conciencia, me hacen perder la cordura.
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Gemidos escapan de tu boca. Roncos suspiros lo hacen de la mía. Mi privilegiada posición me permite observar cada detalle de tu figura. Cabalgas sobre mí como guerrera amazona. Ondulas tus caderas, el sudor resbala en medio de tus pechos hasta desaparecer en el hoyo de tu ombligo. Tus senos rebotan de arriba a abajo en absoluta sincronía. Es tal tu frenesí que aceleras el ritmo para por fin hallar consuelo bajo el manto del orgasmo.
Curvas tu columna, llevas tus manos a mis piernas para apoyarte en ellas y encontrar un mejor balance. Tiras tu cabeza hacia atrás, —estás por llegar y de paso me arrastras contigo al paraíso.— emulo tu movimiento, elevo mi mirada a las baldosas del techo en donde pende un enorme espejo, el cual refleja la erótica imagen de dos cuerpos desnudos y absortos por la pasión. Nuestros jadeos se vuelven más auditivos, el respaldar de la cama golpea contra la pared mientras que yo me encuentro arrestado a las barras de hierro del mismo.
Soy incapaz de mover mis extremidades, estoy vedado de tocarte. Siempre es lo mismo. Tu mandas. Yo obedezco.
Un jadeo se escapa de mis cuerdas vocales. La opresión que ejerce tu femineidad alrededor de mi eje me catapulta al enajenamiento. La lujuria natural que emanas me induce al pecado y por ese ínfimo instante donde no importa el tiempo y el espacio, ese corto lapso de felicidad, puedo soñar con ser algo más que el suplidor de tu placer.
Tus colinas resaltan agitadas por cada respiración que tomas. Tu cuerpo cristalizado e inmaculado. Tu cabello pegajoso y la satisfactoria sonrisa que colocas en tu boca por el deber cumplido te hacen parecer una ninfa de epopeya griega. Te enderezas y despojas mi miembro del reconfortante abrigo que brinda tu intimidad. Te posiciones de lado y a mi costado. Al menos te recuestas a mi pecho después de lamer una de mis tetillas, —al principio ese acto tan banal era una misión imposible de pedirte. —me estrujas con tu delgado brazo ofreciendo calor.
—¿No piensas quitarme las esposas?
—¡No por el momento!
—¡Vamos mujer! Ya la circulación sanguínea no llega a mis brazos.
—¡No seas melindroso!—musitas en mofa y eclipsandome con la mirada.
Cinco agonizantes minutos y cien súplicas después te apiadas de mí y sueltas mis muñecas de su opresión. Están decoradas por un semicírculo carmín y duelen al tacto mientras colocas el instrumento de acero sobre la celadora y te levantas dejando un vacío a mi diestra y tu desnudez a la intemperie. Me apresuro a desprenderme el preservativo cargado de mi esencia y lo anudo para que no se escape fluido alguno. —Trae inmediatamente ese pálido y prieto culo acá.—exigo aunque sé perfectamente que es un amago fallido de demostrar hombría ante ti.
—¡Quejica! —te burlas.
—Con qué quejica, ¿eh?—De un salto salgo de la cama y comienzo a perseguirte por toda la habitación. Tus escandalosas risotadas retumban por el rededor, las mías son más apagadas menos traviesas. Arrojas los almohadones para evitar que te capture, pasas por encima del colchón y yo sigo tu trayecto como hiena en cacería, el traqueo de las tablas me crispan mientras corro detrás de ti. —¿Será que he quebrado la cama y me tocará pagar multa?—en una curva mal lograda te atrapo. Mi cuerpo encierra el tuyo que es tan menudo y pequeño. Te retuerces para intentar zafarte. Hago cosquillas sobre tu abdomen y no paras de carcajearte. Y ese simple gesto produce una algarabía en mi pecho.
