LA YUKATA NUEVA
El día había comenzado de la forma más maravillosa. Se iba a celebrar que habían transcurrido cinco años desde la muerte de Naraku; desde la destrucción de la esfera de los cuatro espíritus. Emocionada como nadie en la era Sengoku, había cosido ella misma con las mejores telas importadas de su época una preciosa yukata. Era cierto que había recibido mucha ayuda de su madre, pero la mayor parte lo hizo ella. Las suaves sedas que había comprado eran exquisitas, merecían su elevado coste, y los bordados eran realmente maravillosos. Iba a ser la sensación del festival en el pueblo de la anciana Kaede. O, al menos, esa era su intención antes de que su felicidad se viera truncada de la peor de las formas.
¿Quién iba a imaginar que acabaría la noche con su yukata cubierta de sangre? ¿Quién diría que Inuyasha iba a recibir en su pecho una lanza que estaba destinada a ella? ¿Quién habría predicho que ella acabaría con un Inuyasha moribundo entre sus brazos? Eso no era lo que ella soñó para esa noche, ni para ninguna otra. ¿Por qué siempre tenía que suceder algo que intentara separarlos? ¿Estaba el destino en contra de su amor?
Desolada, le apartó el flequillo una vez más para poder observar sus preciosos ojos dorados, y lo abrazó estrechamente, deseando que la dichosa lanza la hubiera atravesado a ella. ¿Por qué Inuyasha tenía que hacer siempre esas cosas? ¿Por qué siempre recibía sus golpes? ¿Por qué nunca se quejaba de su debilidad? ¿Por qué protegía a alguien como ella y despreciaba su vida en el proceso? Estaba harta de que él saliera herido por su causa. Había intentado aprender a defenderse, convertirse en la clase de mujer fuerte y hábil que era Sango. Ser tan poderosa como su mayor rival en el amor: Kikio. Todo en vano. Ella siempre sería la débil y tonta Kagome.
Lágrimas desconsoladas arremetieron contra sus mejillas mientras sollozaba una vez más, dolida y humillada. Ya había perdido la cuenta del número de veces en que Inuyasha dio la vida por ella desde que se conocían. Eran incontables las heridas que había recibido en su nombre, y realmente dolorosa la visión de algunas de esas cicatrices. ¿Cómo iba a afrontarlo? Inuyasha se estaba muriendo entre sus brazos. No había nada que pudiera hacer para sanar semejante herida.
Sentía que cada aliento que lanzaba iba a ser el último, cada temblor intensificaba más su llanto, sus suaves jadeos de dolor la hacían desfallecer, y, su sangre, la sangre que cruelmente recorría el tejido de su yukata, era cada vez más abundante y espesa. Se estaba desangrando vivo entre sus brazos. Gritar pidiendo auxilios no lo salvaría y correr en busca de ayuda solo provocaría que él muriera allí solo. No podía abandonarlo. Lo mínimo que merecía era que lo acompañara.
De repente, Inuyasha se removió inquieto entre sus brazos, y tuvo que cambiar la posición, dejando reposar la cabeza del hanyou contra su pecho. Su querido hanyou estaba cada vez más pálido, su piel se estaba enfriando y apenas se movía.
— Inuyasha… — musitó — por favor… tenemos que ir a la aldea… intentar curarte…
— No, quiero quedarme aquí…
Inuyasha abrió los ojos para estudiarla a través de la bruma que lo atormentaba y alargó un brazo intentando romper el hechizo que parecía querer llevarlo al más allá. Agarró su mano cálida y temblorosa, y la llevó a su pecho ensangrentado, contra su corazón. Kagome pudo sentir lo débiles latidos de su corazón, y recordó lo fuerte que latía hacia unas pocas horas cuanto estaban en el festival…
— Divina Kagome, lleva una yukata preciosa. — le dijo Miroku mientras sostenía a sus gemelas contra la cadera — Se ve hermosa.
— Gracias Miroku — sonrió — Veo que las niñas siguen igual de traviesas.
— Divina Kagome, tú no lo has visto pero… — se acercó a ella hasta tener los labios pegados a su oído — Este par de diablillos han tenido la idea de lanzarle un jarrón repleto de sake al señor Ikuto.
— ¿El de los perros en la huerta? — preguntó sorprendida.
