Tras contener el aliento por uno segundos que parecieron decadas, el rey, finalmente, relajó el cuerpo y se dejó llevar de la mano a la inconsciencia. Una de la que no iba ya a despertar jamás.

El rey había muerto.

Todos en la sala, al ver que ya no se movía, soltaron a su vez sus alientos, bajaron la cabeza, apesadumbrados, y no dijeron nada por unos tres minutos más o menos. De pronto, parecía que el mundo se había quedado mudo. El viento había perdido la voz, los pájaros habían perdido la voluntad, y la joven Elizabeth había perdido a su amado padre.

El país había perdido a su soberano.

Por suerte, había quien lo sucediera. El príncipe Dickens, hermano mayor de Elizabeth, quien sostenía con reconfortante firmeza el cuerpo menudo de la joven princesa mientras ella ahogaba el llanto y todo su dolor en el pecho familiar de su hermano. No había quien resintiera aquella pérdida como Elizabeth; su padre había sido para ella un amigo como ninguno habría en el mundo después de él. Desde hacía semanas sabía que la pronta llegada de aquel momento sería imposible de evadir, y que hiciese lo que hiciese, jamás podría estar nada preparada para ver a su padre partir y dejarla. Con todo, no pudo menos que estar a su lado en el lecho, tomándole la mano con firmeza y mirándole a los ojos; un contacto visual tan íntimo, tan poderoso, que sólo el momento en que la muerte separó al ser del cuerpo pudo romper. Incluso ahora, llorando amargamente con la cabeza escondida, no soltaba la mano inerte de su padre.

Elizabeth sentía que su mundo tenía ahora un único pilar: Dickens.

Cuando la noticia se esparció por el palacio, hubo un momento generalizado en que todos se sintieron brevemente sin norte. De pronto los sirvientes no sabían muy bien qué hacer, dónde pararse ni a quién mirar. Todos en algún instante se quedaron solo así, de pie en donde estuvieran, mirando al vacío, sintiendo que un afable vecino de toda la vida de pronto se mudaba y ya la casita que había sido suya parecía extraña. Todo el palacio parecía desconocido, diferente, frío; adornos y lujos que habían perdido familiaridad.

Entre el pueblo la cosa fue un poco diferente. Ellos se permitieron abandonarse al llanto y al dolor. De pronto, el halo de silencio que había cubierto el reino tras la muerte del rey se levantaba, dejando dolor, tristeza y desesperanza allí donde se había posado. Todos sabían que era de esperarse, pues la salud del monarca se agravó de forma precipitada con el paso de los últimos días, pero al igual que Elizabeth, nadie estuvo realmente preparado para recibir la noticia. Notablemente, era muy querido el rey.

Cuando un monarca muere, se permiten unos seis minutos más o menos de desorientación y tristeza, tras los cuales hay que ponerse manos a la obra con premura pues hay un funeral que llevar a cabo. La planeación de todo el evento fúnebre se había realizado hacía semanas; incluso se llegó a practicar alguna que otra cosa. Pasados tres minutos tras los seis de duelo, el palacio se volvió algo a medio camino entre pandemónium y la precisión de un reloj suizo. Todos los sirvientes, jefes de áreas y asesores del palacio iban a toda prisa (tanto como la dignidad les permitía al andar) afinando los detalles para ese terrible gran evento que es la muerte del rey, con todo lo que que acarrea consigo.

Arriba, en una habitación diferente a la del difunto rey, Elizabeth seguía llorando desconsoladamente con Dickens a un lado. El príncipe (ahora rey no investido) veía y escuchaba a su hermana sin saber cómo ayudarle a sobrellevar semejante carga de dolor. Veía sus mejillas empapadas y pálidas mientras sostenía su menudo cuerpo firmemente contra el suyo, en un intento de amortiguar los espasmos que la recorrían con cada sollozo. Ninguna chica de la dulzura de Elizabeth debería perder nunca al amor de su vida, pensaba Dickens apesadumbrado.

-Tuve que decirle que iba a estar bien sin él, aunque no fuera cierto.

