Boeringa, Muro María, Año 856.–
Cuando Jean Kirstein ingresó a la Policía Militar, lo menos que pensó era que algn día sería enviado lejos de las comodidades del Muro Sina y trasladado a la zona rural del Muro María. ¡No se había esforzado durante tres años de formación militar para acabar en un pueblo perdido a la base de las montañas, donde la ciudad amurallada más cercana era Shinganshina y quedaba al menos a un día de viaje! Eso, si las condiciones climáticas eran propicias. Porque, en cuanto llegaran las primeras nevazones, Boeringa quedaría aislada durante tres a cuatro meses. O eso le había informado su superior al momento que se le informó su traslado.
Tienes materia de líder, Kirstein. Lo harás bien.
Sí, claro. Como si el sargento Jean Kirstein fuera un pobre ingenuo. Sabía que su traslado era una especie de castigo por meter sus narices donde no le correspondía. Nunca debió escuchar a su compañero de escuadrón, Marlo Freundeberg, cuando le habló de las actividades ilegales en las que se encontraban involucrados otros miembros de la Policía Militar. Al menos la sacó más barata que Marlo, Dios lo protegiera de los titanes a los que lo habían arrojado. No literalmente, pero había sido trasladado a la Legión de Reconocimiento. Nadie merecía acabar allí, donde el destino sería morir en las fauces de algún titán.
Aunque, a veces, creía que aquello no hubiese sido tan malo.
–Sargento Kirstein, tenemos un conflicto.
Jean sacó la vista de un par de aburridos informes, para ver a su subordinado, Tomasin Benson, cuadrarse como si estuviera en una formación oficial. Benson era un hombre de campo, uno como los que podían verse por toda la zona de Boeringa. Oriundo de algún lugar del Muro María, su pensamiento era lento y sus reacciones aún más. Pero era buena gente. A veces se preguntaba cómo estuvo dentro de los diez primeros de su generación para obtener un lugar en la Policía Militar.
–¿Qué pasó ahora? –bufó Jean saliendo de la oficina y siendo seguido rápidamente por Benson.
Al llegar a la zona de recepción del cuartel vio a dos hombres discutiendo siendo contenidos por un par de suboficiales antes que trataran de matarse mutuamente. Jean se detuvo a observar la escena un instante y tratar de adivinar qué situación atraía a ese par de pueblerinos a amenazar con su paz.
–Su cerdo se pasó a mi terreno y se comió mis frutillas –acusó uno de los hombres.
–Eso pasa porque no reparaste la cerca, era tu responsabilidad –respondió el otro.
–¡Y la tuya darme la mitad de los materiales para hacerlo!
Jean le dirigió una mirada de reojo a Benson. ¿Cómo era posible que estos suboficiales no pudiesen resolver el problema por sí mismos? ¡Se supone que eran la elite de la milicia de los Muros! Era, simplemente, una vergüenza… un deshonor. ¡Que se lo llevaran los titanes parecía un sueño dorado en ese momento! Cuando salió del hogar paterno jurando no regresar jamás a ese agujero, no pensó que su malagradecimiento lo sepultara de aquella manera.
Él era un joven citadino, de Trost, ciudad amurallada al sur del Muro Rose. Si bien, en ese entonces, Trost le parecía un nido de ratas, volver al hogar paterno ahora parecía una excelente idea.
–A ver, a ver –interrumpió la discusión que cobraba calor –¿De quién es la cerca?
Los hombres se miraron entre ellos.
–De ambos, sargento.
–Entonces ambos van a ir inmediatamente a talar un árbol y repararla. Me importa un carajo quién le deba qué cosa al otro –dijo displicente –La semana pasada fue el perro que se comió a la gallina ponedora. Hace un mes que los pollos le comieron las semillas. ¡Me tienen harto! Si no arreglan la bendita cerca, me traeré al cerdo y me lo comeré para la fiesta de los Muros. ¿Queda claro?