— El mismo. Ahora, tengo que proteger a mis díscolas niñas de su mal genio…
Antes de que Miroku hubiera podido terminar de hablar, el ladrido de unos perros le hizo saltar. Kagome vio horrorizada al señor Ikuto tirando de unas cadenas que ataban a sus perros. Cuando se volvió hacia su izquierda, Miroku ya no estaba allí. ¡Estaba huyendo! Divertida, se llevó una mano a los labios para cubrir su sonrisa. Las gemelas eran un auténtico dolor de cabeza para sus padres. Después, se dirigió hacia la zona en la que estaban los aperitivos.
— ¡Feh! Las hijas de Miroku son un incordio.
A Kagome se le cayeron los rollitos de primavera que tenía en la mano del susto cuando Inuyasha se apareció a su lado diciendo aquello. Suspirando por el típico mal genio del hanyou, se agachó, y recogió los restos de la comida desperdiciada para tirarla.
— ¡Serás torpe! — le dijo — No se te puede dejar sola…
Se calló de repente, sin terminar de hablar. Kagome, tras tirar los restos, se volvió hacia él extrañada porque no hubiera finalizado su insulto. Lo descubrió mirándola fijamente, sin pestañear. ¿Qué estaba haciendo? ¿La miraba a ella? ¿Le gustaba su yukata?
El hanyou agarró su mano y le hizo girar sobre sí misma con el fin de estudiar toda su yukata en su esplendor. Había escogido diseñar una yukata en su mayoría azul celeste porque era su color favorito, pero los adornos eran rojos y dorados. Rojos porque sabía a la perfección que ese era el color favorito de Inuyasha. Dorados porque así eran los ojos de Inuyasha. Él le hizo detenerse, y, entonces, agarró uno de los muchos mechones rizados que escapaban de su recogido. Se había decidido por un recogido para que el cabello no le molestara, y había dejado algunos mechones sueltos para darle un toque sexi y desenfrenado que llamara la atención del hanyou. Al parecer, había conseguido su propósito.
— ¿Ocurre algo? — le preguntó sonrojada.
Inuyasha también se sonrojó, y le echó un último vistazo antes de girar la cabeza.
— ¡Pareces una piñata!
Entre todos los comentarios desagradables que podría haberle hecho, Inuyasha, sin duda alguna, debía haber escogido el más horrible de todos. La había comparado con una piñata gorda, ostentosa y fea.
— ¡Inuyasha! — exclamó sonriente al percatarse de que el hanyou ya sabía lo que le esperaba — ¡Siéntate!
Por inercia, el hanyou cayó contra el suelo, provocando un estruendo que llamó la atención de la gente de los alrededores. Al principio, lo miraron algo sorprendidos, pero en seguida comprendieron el meollo del asunto y siguieron a lo suyo. Los aldeanos estaban más que acostumbrados a verles discutir. Sabían que sus discusiones siempre terminaban cuando Kagome le ordenaba sentarse.
— ¿Ves lo que me obligas a hacer? — le reprochó.
— Nadie te obliga… — murmuró el hanyou desde el suelo.
Antes de que el hanyou recuperara las fuerzas para levantarse, un apuesto hombre vestido con un hakama gris se acercó a la muchacha y le ofreció su mano.
- Señorita Kagome, ¿me concede este baile?
El medio demonio miró desde el suelo al muchacho, maldiciéndolo en un gruñido. No solo se atrevía a pedirle un baile a Kagome, sino que además era guapo. ¡Maldito desgraciado! Kagome lo rechazaría como es debido. Ella nunca aceptaba las invitaciones de otros hombres, solo estaba dispuesta para él. No lo decepcionaría. No obstante, sintió que se le desencajaba la mandíbula cuando le vio asentir, y agarrar su mano para dirigirse hacia el lugar donde se encontraba la danza. ¿Iba a bailar con él? ¡Eso ni soñarlo!
Se levantó del suelo con dificultad, resistiendo todo vestigio del hechizo del rosario, y apartó con las manos a todo el que se le cruzó hasta llegar a la pareja. Aún no habían empezado a bailar. Ambos lo miraron sorprendidos. Kagome, quien conocía bien el estilo del hanyou, giró la cabeza para observar el inconfundible rastro de gente tirada en el suelo que Inuyasha había dejado. Le lanzó una mirada inquisidora que le indicó a Inuyasha que debía darse prisa antes de que ella reaccionara.
— ¡Oye, tú! — le espetó al muchacho — La mujer baila conmigo.
— La señorita Kagome ha aceptado mi invitación.
