Había una vez una Reina, un Rey y también una princesa que acababa de nacer: Rigoberta. La verdad, la verdad es que a los nobles mucho, mucho, no les gustaba ese nombre: "Rigoberta"; más que nada porque les costaba horrores pronunciarlo y teminaban diciendo: Ripuetota, Ribergota, Robiguerra, etc. Eso sí, nadie se atrevía a confesarlo delante del padre así que la saludaban con grandes reverencias y pronunciando el nombre bien bajito para que no se oyera. Ya se sabe, los reyes son bondadosos pero algo coléricos. Mejor no contradecirles. Solo su madre lo intentó poco antes de nacer.

-¿Y si le ponemos Rosita? A mi me parece un nombre de lo más adecuado para su posición.

-No. Se llamará Rigoberta. Como mi madre y mi abuela.

Y así fue -porque siempre se ha hecho y siempre se hará lo que manden los reyes que para eso están; para ser obedecidos y sanseacabó-. A los pocos meses, sin embargo, la reina comenzó a llamarla Rosita en privado, luego se sumaron algunos condes, después los duques y pasado un tiempo prudencial, solo se le conocía como Rigoberta delante del Rey. Rosita tenía dos enamorados -les menciono ahora aunque no viene mucho a cuento porque en las historias de amor sencillas los enamorados deben aparecen en el segundo párrafo-: Carlos y Mario A Secas.

Un día, cuando Rosita ya tenía quince años,Mario A Secas se subió a su corcel y recorrió al galope los tres kilómetros que le separaban de su amada. Llevaba la cabeza repleta de imágenes agradables: ríos, árboles y almohadas -aunque no se suele mencionar mucho, en las historias de amor las almohadas son muy importantes-. Muy pronto llegó hasta el palacete del padre de Rosita se apeó de su caballo y buscó con la vista a su amada. Como de costumbre ella le aguardaba sobre el tercer balcón de la torre sur, la más bonita de todas. En rigor a la verdad, ella esperaba siempre allí pero a Mario A Secas nunca se le pasó por la cabeza imaginar que pudiera estar aguardando a otro. Aquel tipo de sinsabor no era propio de su condición. Toda su familia había accedido al amor de forma sencilla y placentera. Su madre apenas si aguardó a su príncipe azul un par de meses. Ambas abuelos, materno y paterno, hallaron a sus damas en sendas fuentes y cayeron rendidas con los primeros cantos de sus galanes. Incluso su prima pequeña, Mariola, ya disponía de un caballero que realizaba grandes proezas en su nombre. En suma, nada en su educación le preparaba para siquiera pensar en el desprecio ni mucho menos en complejos triángulos amorosos.

-¡Por Dios, Rosita! -exclamó Mario A Secas mientras trepaba al árbol desde el que solía cantarle- ¿Qué tal estás hoy?

-Mejor que nunca, querido Mario, ahora que has pasado a visitarme.

Al caballero le encantaba el rutinario saludo inicial. Y más aún el inminente y directo piropo que estaba por pronunciar, casi como si fuese él y no ella el receptor de aquella palabras.

-Si me permites la osadía hoy estás más bella que nunca.

-Claro que te la permito, caballero. Hoy me siento como un palimpsesto sobre el que puedes borrar tantos cumplidos antiguos como desees para escribir los nuevos.

A Mario le temblaron los párpados y buena parte de los mofletes.

-¡Por Dios, Rosita! Por un momento me ha pasado algo horrible. He sentido…no sabría como explicarlo…un imposible…que te ponías menos bella -aseguró, llevándose las manos a la boca-. ¡Voto a Dios, que he blasfemado!

-No, no, caballero. No te martirices. Ha sido culpa mía. Se me ha escapado por error una palabra complicada. No sé por qué pero hoy me he despertado como si fuera otra, más culta y menos refinada.

-¡Ah, es eso otra vez! Pensaba que ya se te había pasado Rosita… ¡Por Dios!

Rosita…digo Rigoberta…bueno, una de las dos, bajó el tono y apoyó los brazos sobre la baranda del balcón.

-¿A ti nunca te ha pasado, Mario? ¿Sentir que eres otro? ¿O que podrías serlo? ¿Un día princesa educada y otro, gran profesora y erudita?

Mario se llevó las manos a las sienes y se las frotó con ellas durante un rato.

-¿No prefirirías que me hiciera cargo de algún dragón? ¿Un gigante al menos? Esto de pensar…ya sabes que mucho no me gusta. ¡Por Dios!

-Hazlo por mi, caballero. A lo mejor si me deshago de la otra que vive dentro de mi, mi padre acceda por fin a formalizar nuestra boda.

Y no hizo falta decir más. Aquella frase sí que le supo a gloria al caballero.

-Mi dama, volveré dentro de unos días con mi respuesta.