Ambos hombres miraron al joven sargento creyendo que bromeaba, pero no era así. No podía tener una resolución tan fácil para esta situación tan compleja. Pero si no arreglaban la cerca, Kirstein se comería al cerdo.
–¿Queda claro? –insistió el sargento y ambos hombres asintieron –¡Vayan, pues! ¿O esperan que les caiga a escopetazos?
Los campesinos salieron pitando fuera del cuartel, mientras los suboficiales miraban con admiración a su nuevo jefe. Sí, el joven sargento, Jean Kirstein, quien acababa de cumplir sus 21 años, solo llevaba un par de meses en Boeringa y se había ganado el respeto de sus subordinados. Ninguno de ellos hubiese sabido cómo romper con aquella discusión de tan fantástica manera. Simple y justa. Sin duda era un hombre inteligente… o eso creían ellos. La verdad era que Jean era un joven inteligente, no en vano fue el sexto de su generación. Pero lo que volvía admirable al sargento a vista de sus suboficiales, era su incapacidad para guardarse lo que pensaba… y como saliese de su boca, sin sutileza.
Nunca había reinado la paz en Boeringa como en ese par de meses. Pocos disturbios, menos borrachos, menos robos. Todo porque Kirstein amenazaba con tomar un par de determinaciones poco ortodoxas que sus subordinados consideraban fantásticas, y los pobladores, absolutamente inaceptables. ¿Cómo iba a comerse el cerdo él solo?
–¿De verdad no podían con esto solos? –preguntó a los suboficiales una vez que Pierrot y Moller, los tipos en conflicto, se retiraron –Cuando estaba en la ciudad tenía grandes responsabilidades, mi carrera iba en ascenso. Seguro sería nombrado capitán más temprano que tarde. ¡Seguro antes de mis veinticinco años! ¿Y ahora veo problemas por un cerdo y unas malditas frutillas?
–Somos muy afortunados de tenerlo con nosotros, Señor –dijo Hasse.
–¡Qué capacidad de liderazgo! –exclamó Maurant.
–Espero poder ser alguna vez tan justo como usted, Señor –comentó Benson.
Jean apretó los dientes con molestia. ¿De dónde habían salido esos malditos pueblerinos? ¡Y se hacen llamar Policía Militar! Se dio media vuelta y regresó a su oficina, no sin antes anunciar que saldría a la letrina y que nadie le fuera a tocar la puerta. ¡Letrinas, maldita sea! En el cuartel del muro Sina había alcantarillado y acá le tocaba cagar sentado en un par de palos. ¡Debió dejar que esos tipos mafiosos de la capital siguieran en lo suyo y no meterse!
Pero, así no funcionaba él. Ante todo era un joven justo y honesto.
Bien pudo irse por una siesta cuando acabó en las letrinas, algo que alejara su mente del maldito agujero en el que ahora se encontraba, pero decidió regresar a la oficina. Quizás, si hacía un buen trabajo, aquello le permitiese terminar antes del invierno con su actual situación. Tal vez, una buena gestión le ganaría un regreso al Muro Sina… o al menos a alguna ciudad amurallada. ¡Hasta Shinganshina estaría mejor, aun cuando los titanes le olfatearan la nuca de cuando en vez.
–Sargento Kirstein.
–Benson –respondió poniendo atención en el soldado, quien finalmente rompió la formación.
–Hay una mujer afuera que necesita ubicar a alguien del ejército.
El sargento enarcó una ceja y apoyó la espalda en el respaldo.
–¿Y qué tengo yo que ver en algo así? –preguntó con molestia –¿Acaso tengo un cartel en la puerta que dice "informaciones"?
–No, señor –recalcó Benson con convencimiento –Pero…
–¿Dice "informaciones", Benson? –insistió Kirstein –No. A no ser que lo hayan puesto en mi ausencia mientras iba a cagar.