El joven tenía pelotas, debía admitirlo, pero estaba seguro de que solo pensaba en meterse dentro de la yukata de Kagome. ¡Sucio adolescente de mierda! — exclamó mentalmente — No le pondría un dedo encima.
— Me parece que no sabes con quien estás hablando. — le gruñó — Si sabes lo que te conviene, buscarás a otra chica.
El joven saltó del sitio al escucharlo. Miró a Kagome una vez y luego a Inuyasha. En sus ojos se reflejó que Kagome ya no le debía parecer tan interesante. El peso de la amenaza del medio demonio pesaba más en la balanza que la atracción que sentía hacia la bella mujer. Por eso, el muchacho huyó corriendo, apartando a todo el que se le cruzó, y ambos quedaron solos en medio de la danza. La gente ya no les prestaba atención. Todos alrededor habían retomado la danza, conscientes de que la variopinta pareja tendía a montar esos numeritos. Ellos dos solo tenían dos opciones en ese momento: apartarse para no molestar o bailar.
— Ya te vale, Inuyasha — agarró la manga de su haori y tiró de él — Anda, vamos.
— ¿No querías bailar, mujer?
Esa pregunta consiguió captar su atención y le hizo detenerse en su avance. Se giró lentamente, y se encontró en los ojos de Inuyasha con una seriedad que no había visto reflejada desde hacía ya mucho tiempo.
— ¿Me-me… estás pidiendo…qu-que… que baile… con… contigo? — balbuceó.
Inuyasha se sonrojó intensamente y bajó la mirada mientras asentía con lentitud. La muchacha se quedó sin palabras. Inuyasha proponiéndole que bailara con él era algo totalmente inusual y único. Si no aceptaba, era posible que no se le volviera a presentar una oportunidad así que tenía muy claro que aprovecharía hasta el último segundo.
Sonrió tímidamente mientras se acercaba a él y esperó a que Inuyasha la rodeara con sus brazos, y la guiara, tal y como debía hacer el hombre. Inuyasha, en cambio, no hizo nada. La miró, y luego estudió a los otros hombres. ¡No sabía bailar!
— Inuyasha, ¿necesitas ayuda?
— ¡Feh!
El hanyou apartó la mirada avergonzado y continuó estudiando a los demás bailarines. ¿Cómo demonios se suponía que se hacía aquello? La respuesta a su pregunta llegó antes de lo esperado. Kagome agarró sus manos para que las apartara de su cuerpo y se acercó a él hasta rozar su cuerpo con el suyo. Con el rostro tan sonrojado como el del hanyou, la muchacha le hizo rodear su cintura con sus brazos en un íntimo abrazo. Ella, a su vez, colocó suavemente las manos sobre su pecho.
— Ahora, sigue la música.
Así lo hicieron. Fueron avanzando con cada compás, lentamente, suavemente, sin prisa y también sin pausa. Se observaban sin poder dejar de mirar al otro. Kagome podía sentir bajo la palma de su mano derecho el latido frenético del corazón de Inuyasha.
— Estoy destrozando tu preciosa yukata… — se disculpó.
La escena en la que bailaba con Inuyasha se desvaneció de su mente, y volvió a la cruda realidad, a la terrible e infernal realidad. Inuyasha, moribundo, se retorcía entre sus brazos mientras la contemplaba con una ternura muy poco habitual en él.
— No importa…
— Las manchas de sangre no desaparecerán… — insistió.
— Tranquilo, Inuyasha. — sollozó — Eso es lo de menos ahora.
— Te prometo que te compraré otra… — tosió — Te prometo que en cuanto me recupere, te llevaré a tu época, y te compraré la que más te guste…
¡Dios Santo! ¡Qué bien sonaba eso! Claro que se iba a recuperar, ¿no? En dos días, el mismo malhumorado y borde medio demonio que ella conocía y amaba andaría de nuevo detrás de ella intentando pincharla. La idea le fascinaba más que nunca.
— ¡Te recuerdo que es una promesa, Inuyasha! — exclamó — En cuanto te recuperes, te haré pagar mi yukata nueva.
— ¡Cómo sois las mujeres! — sonrió con algo de esfuerzo mientras un hilillo de sangre se deslizaba fuera de su boca — Os hablan de comprar ropa… y os cambia la cara…
— ¡No digas tonterías Inuyasha!
— Me gustas más cuando sonríes, nena.
