APÓLOGO Y MERIDIANO DEL AMANTE
Palidezco y emerjo de un sueño con la diafanidad del galope lunar
y el borrado zurear de la paloma. Cielo y tierra, bastiones neblinosos y oportunos
para grabar de una buena vez -nunca es tarde para los transidos,
los desnudos, los boquiabiertos, los insurrectos, los límpidos, los ebrios-
este infinito y giratorio epitafio.
- Efraín Huerta
I. Una feliz ignorancia
Levantar ligeramente un pie del suelo. Impulsarlo hacia adelante. Apoyar sobre él el peso del cuerpo. Repetir la operación alternando ambos pies hasta llegar al destino deseado.
Cobrando apenas consciencia de que caminaba a través de un parque, de que lloraba en silencio, de que le dolía el brazo con el que arrastraba su baúl y de que comenzaba a llover, concluyó que para ella no existían más los destinos deseados, y con un suspiro de resignación soltó su baúl y se dejó caer pesadamente sobre el columpio más cercano.
Se dio cuenta de que aún llevaba la varita fuertemente sujeta entre sus dedos temblorosos y aquella fotografía muggle que no se atrevió a dejar atrás. La extendió, y al mirarla se convenció una vez más de que había hecho lo correcto; ellos no debían verse involucrados de ninguna forma en una guerra que no les correspondía y en la cual ella se sentía cada vez más impotente, incapaz siquiera de revelar a sus amigos sus propios temores. Ella era fuerte, era valiente, era leal… era una Gryffindor, y como tal moriría, sin dar lugar a que sus padres sufrieran una pérdida tan grande.
Todos en la Orden del Fénix evitaban hablar de ello, pero la muerte de Dumbledore había supuesto el golpe más duro para todos. Sin él guiándolos en la lucha, las esperanzas de una victoria sobre eran cada vez más vagas; todos lo sabían aunque jamás alguien se atreviera a mencionarlo. Él era el pilar de todas sus causas. Toda la luz, los ánimos, las expectativas, la alegría, los caramelos de limón se habían ido cuando se extinguieron a traición aquellos ojos infantiles velados por más de cien años de la vida más noble de la que haya sido testigo.
El pilar de todas las causas. Incluso de las perdidas, se dijo al recrear la muerte de Dumbledore a manos de Severus Snape, aquel a quien en vida hubiera defendido ante todo y ante todos, incluso ante aquellos que hubieran dado su vida para salvarle Y se permitió cuestionarse por primera vez si esta guerra no era también una causa perdida, si no sería mejor unirse a la feliz ignorancia en la que había sumido a sus padres, donde los destinos deseados se llamaban Australia, donde la magia fuera sólo un elemento de ficción y Hermione Granger fuera sólo el nombre que su subconsciente hubiera elegido darle en aquella pesadilla surrealista a la hija de los ahora señores Wenkins. Donde no hubiera guerras ni muertes que lamentar. Donde no existieran los mortífagos ni Voldemort… ni los Colegios Hogwarts de Magia y Hechicería… ni Harry o Ron…
Un fuerte sollozo peligrosamente parecido a un aullido lastimero brotó de sus labios por primera vez en la noche al darse cuenta del rumbo que estaban tomando sus pensamientos; había hecho lo correcto, y dudarlo siquiera le hizo sentir vil y cobarde. Sus padres estaban a salvo por el momento, y ella daría todo lo que estuviera en sus manos para que el mundo volviera a ser un lugar donde todos pudieran estarlo también. Se pasó por la cara la manga de su sweater empapado por la lluvia en un intento vano de enjugar sus lágrimas y se aferró a las cadenas del columpio antes de comenzar a mecerse como cuando era una niña y sus padres la miraban sonriéndole desde alguna banca de ese mismo parque. No quería ir todavía a Grimmauld Place, no estaba lista. Aún necesitaba atesorar recuerdos de tiempos mejores que le dieran fuerza en la guerra. Aún necesitaba sentirse sólo Hermione Granger, indiferente de las guerras y de los peligros, de las maldiciones imperdonables, de los pasos a su espalda, de la varita que le apuntaba a menos de dos metros de distancia.
De los ojos oscuros que la enfocaban ocultos tras una cortina de cabello negro y grasiento.