–No, Señor. Nadie ha puesto nada en su ausencia mientras acudía al llamado de la naturaleza –respondió el soldado apresurado –Pero…
Jean se cruzó de brazos impaciente frente a la falta de resolución de Benson. Al ver que el soldado no entendía sus indirectas –bastante directas, por cierto– cedió.
–Vale, vale –movió una mano desestimando la situación –Que pase. Como si no tuviera cosas más importantes que hacer que atender a pueblerinas. Seguro busca a algún desgraciado que le juró matrimonio para metérselo. Las mujeres no aprenden. Tienen pajaritos en la cabeza. Les creen cualquier cosa…
Benson aun estaba frente a él mirándolo fijamente. Kirstein juraría que solo le faltaba pestañear para procesar la información. Chasqueó la lengua.
–Trae a esa mujer de una buena vez.
–Sí, Señor.
Benson volvió a cuadrarse y Jean a bajar la vista a aquel informe emitido ese mismo día. Se rascó la cabeza antes de sentirse observado.
–Buenas tardes…
La voz de la joven mujer resonó suave y melódica en aquella oficina acostumbrada a timbres varoniles y pocos modales. Su sola voz llenaba el ambiente de calidez y si la voz tuviese un aroma, sería a flores y fruta madura. El olor de la primavera y las primeras cosechas. Aquella voz se coló por sus oídos y se le instaló en el pecho. Amplia, profundamente suave, cálida como si hubiese bebido una dulce taza del mejor té de la capital.
Por reflejo alzó la mirada para ver frente a él a la dueña de aquella mágica voz. Enorme fue su sorpresa al comprobar –contra todo pronóstico– que la poseedora de tan grácil hablar le hiciera mérito al arrullo de sus sones. Aquella muchacha no debía ser mucho menor que él. De facciones exóticas: pómulos altos, pequeña nariz y ojos almendrados. Su piel era blanca como la de las mujeres de la capital, pero su cabello tan oscuro como la medianoche en medio de una expedición. Era simplemente…
–Hermosa –dijo fuerte claro en estado de estupefacción, lo que se ganó un gesto extrañado de la muchacha –D-digo… –el sargento se puso de pie atropelladamente –Jean Kirstein –se inclinó ligeramente antes de indicarle con un gesto que tomara asiento frente a él.
–Mikasa Ackerman –se presentó la joven mujer.
–Tome asiento por favor, señorita Ackerman –dijo de inmediato.
Si Jean no hubiese estado tan embobado seguro hubiese sacado sus mejores artimañas de galantería. Años de uso de un uniforme le habían enseñado que el solo llevarlo, más una actitud encantadora le darían algunos privilegios con las doncellas más pícaras. Tal vez si hubiese leído malicia en la mirada plácida de aquella muchacha se hubiese atrevido a sacar aquel lado triunfador, pero en esos ojos no había más que ingenuidad. Como en los ojos de un venado.
Mikasa se sentó frente a él recorriendo la oficina brevemente con la mirada. No quiso ser curiosa, pero bajó la vista a los papeles que antes revisaba el sargento. Jean notó aquello y los apiló a un lado boca abajo.
–¿En qué puedo ayudarla?
Aquello trajo de regreso a la chica. Nunca antes había estado en un cuartel de la policía militar, ni menos en un sitio sola con otro hombre que no fuese su papá o su viejo amigo de infancia. Justamente, por eso estaba allí.
–Busco a alguien del ejército. Hace mucho tiempo que no sé de él.
Jean asintió pensando en qué desalmado sujeto pudo engatusar a esa inocente criatura. Sí, habían tipos horribles realmente. La chica frente a él no era de esas para cumplirle fantasías sórdidas a un sujeto, era de aquellas chicas para cortejar. Suspiró pesado.
–El ejército tiene tres ramas, señorita Ackerman. Cada una con un contingente no menor de hombres y mujeres, distribuidos a lo largo de las doce ciudades amuralladas y la capital. Sin contar los distritos externos, como es el caso de este cuartel. ¿Al menos sabe dónde se encontraría esa persona y su división?