Nena. Así era como la llamaba en aquella última temporada. Un día, de repente, se lo soltó por sorpresa. Desde entonces, se lo repetía bastante a menudo. También le había llegado a llamar pequeña o incluso muñeca, pero el apelativo que a él más debía gustarle era nena. Al principio, le sorprendieron esos apelativos, hasta que una noche lo descubrió en su casa a altas horas de la noche viendo películas de amor. ¡Inuyasha viendo películas de amor! Algunas eran para llorar, otras tenían algo de contenido erótico, y otras eran una auténtica fustaña. Por eso, había empezado a leer la guía de la programación del canal que él solía sintonizar. Siempre sabía la película que él iba a ver y se imaginaba al hanyou llorando durante una escena triste, sonrojado en alguna escena picante o incluso aburrido cuando el romance era excesivo.
— ¿Qué te pasa, nena? — le sonrió él — Aún no me has dado el gusto…
Kagome lo miró sin entender al principio. Luego, sonrió mientras las lágrimas seguían cayendo a raudales por sus mejillas. ¡Dios, cuánto lo amaba! Mas, ¿quién era ella para decírselo al hanyou? Él estuvo enamorado durante más de cincuenta años de la sacerdotisa Kikio. Era más que probable que aún lo estuviera. ¿Por qué iba a amargarle los últimos minutos de su vida?
Espantada, sacudió la cabeza al pensar en sus últimos segundos de vida. No, Inuyasha no podía morir. Definitivamente, no.
— Parece mentira que hayan pasado cinco años, ¿no?
Kagome asintió ante el comentario de su mejor amiga, y se sentó junto a ella en la raíz de un árbol. Las gemelas de Sango y su último hijo se encontraban en ese momento con Kohaku mientras que ellos celebraban su reunión privada. Esa noche, además de celebrar que hacía cinco años del fin de Naraku, celebraban seis años de incondicional amistad.
Cuando viajó al Sengoku por primera vez, se consideraba una chica normal y corriente cursando el último año de secundaria. Entonces, su concepto de la realidad cambió y se amplió. Primero conoció al hanyou Inuyasha, un medio demonio desagradable y terco que poco a poco se había ido introduciendo en su corazón. Después, se cruzó en su camino el pequeño Shippo, un kitsune cuyos padres fueron asesinados y necesitaba de una madre. Más tarde, apareció el monje Miroku, y su extremadamente alto lívido que provocó más de un problema con toda mujer hermosa que se les cruzaba. Por último, y no por ello menos importante, llegó al equipo la habilidosa exterminadora de demonios Sango y su compañera Kirara, una gata de siete colas. Juntos, vivieron las más fantásticas aventuras y su amistad se fue reforzando más y más hasta tal punto que se sentían hermanos.
Miroku era muy amable con ella, pero ya no se comportaba como un pervertido, todo su amor lo reservaba para su esposa. Además, él e Inuyasha se habían hecho amigos del alma durante su viaje. Sango y ella, por su parte, se llamaban hermanas entre ellas prácticamente desde que se conocieron. Siempre congeniaron muy bien. El tiempo lo único que hizo fue reforzar más sus lazos. En cuanto a Shippo, por mucho que lo negara Inuyasha, se había convertido en el hijo de todos. Entre todos se habían esforzado por educarlo para que fuera un buen hombre o, mejor dicho, un buen kitsune.
— ¿No echáis de menos nuestros viajes?
Kagome miró al joven Shippo, y sonrió entendiendo su nostalgia. Tampoco pudo evitar fijarse en lo grande que se había hecho. Tan solo tenía catorce años y ya la alcanzaba en estatura. Sería muy alto y fuerte, estaba segura de ello.
— Pues yo no echo de menos la lucha contra Naraku. — comentó Inuyasha.
— La lucha no. — siguió Miroku — Pero aquellos tiempos… lo pasábamos tan bien…
— Sí. — continuó Kagome — A veces, se complicaba mucho la batalla, pero siempre vencíamos y lo celebrábamos con alegría aún estando abatidos…
— Kagome siempre curaba nuestras heridas. — añadió Sango — Siempre cuidabas de nosotros.
— Y vosotros siempre me protegíais durante la batalla…
El silencio se volvió a hacer entre ellos. Los cinco a la vez levantaron sus cabezas para contemplar las estrellas en el firmamento. Todos echaban de menos los viejos tiempos. Las peleas mañaneras entre Inuyasha y Kagome, las proposiciones indecorosas del monje, el escepticismo de la exterminadora, los celos del hanyou, las bromas del kitsune, los estudios de la joven sacerdotisa…
— Si pudierais repetir la experiencia, ¿lo haríais? — preguntó el monje.