Dickens creyó oír algo. Un murmullo parecido a la suave voz de su hermana reptó hasta sus oídos, y para descartar que hubiesen sido imaginaciones suyas, bajó un poco más la cabeza y con dulzura y temor, preguntó:

-¿Qué has dicho?

Elizabeth apartó un poco la cabeza.

-Padre se iba a ir angustiado si le decía que su partida me iba a romper el corazón en mil pedazos. No se habría ido en paz. -Elizabeth sorbió un poco la nariz, y un par de lágrimas iniciaron la carrera por sus mejillas.

-¿Crees que se fue en paz? -le preguntó Dickens con suavidad.

Ella lo pensó un momento.

-Sí -respondió con convicción-. Creo que vio en mis ojos la ilusión detrás de la mentira.

-¿Cuál ilusión?

-La que le hizo creer en lo que le dije.

Volvió a romper en llanto, incluso más amargamente aún. No se perdonaba a sí misma haberse despedido de su adorado padre con un engaño, ni aunque en su opinión fuese la única forma de convencerlo de dejarse ir.

Dickens la abrazó con fuerza, rindiéndose un poco al contacto y a su propio dolor, que había mantenido a raya porque, después de todo, ahora él era el rey y debía demostrar una imagen de fortaleza primeramente para ser el pilar fuerte de Elizabeth; luego, para que los cuervos que se mezclaban con los presentes al momento de la muerte del rey vieran que su nuevo soberano no sería ningún hueso fácil de roer; y finalmente, porque desde ese instante en adelante, su vida se definiría por lo fuerte que pudiera mantenerse ante la adversidad. Toda una vida preparándose para ello, y de pronto ser el pilar y la cabeza de toda una nación parecía lo más imposible a lo que Dickens se hubiera encomendado jamás.

En silencio, en la penumbra de una habitación que casi presumía no tener ventanas, hermano y hermana se aferraban entre sí como si el no ahogarse y morirse de pena dependiera de la fortaleza del otro. Lo difícil es que, en ese instante, ambos estaban quebrados por dentro y con las mismas ganas de abandonarse al llanto.

. . .

-TRES MESES Y UN DÍA TRAS LA MUERTE DEL REY-

Un mensajero llegó ante la imponente puerta de un imponente castillo con una carta importante que entregar. La dejó en las manos del mayordomo que tuvo la gentileza de atenderle, y le advirtió que era una carta muy importante del palacio real. Al oír eso, y tras despedirse del mensajero, el mayordomo subió rápida y eficientemente la amplia escalinata hacia el piso superior, dobló a la derecha en el rellano, atravesó el elegante corredor y se detuvo justo en la quinta puerta de la izquierda. Tocó dos veces antes de entrar.

En el interior, un hombre de espeso cabello negro apenas alzó la vista del libro que tenía apoyado en el regazo. Era un individuo importante, con muy buena educación, culto, inteligente, y con una permanente expresión de aburrimiento en el rostro. De hecho, muchos de los que no le conocían sino de vista, alegaban que debía ser un caballero algo orgulloso. El señor Darcy, por supuesto, nunca tenía oído para lo que no se le confiara de frente.

-¿Amo Darcy? -el mayordomo entró y le enseñó la carta- Ha llegado para usted una misiva del palacio real.

Al oírlo, apenas hubo una reacción imperceptible en Darcy.

-Déjala en mi escritorio. Gracias, Winston -dijo, volviendo la atención a su libro.

Winton hizo como se le indicó, bajó la cabeza en señal de respetuosa reverencia, y sin mediar más palabra salió del estudio de su amo y se encaminó a sus labores usuales.

Darcy, una vez solo, no pudo evitar la curiosidad que le despertaba aquella carta del palacio real. Quien le viera moverse no habría sospechado jamás que le interesaba lo más mínimo lo que pudiera decir la misiva; se movía con calma, meditando cada movimiento y cuidando de que fuera correcto; una particular forma de ser que había desarrollado con el paso de los años. Finalmente tomó el sobre, rompió el sello y procedió a leer la carta.

Lo estaban invitando a la coronación del rey Dickens.