Mikasa negó suavemente, Jean sonrió entristecido. Pobre muchacha, aquel horrible perpetrador huyó hasta perderse de la faz de la tierra seguramente.
–Su nombre es Eren Jaeger, solía vivir en Shinganshina con sus padres. Se enroló en el ejército hace seis años…
Jean alzó las cejas sorprendido. El destino es curioso, muy curioso. Tanto como para que él sí conociese a Eren Jaeger, hubiesen sido compañeros en su tiempo de reclutas, no demasiado amigos, pero no distantes… y lo suficientemente cercanos como para saber que Eren Jaeger no era ningún rufián desvirgador de chiquillas campesinas. Lo único que obsesionaba a Jaeger eran los titanes, no metérselo a una chica como a todo el resto de los reclutas adolescentes.
Una suave risa escapó de los labios de Jean, una de alivio. No tendría que buscar por un malnacido que le había robado el honor a esa preciosa criatura frente a él. La chica lo miró extrañada.
–Cuenta con suerte, señorita. Conozco a Eren. Fuimos compañeros durante nuestra formación militar.
El rostro de la chica se iluminó completamente. Eren debe ser muy especial para ella, pensó Jean, ese suicida tenía esa suerte con las chicas.
–¿Eran amigos? –preguntó ella con un leve sonrojo.
Jean caviló.
–Compañeros, cercanos. Me temo que no compartíamos las mismas opiniones ni ideales. Pero tengo buenos recuerdos de ese tiempo y de él –agregó con sinceridad –Dejamos de tener contacto luego de nuestra graduación. Él ingresó a la Legión de Reconocimiento, según supe. Esa siempre fue su intención… No sé más.
Jean vio el rostro de Mikasa volverse sombrío.
–Pero –retomó el sargento –Si me da una semana, puedo localizarlo para usted.
Otra vez ese brillo en sus ojos oscuros. Jean supo en ese momento que si tenía que ir personalmente en busca de Jaeger y arrastrarlo a ese recóndito lugar en los distritos rurales del muro María, lo haría. Aquella muchacha lo había flechado y embrutecido. ¡Tanto que se burló de Marlowe cuando se enamoró de Hitch! Y ahora él parecía haber caído presa del mismo hechizo.
–Y… ¿no será una molestia para usted? -dijo la chica con voz suave.
–Vino a buscar a su amigo, ¿no? Ya tiene una respuesta y posible solución. Si vino a hablar conmigo significa que molestia o no, poco le importa –dejó escapar con la brutal honestidad que lo caracterizaba.
No lo quiso decir de mala forma, lo que realmente quería decir era que no era molestia… o que sí lo era, pero que iba con esa intención y después de todo no era tan terrible enviar una carta a la Legión preguntando por Jaeger… Esto de estar constantemente entre hombres era nefasto para su sutileza.
Notó el efecto que sus palabras tuvieron en la chica. Un gesto de molestia se instaló en su entrecejo fruncido. Jean bufó molesto consigo mismo. Pero poco había qué hacer. Tampoco sabría explicarle bien a la señorita.
–Vuelva en una semana, señorita. Prometo hacer lo que esté en mi poder para dar con Jaeger.
Mikasa asintió, extrañada aun con el comportamiento de ese joven sargento. Amable, pero altanero. Como todos quienes llevaban un uniforme y despreciaban a la gente del pueblo. Seguramente ese oficial ni siquiera estaba a gusto en el distrito. Tal vez solo deseaba irse a la capital de una buena vez y dejar de preocuparse de los problemas de la gente común. Lo que la gente comentaba de él era cierto, era un mezquino tipo de ciudad con ínfulas de grandeza.
Mikasa apretó los dientes sin que su exterior indicara la molestia que sentía por la respuesta poco adecuada de ese policía. Fuese como fuese ese sargento, era su único modo de llegar a Eren después de tantos años.
–Se lo agradezco, sargento. Buenas tardes.