Era una pregunta difícil que requería mucha meditación, pero contestaron prácticamente al mismo tiempo, sin dudas, ni arrepentimientos.
— ¡Sí!
— Fue muy doloroso al principio perder a mi familia y enfrentarme a un hermano controlado por Naraku, — Sango apoyó su cabeza sobre el hombro de su mejor amiga — pero todos me apoyasteis, y, al final, recuperé a mi hermano. Aprendí mucho de todo aquello y también gané mucho. — una lágrima solitaria resbaló por su mejilla — Gané un marido, — miró a Miroku — un hijo adoptivo, — miró a Shippo — un amigo refunfuñón — miró a Inuyasha — y una hermana. — sonrió contra el hombro de Kagome — Sin duda, lo repetiría muy a pesar de los malos momentos.
— Cuando empecé a perseguir a Naraku, no esperaba unirme a nadie. — el monje observó su mano derecha, donde antiguamente residía el vórtice — Solo pensaba en matar a Naraku, y, de no ser posible, dejar descendencia que se ocupara de hacerlo. — sonrió — Aunque parezca mentira dicho por mí, y, sin que sirva de precedentes, creo poder afirmar que un ejército de mujeres hermosas no me haría feliz nunca. — miró a Sango — Solo hay una en el mundo que me haga sentir realmente bien.
La exterminadora le devolvió la sonrisa desde su posición a su marido. Después, se volvieron hacia Shippo, era su turno de hablar.
— Naraku no mató a mis padres, fue la lucha por los fragmentos de la esfera de los cuatro espíritus lo que lo hizo. — se retorció las manos — Al principio, sentía mucho odio y rabia. Solo pensaba en vengarme, pero, luego, os conocí a vosotros, y me di cuenta de que le venganza no era la solución, de que hay otras cosas por las que luchar. — rió — Además, me llevé a un par de nuevas mamás a las que adoro y también a un par de padres. — suspiró — Aunque siempre diré que Inuyasha es un cascarrabias, también he aprendido mucho de él.
Inuyasha hizo lo impensable para todos, le guiñó un ojo a Shippo en señal de complicidad y le dirigió una sonrisa. Llegó el turno de Kagome.
— Antes de venir a la era Sengoku por primera vez, yo solo pensaba en que era mi último año como estudiante de secundaria, en que ya tenía la edad para salir con chicos… — suspiró — Empecé el curso emocionada con la idea de convertirme en una senpai y feliz porque tenía algún que otro admirador.. — murmuró pensando en Houjo — Un día, aparecí aquí y os fui conociendo una tras otro. Descubrí que era la reencarnación de Kikio, todo lo que Naraku había hecho y le quedaba por hacer. — su mirada se volvió más seria — En ese momento, supe que aunque no fuera gran cosa, podía hacer algo por ayudar en la lucha para recuperar la esfera de los cuatro espíritus de las garras de Naraku y purificarla. — la nostalgia la invadió una vez más — Hubo momentos en que llegué a pasarlo realmente mal. El dolor tanto físico como psicológico llegaba a superarme en muchas ocasiones, y, a veces, tenía que pasar tanto tiempo lejos de casa que cuando llegaba, me sentía totalmente perdida en mi hogar, entre mi familia y mis amigas. — sonrió — Por suerte, siempre os tuve a vosotros para animarme. Definitivamente, no me arrepiento de nada.
Todos sonrieron ante las palabras de la sacerdotisa y se volvieron hacia el hanyou, el último que faltaba por confesarse.
— Yo… bueno… — dudó — En un tiempo no muy lejano deseé la esfera de los cuatro espíritus para ser un demonio completo y acabar con las burlas, la marginación y las palizas. Desde pequeño siempre fui el otro, ni un demonio, ni un hombre. — miró a la luna — Mi madre intentó protegerme mientras vivió, pero, cuando aquella epidemia la alcanzó, todo mi mundo se derrumbó. Desde entonces, me dediqué a huir. Cuando Kikio al fin consiguió que recuperara la esperanza, el desgraciado de Naraku lo destruyó todo. — cerró los puños — Sin embargo, un día cualquiera, una chica extrañamente parecida, pero, al mismo tiempo, tan diferente de Kikio, me liberó y todo cambió. Nos juntamos todos en un largo y peligroso viaje en el que no había marcha atrás, y me convencisteis de que podía quedarme tal y como estaba. — sonrió — Supongo que la insistencia de una chica por decir que le gustaba tal y como soy, me convenció.