Te abrazas a mi como niña pequeña. Acaricias mi espalda con tus largas uñas tinturadas en rojo, ¿cómo fue que lo llamaste una vez?, ¡Sangre de toro! ya lo recuerdo. Aún no me explico cómo alguien tan frágil con escasos metro cincuenta y seis de estatura puede doblegar a un gigante que traspasa el metro ochenta. Te levantas de puntillas del piso, me agacho para alcanzar tu cara y unirnos en un beso necesitado.
Pero como el pecado acarrea consigo su penitencia. Tu móvil repiquetea sobre la mesa. Te separas para ir tras su búsqueda. Izas el pequeño artefacto cuyo logo es una manzana mordida, no sin antes gesticular una mueca de disgusto y pones tus ojos en blanco en señal de fastidio.—¿Qué quieres?—contestas carente de entusiasmo y directo al grano. Chocas tu mirada con la mía y de inmediato giras para que no note alguna emoción de tu parte. Dejas en evidencia el intrincado tribal entintado que llevas perpetuo en la piel que cubre tu costilla izquierda —bobería típica de una adolescente rebelde—te atreviste una vez a confesarme. El mismo dibujo que años más tarde modificaste para añadirle el nombre del único individuo capaz de hacerte subir a la luna y te regreses.
El corazón me palpita desenfrenado. La sangre corre desmesurada por mis venas y la ira se anida en mi ser. Es hora de aterrizar a la realidad y volver a nuestras vidas mundanas. Te escucho murmurar por lo bajo. No quieres que logre escuchar lo que hablas con el interpelado. Caminas por todo el sitio, recogiendo tus pertenencias sin despegar tu oído de la llamada.
Me quedo quieto. Solo viendote hacer sin decir nada. —¿Para qué?—, si conozco las respuesta. Sostienes tu delicada y fina ropa interior, me haces una señal para que continúe en el mutismo y te encierras en el tocador. Camino hasta topar con mi pantalón, indago entre sus bolsillos hasta dar con el paquete de cigarrillos y mi mechero. Enciendo el delgado filtro e inhalo una generosa cantidad de nicotina.
Me arrecuesto sobre el colchón y cruzo mis brazos detrás de mi cabeza para apoyarla. Me aventuro a pensar en un futuro distinto a tu lado. Donde no debemos escondernos ni simular ante la sociedad. Me permito desvariar con que acumulo el valor suficiente para dejarte ir y darme la oportunidad de ser feliz con una persona que sí me ame, en una relación donde exista la reciprocidad, luego recuerdo que estoy atado a ti por propia voluntad, nunca has delimitado mis derechos, tampoco me has impedido ver a alguien más.
El chirrido de la puerta me avisa que has salido. Mueves tus pies con sigilo y sigues en línea discutiendo con aquel sujeto que no necesito nombrar para que el simple pensamiento de su produzca que mi bilis se altere. Te has colocado la ropa en un santiamén, buscas tus zapatillas debajo de la cama, te los colocas, caminas cerca de donde me encuentro, arrebatas el cigarrillo de mi boca por robar una bocanada y me lo devuelves. Ahora te diriges al espejo del recibidor, con gran agilidad sostienes el celular entre tu oreja y el hombro mientras te enrollas tu cabello con ambas manos hasta formar una alta coleta. Sacas de tu bolso, un bolso más pequeño donde cargas tus cosméticos.
Con apremio y cuidado polveas tus mejillas, delineas tus ojos, encrespas tus pestañas y coloreas tus labios. Asientes ante el espejo en aprobación de lo bien que luces. —¡Dame un segundo!— solicitas al anónimo.
Caminas hacia mí, tapando el auricular, mueves tu boca para gesticular un ¡nos vemos pronto!, cierras un ojo; sonrió para disimular que lo mucho que fastidia tu partida, cubres tu cuerpo con la gabardina, sostienes el bolso en tu antebrazo, tomas el pomo de la puerta y sales de la misma sin inmutarte. Cierras tras de ti sin siquiera ladear a verme.
Me mantengo laxo sobre las sábanas. Acompañado de mis frustraciones y mi falta de juicio. Con el orgullo herido y la lamentable desdicha que ha sido enamorarme de quién no debía.