Quizás su rostro estaba serio, pero por dentro hervía. Ni siquiera esperó una respuesta del oficial para retirarse ni menos le dio una mirada. Y su voz dijo todo lo que calló. Jean pudo sentir un hielo recorrerle la espalda en cuanto escuchó ese "buenas tardes". Casi sintió el frío de una navaja en su nuca, cual si fuese un titán. Casi los compadeció.
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Los días en aquel pueblo pasaban más lento de lo que Jean hubiese querido. Al menos había llegado la orden desde el cuartel de Shinganshina de fiscalizar las cosechas y asegurarse que el porcentaje de cuota fuese destinado, efectivamente, a la ciudad. Pero, aunque supuso que sería una tarea difícil de realizar ante la reticencia de los campesinos, no pensó en todo lo que la helada del año anterior acarrearía. Escasez de productos siempre era equivalente a alzas de precios desmesuradas. Y no faltaban aquellos que quisieran usufructuar de la desesperación de algunos por hacerse de alimento para el pronto invierno.
Por lo mismo, y como una forma de huir del aburrimiento de la oficina, decidió fiscalizar personalmente los precios del mercado del pueblo.
Allí se encontraba paseando como dueño del lugar mientras comía una manzana, siendo escrutado por la mirada atenta de cada tendedero cuando sus ojos dieron con la grácil figura de la mujer más hermosa que hubiese visto jamás. Oh, sí. Desde ese día martes en que aquella señorita ingresó a su oficina que no pudo sacársela de la mente. ¡Benditos sus padres en crear tan preciosa criatura!
Se acercó con sigilo hasta quedar tras de ella, quien miraba la fruta en uno de los puestos. Quizás podría romper su monotonía por hoy.
–Señorita Ackerman.
Mikasa se volteó al escucharse nombrar de aquella manera tan formal. Vio frente a ella al sargento, quien comía tranquilamente una manzana.
–Sargento Kirstein –respondió volviendo a mirar a las frutas que escogía –¿Haciendo las compras? No creía que tareas tan mundanas las realizara el sargento del cuartel.
Jean se sonrió con disimulo, esa mujercita tenía humor… y sarcasmo.
–Asegurándome que nadie alce los precios amparado en la helada –aclaró y dio otra mascada a su manzana. Mikasa asintió y tomó el aroma a una naranja, volvió a dejarla en su lugar –Envié una carta a la estación general de la Legión de Reconocimiento, en Trost. La envié esta mañana por valija diplomática –Mikasa lo miró un instante indicando que no entendía –Método seguro y rápido –tradujo Jean –¿Normalmente hace las compras sola?
Mikasa lo miró de reojo mientras apartaba naranjas para entregárselas al tendedero para que las pesara.
–¿Por qué lo pregunta, sargento? ¿Acaso una mujer no puede comprar en el mercado sin chaperón? Las costumbres del campo son muy diferentes a las de la ciudad.
El tendedero le entregó las naranjas y Mikasa las introdujo en su bolsa.
–Me temo que me toma por un pijo –dijo Jean.
–¿Y no lo es? –preguntó Mikasa enarcando una ceja –Créame que en este pueblo todos comentan sobre su carácter y, carismático no es lo que han mencionado precisamente.
–Me temo que merezco aquello –reflexionó Jean –Pero ser pijo es relativo. Quizás para usted lo sea, un chico de ciudad, que su experiencia más cercana al campo la vino a vivir a los trece años en su primera campaña como recluta. Pero para alguien de la capital, no soy más que un pueblerino.
–Debe ser realmente insoportable vivir en la incertidumbre de las medias aguas –suspiró Mikasa –Pero no creo que a alguien con su carácter las opiniones ajenas lo afecten. No es alguien muy sutil.
–Noto cierta agresividad en sus palabras, señorita Ackerman. ¿Puedo preguntar porqué?