Kagome se sonrojó y bajó la mirada avergonzada.
- Podríamos planear otro viaje lleno de aventuras. ¿Qué os parece? — propuso Shippo.
- Solo veo un único inconveniente. — contestó Miroku — Sango y yo tenemos tres hijos a los que entender.
— Vaya, no lo pensé…
— Podríamos dejarlo para cuando crezcan. — pensó en voz alta Miroku — Pero entonces ya seríamos viejos… — suspiró — Además, seguro que la señorita Kagome también quiere tener hijos, ¿verdad?
Kagome se sonrojó y asintió lentamente con la cabeza. Tener hijos era su mayor ilusión, pero, desgraciadamente, nunca los tendría con el hombre al que amaba.
- Ya has oído Inuyasha. — Miroku le dio con su bastón en el pecho — Tienes que ponerte a trabajar desde ya. La señorita Kagome no va a esperar toda la vida a que la fecundes.
Inuyasha no tuvo tiempo ni de golpear al monje ya que Sango lo tiró antes al suelo con su hiraikotsu.
— No les presiones o tardarán más.
— ¿Tardar más? — repitió Inuyasha — ¿Tú piensas lo mismo?
— Bueno… Inuyasha… jejeje…
Kagome, sonrojada hasta las raíces del cabello, se levantó de la rama del árbol dispuesta a detener a Inuyasha si su mal genio aumentaba, pero, entonces, un mal presentimiento la asaltó. Los latidos de su corazón se intensificaron tal y como lo hacían cuando un fragmento de la esfera de los cuatro espíritus rondaba cerca. No, no podía ser un fragmento y la sensación no era exactamente la misma. Unas ramas se movieron cerca de ella.
— ¡Muere, sacerdotisa Kagome!
El grito llegó antes de que la lanza atravesara las ramas de los árboles. Inuyasha corrió, fue realmente rápido, y se interpuso entre la afilada punta de la lanza y ella. Vio horrorizada como era atravesado y no tardó ni un segundo en reaccionar corriendo para agarrarlo en su caída. Miroku, Sango y Shippo agarraron sus armas como un rayo y corrieron tras el atacante. Kagome, en cambio, se quedó con un Inuyasha que se negaba a moverse para buscar un médico entre sus brazos.
— ¿En qué piensas, Kagome?
— Pensaba en nuestra conversación de hace en momento, cuando estábamos todos…
— ¿Por qué?
— Por nada en particular, tranquilo.
Kagome se inclinó y volvió a estrecharlo entre sus brazos mientras rezaba por octava vez en la última hora. Inuyasha era todo aquello a lo que amaba. Si él dejaba su mundo, ella ya no podría vivir más. Lo necesitaba tanto como el aire que respiraba.
— Kagome, ¿de qué color está la luna en este momento?
— ¿No la ves?
— Todo está demasiado oscuro, tampoco puedo verte ya…
La mujer contuvo a duras penas un sollozo en un vano intento porque el hanyou no se sintiera peor, y sintió unas tontas ganas de reír por lo irónico de la situación. Habían pasado un año que se hizo eterno enfrentándose a los peores demonios, las maldiciones más retorcidas y las torturas más crueles e inimaginables. Ahora, Inuyasha estaba a punto de morir por protegerla de una simple lanza que había lanzado un humano como otro cualquiera.
— La luna está de color azul, está muy hermosa…
— Azul… — sonrió — Como los reflejos de tu cabello… mmm… me gusta… igual que tú… — olió las puntas de su cabello largo rozando sus mejillas tras deshacerse el recogido — No olvides nunca que te amo, nena…
Justo en ese instante, la mano de Inuyasha que acariciaba su cabello cayó sin vida sobre el suelo. Sus ojos perdieron el color dorado tan brillantes que los caracterizaba, y se cerraron lentamente. Sus labios quedaron entreabiertos, manchados por la sangre. El peso de Inuyasha cayó muerto cobre su cuerpo, como si él hubiera estado evitando cargarse sobre ella durante sus últimos segundos de vida. La muchacha lloró, y gritó cuánto lo amaba repetidamente. Suplicó que él volviera, pero el hanyou no se inmutó.
— ¿Amas a ese medio demonio?
