El hombre que dicta la sentencia debe blandir la espada.
La frase está escrita a fuego en la memoria de Sansa. De niña, escucho a su padre repetiría una y otra vez hasta que su significado adquirió un tinte frío y sereno, como el grito agónico de aquellos que fueron condenados. Ned había aportado justicia al pueblo y cumplido con las exigencias que le pedían al guardián del Norte. Y sus hijos habían aprendido de él aquella tosca justicia por la cual sus propias vidas habían sido arrebatadas.
Ahora, de nuevo tras los muros de Invernalia, Sansa retiene el aliento mientras observa las perreras con decisión. Jamás, hasta la muerte de su padre, había sido testigo de la ejecución de un hombre. Jamás, antes de ello había sentido la sangre gotear por su blanquecina piel. Pero esa pureza e inocencia de niña quedaron en Desembarco del Rey junto a sus muñecas y sus miedos.
En los últimos años ha crecido en estáis y en valor. En los últimos meses también lo ha hecho en deber y frialdad. Una parte de sí misma desea olvidar todo aquel pasado que no la acarrea más que miedos y desgracias y sin embargo, sabe que jamás será capaz de hacerlo ya que gracias a ello es ahora una mujer.
Los golpes, las heridas y las violaciones que ha sufrido en los últimos meses a manos de Ramsay Bolton son recuerdos lejanos. Ajados por la irrealidad que esta viviendo, casi como si fuese otra vida la que ve a través de sus propios ojos. Ajena, de otra persona, de alguien que realmente nunca ha existido. Pero en el fondo sabe que todo es una simple mentira para enmascarar el dolor que aún habita en sus entrañas.
Camina con paso firme por los adoquines cubiertos de escarcha y sangre y penetra en el lobrego lugar que una vez fue el hogar de Dama. A los lados quedan grabados los recuerdos de los huargos juguetones que correteaban y ladraban sin la menor disciplina. Al fondo queda la jaula donde un hijo del hierro se pudrio en vida y frente a ella la máxima que el último monstruo habita.
Son horas, minutos o puede que siglos el tiempo que se queda de pie frente a él esperando a que despierte. Pero allí se encuentra, de pie, para mirarle a los ojos y ser testigo de sus últimas y crueles palabras. Busca algo nuevo quite decir, con lo que con lo que hacerla creer que aún tiene el control y eso acaba arrebatándola una fría sonrisa. No es ella quien tiembla y suplica esta vez. No es ella quien se humilla y trata de huir.
El ladrido de los perros atrae la atención del hombre y por primera vez la mujer ve el miedo grabado en su mirada.
Se queda allí de pie, viendo como las bestias, que antaño fueron fieles compañeros, devoran su carne hambrientas y heridas. Le escucha gritar de dolor, suplicar de terror y llorar de miedo. Y por primera vez en mucho tiempo Sansa se permite respirar aliviada.
Porque está vez es su mano la que sujeta la espada.