–Ya lo hizo, sargento –respondió Mikasa pagando las cuatro naranjas y moviéndose al siguiente puesto –Pero qué más da si la sutileza no es su fuerte –lo miró por sobre el hombro –Y la respuesta es no, no puede.
–Me formé una imagen completamente diferente de usted al verla en mi oficina. No es usted tan inocente como un venado, más bien me recuerda usted a una yegua que teníamos de reclutas. Parecía de lo más dócil, pero bastaba que uno se le subiera encima para volverse un huracán de coces.
–¿Me compara usted con un animal de carga? ¡Pero qué poco tino! Pareciera que siquiera se ha mirado a un espejo. Porque quien tiene más parentesco con un jamelgo es usted y no yo.
–Auch –dijo Jean de buen humor –No trataba de ofenderla, Mikasa. De hecho esa yegua era un noble animal con carácter. Me agradan quienes tienen carácter… –vio a Mikasa elegir un par de manzanas – ¿Puedo llamarla por su nombre, verdad?
–Ya me llamó 'yegua', creo que estamos a ese nivel de confianza, sargento.
–Por favor, Mikasa, llámeme por mi nombre de pila –la mujer se lo quedó mirando –Es Jean.
–Si sé cuál es su nombre, Jean –dijo articulando lento –Todo el pueblo lo sabe. Solo me pregunto en qué momento accedí a darle ese privilegio de llamarme por mi nombre y acceder a llamarlo por el suyo –era una crítica a sí misma.
–Bueno, digamos que en este pueblo, ha sido con usted con quien he cruzado más palabras. Es lo más cercano que tengo a una amiga.
Mikasa enarcó una ceja.
–Debería elegir mejor a sus amistades, Jean. No soy precisamente la compañía que quiere tener.
Continuó pasando por los puestos comprando otras cosas. Jean la seguía fingiendo interés en los precios y mirando inquisidor las balanzas en caso que alguien osase tenerlas mal calibradas. Mikasa ignoraba completamente su presencia.
–Lamento si fui descortés con usted el otro día –retomó Jean, Mikasa lo miró –Verá, la verdad es que solo trato con idiotas y un par de animales. Puede que tenga razón, la sutileza no ha sido jamás mi fuerte. Ni menos dirigirme a señoritas como usted. Le ofrezco mis más sentidas disculpas. Sinceramente. A decir verdad, no encontrará nadie más honesto que yo en todo el mundo.
Mikasa sonrió leve. La labia del sargento Kirstein le hacía gracia. Realmente dudaba que no supiera tratar con señoritas. Si lo quería podía causar una buena impresión.
–Le agradezco su buena voluntad, Jean. Disculpas aceptadas –se dejó vencer, quizás este sargento no era tan malo como el anterior –Pasaré dentro de unos días por la respuesta que reciba desde la Legión.
–Puede pasar cuando guste –asintió Jean satisfecho por haber arreglado el entuerto.
Mikasa dio por finalizada la charla y continuó su camino, sin embargo podía sentir los pasos pesados de las botas del sargento tras de ella.
–Jean, ¿no tiene nada mejor que hacer que seguirme por el mercado?
–No la sigo, simplemente tenemos el mismo camino. Coincidencia, nada más. ¿Me permite ayudarla con sus bolsas? La gente ya comienza a verme raro, usted toda cargada y yo con las manos en los bolsillos. No es la imagen de soldado que la Policía Militar quiere demostrar.
–¿Busca acaso una excusa para recorrer a gusto el mercado sin que nadie sospeche de su fiscalización? Porque ningún otro policía de rango pasearía por el mercado sin tener nada que comprar… y ni por eso.
–Ya le dije, Mikasa. Ha sido una afortunada coincidencia. Me imagino que luego de mi apoyo en la búsqueda de su viejo amigo no tendrá problemas en darme una mano… en este caso, una bolsa.
Aquello tiró por borda todo lo anterior.
–No puedo creer que me esté cobrando el favor –exclamó –Además, ¿cómo sabe que Eren es un viejo amigo?