La voz atravesó su torrente de lágrimas y sus llantos desesperados, y le hizo volver durante un instante a la realidad. Ante ella, una mujer que jamás había visto. Una mujer hermosa de cabellos castaños vestida con una túnica de sacerdotisa blanca como la nieve.
— No me has contestado. ¿Lo amas?
— ¿A qué viene esto? — le preguntó — ¿Esto es alguna sucia y macabra broma? — preguntó — El hombre al que amo más que a nada en el mundo acaba de morir, no estoy para soportar los truquitos de nadie, así que si eres algún enemigo que viene a matarme vestido de corderito, termina de una vez… — sollozó.
— Así que lo amas… — le miró — ¿Y morirías por él tal y como él ha hecho por ti?
— ¿Qué clase de pregunta es esa? — replicó — ¡Claro que lo haría!
La sacerdotisa no pareció creerla del todo. Quizás, por eso permitió que se avistara el filo metálico de una daga en el interior de su larga manga.
— Me estás diciendo que si yo ahora te dijera que él puede vivir a cambio de tu muerte… ¿Morirías?
— Moriría feliz y entregada por él.
Kagome dejó a Inuyasha tumbado boca arriba sobre el césped, y, para enfatizar sus palabras y demostrar que no eran solo eso, simples palabras, extendió los brazos en el aire, dejando totalmente desprotegido su cuerpo. Se ofreció sin reservas a cualquier cosa que le deparara. La sacerdotisa sonrió conmovida, y guardó la daga antes de inclinarse junto al hanyou.
— Cuan típico de un hombre prometerle a una mujer una hermosa yukata y morirse…
Kagome estudió a la sacerdotisa sin llegar a entender a qué venían sus palabras.
— Por no pagar lo que sea… incluso morir… o sonrió.
— O- Oye…
— Shhhhhhhhhh — le ordenó callar.
Kagome cerró la boca ante la insistencia de la otra sacerdotisa y la observó. Hablaba con Inuyasha como si estuviera vivo, con la única intención de provocarle. De hecho, de estar vivo, él le habría replicado. ¿Qué le pasaba a esa mujer? ¿Qué pretendía? Y lo más importante, ¿por qué le permitía hablarle así a su recién fallecido Inuyasha?
— Le has prometido a esta preciosa chica una yukata nueva, — le recordó — y vas a comprársela. — le pellizcó la mejilla — Además, le comprarás todas las yukatas que se le antojen, ¿entendido?
— Perdón… pero…
— Creo que me ha entendido. — le sonrió.
Kagome cada vez se sentía más perdida. ¿Qué estaba ocurriendo?
— ¡Gandul!
La sacerdotisa le dio una torta en la nariz al hanyou sin sentir ninguna vergüenza por golpear a un muerto. Kagome quiso llamarle la atención incluso pegarla, pero no tuvo tiempo a nada. De repente, una gran fuerza espiritual la invadió y sintió como algo en la tierra se estaba removiendo. ¿Qué estaba pasando? Aquella sensación era diferente a cualquier cosa que hubiera experimentado antes. Sin embargo, no creía que fuera nada malo; al contrario, parecía bueno.
Un fuerte latido la sacó de sus interrogantes. Ese era el latido de un corazón. Volvió la vista hacia Inuyasha para ver, sorprendida, como su pecho se inflaba, y su nariz inhalaba y exhalaba una vez más. Sus garras se clavaron en la tierra, probando el terreno sobre el que yacía, como un animal, como él siempre hacía. Tragó hondo ante la visión, esperanzada. Entonces, sus ojos se abrieron de par en par, mostrando el hermoso tono dorado que los caracterizaba. ¡Estaba vivo!
En un sonoro sollozo, se lanzó en seguida a sus brazos y lo besó una y otra y otra vez, feliz porque estuviera vivo, feliz porque él le devolviera cada uno de sus besos. Mientras Inuyasha aún reposaba en sus brazos, estrechándola fuertemente, sin temores y sin timidez, miró a la sacerdotisa que ahora se alzaba de pies ante ellos.
— ¿Quién eres? — ella no le contestó así que decidió probar con otra pregunta — ¿Por qué lo has hecho? — tampoco obtuvo respuesta y decidió hacer lo que más deseaba en ese momento — ¡Gracias!
La sacerdotisa la miró por fin, y le sonrió. A continuación, su cuerpo reventó en un tornado de hermosas mariposas blancas. Las mariposas los rodearon, dieron vueltas a su alrededor en un hermoso espectáculo y volaron hacia el cielo estrellado hasta desaparecer.
Dos semanas después…
— ¡Kagome, eres una lenta! — exclamó el hanyou desde fuera — Van a cerrar antes de que termines.
— ¡Ya voy! — repitió — Por si no lo sabías, no es nada fácil ponerse esto.
El hanyou suspiró aburrido, y se volvió hacia el mostrador en el que había expuestas una veintena de yukatas. Tal y como había prometido, ese día se dispuso a comprarle una yukata nueva para compensar el estropicio de la anterior. Bueno, y de paso unas cuantas más. — pensó al ver la montaña de yukatas que se alzaba junto a la mesa de compra.
Hacía dos semanas le dieron la oportunidad de volver a la vida. Aquella era una nueva oportunidad que no desaprovecharía. En esa ocasión, todo sería diferente con Kagome. Había experimentado la terrible angustia de morir sin que formalizaran su relación de una buena vez, no lo repetiría. Había aprendido a apreciar más la vida, los amigos, la mujer a la que amaba y el sentido de la familia. Quería tener todo lo que había estado a punto de perder por no aprovechar el tiempo.
Escuchó a su espalda el sonido de las cortinas de los probadores al abrirse, y el suave susurro de la seda al rozar el suelo. Al volverse, sintió que miraba un ángel o mejor, a una tennyo. Kagome se veía hermosa con aquel kimono. Sabía que no era un yukata cuando le pidió que se lo probara, pero lo había visto tan hermoso que pensó que tenía que ser para Kagome. El kimono se adhería a le exquisita figura de la muchacha y le hacía parecer más mujer aún. Consistía en un kimono muy fino blanco hasta el suelo, sobre el cual caía otro de color rosa pálido cortado hacia la zona de las rodillas que se ajustaba a su figura, gracias a un tejido de seda azul celeste sujeto por un lazo rojo. Se veía hermosa; de hecho, ella era hermosa.
— ¿Qué tal me queda?
— Perfecto, nos lo llevamos.
Kagome sonrió y levantó una de las largas mangas en gesto de agradecimiento cuando ante su vista se cruzó la etiqueta del kimono. Saltó del lugar al verla, y eso le indicó que era caro. No era por fardar, pero podía pagarlo, ya que las figuras de oro macizo que había empeñado en su época fueron compradas por un precio que Kagome consideró una auténtica fortuna.
— No hace falta... — musitó — Con esos tengo bastante… — señaló los otros.
— Nada de quejas, te lo compro.
— ¿Por qué insistes tanto? — preguntó incómoda ante esa nueva faceta de Inuyasha.
— Porque quiero que lo lleves puesto después de nuestra boda, durante la comida.
Kagome se sonrojó intensamente y dio un paso atrás. Desde que Inuyasha le pidió que se casaran tras su resurrección, no habían vuelto a hablar del tema, ni habían organizado nada. Justo cuando empezaba pensar que solo se lo dijo por el calor del momento…
— Entonces lo dijiste en serio… — pensó en voz alta.
— Pues claro que sí, ¡con eso no se bromea! — la miró con la sospecha reflejada en la cara — ¿Acaso tú aceptaste en bromas?
— No, acepté muy en serio.
Inuyasha asintió con la cabeza y se acercó hasta colocar las manos sobre sus hombros. Lentamente, se fue inclinando hasta rozar sus labios. Entonces, antes de que ella pudiera corresponderle, pasó un brazo alrededor de su cintura en un rápido movimiento, y la atrajo hasta apretarla contra toda la extensión de su cuerpo. La besó con pasión, ardor y tremenda lujuria. Desde aquel día, le había robado cientos de besos, cada uno más maravilloso que el anterior, pero ninguno como aquel. ¿Podrían esperar hasta la noche de bodas?
— Te amo, Kagome.
Kagome cerró los ojos, sintiendo las lágrimas de felicidad surcar su rostro después de tanto sufrimiento. Su amor no correspondido se había acabado. Por fin serían felices.
— Yo también te amo, Inuyasha.
La dependienta se acercó tímidamente, intentando no interrumpir el momento, y les preguntó por la compra.
— Ponga todo lo que se ha probado mi prometida. — contestó Inuyasha, fardando por primera vez de que estaban comprometidos.
Al salir de la tienda, Kagome se agarró al brazo libre de Inuyasha, y echó un vistazo a las dos bolsas llenas de yukatas y a la caja con su kimono. Al fin y al cabo, Inuyasha había cumplido su promesa.
FIN