–Dijo que hace seis años que no sabe de él. No puede ser su novia, porque no tenía una al ingresar al ejército.
–Pudo haber mentido –interrumpió Mikasa.
–Jaeger y la mentira se delatan mutuamente. Pronto descubrimos que sus orejas se volvían muy rojas al mentir.
–Puedo ser un familiar… –insistió ella.
–¿Sin cruzar palabra tanto tiempo?
–Pudimos estar peleados… –probó Mikasa.
–Si fuese familiar sabría a través de sus padres.
–Nuestras familias pudiesen estar peleadas.
–Realmente odia perder, Mikasa. ¿O es que odia que sepa algo de usted? –Mikasa frunció el ceño y le entregó las bolsas de malgenio –Seis años es mucho tiempo. ¿No intentó contactarlo antes?
Mikasa negó.
–No vi oportunidad. Mis padres y yo no vamos a Shinganshina. Después de la muerte del doctor Jaeger las visitas de Eren se volvieron distantes. La última vez que nos visitó estaba por graduarse… –reflexionó –Usualmente era el doctor Jaeger quien nos visitaba junto con su familia.
–¿Por qué?
–A chequear nuestra salud… Era muy enfermiza de niña.
–No eso. Lo otro. ¿Por qué no va usted a la ciudad?
–Por seguridad… –Jean la miró extrañado –¿No ve nada llamativo en mi apariencia, Jean? ¿Nada diferente?
–Todo, es usted muy diferente a las mujeres de la ciudad. Si me permite ser sincero, creo que nunca vi una mujer más hermosa que usted en mis veintiún años.
Mikasa sintió que la sangre se le iba a las mejillas violentamente. Disimuló dándole la espalda y fingiendo revisar el dinero en su bolsita.
–¿Le gustaría ir a la ciudad… alguna vez? Yo podría acompañarla –propuso Jean dejando de lado la confesión inconclusa de Mikasa.
La muchacha se volteó hacia él, las manos en las caderas.
–¿Está tratando de cortejarme? Porque créame que si es su intención, le aclaro inmediatamente que usted no me interesa. No me agrada nada que tenga que ver con la ciudad y su gente.
Jean asintió lento. Mikasa retomaba la marcha, ahora se detenía frente a un puesto de frutos secos.
–Pero le agrada Eren Jaeger –susurró Jean a su oído tras ella.
–Eso es diferente –le dio la cara y volvió veloz a los frutos secos –Muy diferente.
Pidió un par de bolsitas con nueces a la tendedera, quien miraba curiosa al sargento. Todos miraban con curiosidad hacia ellos. ¡Lo último que le faltaba! Si ya llamaba la atención por su aspecto y aquello ya traía reticencia, ahora tendría que soportar habladurías por la cercanía imprudente del sargento. Retomó la marcha hasta el final del mercado, Jean a su lado.
–Déjeme acompañarla hasta su casa –dijo él cuando notó que su "cita" terminaba.
–Por supuesto que no –exclamó jalando sus bolsas de las manos del sargento –No voy a propiciar otro tipo de encuentro como éste –se volvió hacia el mercado –Gracias a su compañía ahora todos creen que andamos en algo raro. No quiero tener nada que ver con la ciudad ni con la Policía Militar –Jean iba a interrumpirla –Ya le dije, Jean. Usted no me interesa.
Mikasa inició su marcha rápidamente, Jean se la quedó mirando algo atontado. Tras un segundo partió tras de ella.
–¿Cómo puedo hacerla cambiar de parecer?
Mikasa suspiró cansada.
–No puede. Que tenga buen día.
La vio perderse por el camino que se alejaba del poblado. Estaba frito, más que frito. Estaba completamente prendado de esa mujer hermosa y con ese carácter indomable. Cuando ella giró tras de una construcción, supo que tendría que darse por vencido.
O tal vez no.
–Estúpido Jaeger con suerte –masculló. Hacía años que no maldecía a su viejo compañero.
