"Prohibido el paso a toda persona ajena a esta compañía" reza el letrero delante de mí justo al lado de la puerta de entrada. Siempre me pareció curioso ¿Cómo deja uno de ser ajeno a la compañía? ¿Cuenta si eres la hija de una de las trabajadoras de la misma? Por si acaso, supuse que no. Uno se lo tenía que pensar mucho antes de romper una regla en este sitio, tanto las que estaban escritas como esa, como las que no. A veces pasaba, y si te cazaban, créeme, no te quedan ganas de repetir. Eso no quitaba que fuese tentador el impulso de entrar a husmear.
No faltaba mucho para que mi madre terminase su jornada. Después iríamos juntas a buscar a mi padre a la estación.
Hacía más de tres meses que no lo veía; antes de esos tres, otros tres, anteriormente otros tres... y así fue desde que tengo uso de razón. No era algo que él había elegido. Es profesor en el Capitolio, y solo vuelve al Distrito 3 cuando no lo necesitan.
Como hoy.
Era un día feliz, a pesar de que era la Cosecha. El nudo de mi estómago, probablemente se debiese a ambas cosas. Tenía ganas de verle, también tenía ganas de que el sorteo se realizase, de que leyesen el papelito en voz alta, de respirar profundamente y no preocuparme de eso otra vez hasta el año siguiente.
Mamá aún no sale. No tengo reloj, así que no se qué hora es. En su lugar, me pongo a cantar una nana en mi cabeza. Es lo primero que se me ocurre, y lo más interesante que puede uno hacer en esas circunstancias. Cuando voy por la parte en que el corderito encuentra a su mamá de nuevo, convenientemente, mi madre sale por la puerta junto con otras personas que también terminan su jornada. Al principio no me ve, la llamo y se detiene. Me mira extrañada.
—¿Qué haces aquí a estas horas? —me pregunta.
—Hoy no hay clases mamá ¿Recuerdas?
—Oh...
Eso es lo único que alcanza a decir. Acaba de recordar qué día es hoy.
—Si nos damos prisa, quizá el tren aún no haya llegado —le digo, intentando animarla.
Aquello surte efecto, inmediatamente sonríe y nos ponemos de camino. La estación no está lejos, pero en un día como hoy, el distrito se llena de extraños que llegarán en el mismo tren que papá como reporteros, equipo de rodaje o Agentes de la Paz que llegan de refuerzo a los que ya hay.
Para pasar algo más desapercibidos, desde hace unos años siempre le esperamos en una calle cercana, bajo un cartel que dice "Prohibido hablar demasiado fuerte".
¿Qué le vamos a hacer? A nuestro Jefe de los Agentes le gustan los carteles. No los he contado, pero seguro que hay muchos, al menos 5 por calle. Este cartel también hace preguntarme cosas. Como por ejemplo, a partir de cuántos decibelios se considera hablar demasiado fuerte. Siempre me quedaré con esa duda. Porque no es algo que le preguntaría a alguien que me acusase de hablar demasiado fuerte. Por cualquier problema, mi madre y yo decidimos hablar flojito, casi susurrar. Si un Agente de la Paz andaba enojado siempre encontraría algo por lo que acusarte.
En la distancia, oigo el característico silbido del tren. ¡Papá está aquí! Rápidamente le digo a mi madre que le diga que no me he acordado de venir, y voy a esconderme adentro de un portal cercano. Es un juego al que siempre jugamos. Papá ya sabe que no me he olvidado, pero a mí me gusta darles un momentito de intimidad. Después de tanto separados, lo merecen.
Los alumnos de papá son niños del Capitolio, de 5 años. Allá, el sistema escolar es distinto, porque casi nadie tiene empleo; no lo necesitan y solo los que sienten verdadera vocación profesional siguen adelante. De todos los lujos del Capitolio, este es el único del que siento envidia, la opción de tener trabajo o no tenerlo, y además hacer lo que te gusta. En este distrito, y en los demás, si no trabajas duro no llegas lejos. A pesar de trabajar en el lugar más rico del país, mi padre no gana un buen salario, pero los padres de sus alumnos le suelen hacer regalos, algunos bastante caros. Por ley, todos los habitantes de Panem deben saber leer y escribir, y eso es lo que mi padre hace. Enseñar a los nuevos habitantes de Panem, una de las pocas cosas que es requerida de ellos.
Dentro del portal está oscuro, enfrente de mí hay un panel con una lista de cosas que no están permitidas y otro con una lista de nombres y apellidos de las personas que viven aquí. Detrás de mí, hay un ascensor y a mi derecha, las escaleras. Es exactamente igual al portal de mi apartamento, y de todos los otros que he visto. Edificios genéricos, para trabajadores genéricos. Panales genéricos para abejas obreras genéricas. Quizá algún día, den un paso más y nos asignen números únicos en lugar de nombres. Eso terminaría por arrebatarnos la poca humanidad que nos queda, a ojos de los habitantes del Capitolio.
La voz de papá me devuelve a la realidad.
—No puedo creer que mi niña se haya olvidado de que llegaba hoy. ¿Dónde estará? —bromea.
Porque ya conoce de sobra este ritual.
Abro unos centímetros la puerta y me encuentro cara a cara con él. Sin pensarlo, lo abrazo fuertemente. Él simula que mi abrazo lo está ahogando, y exagera sobre lo pequeña que estaba la última vez que me vio. Cuando finalmente le suelto, me da un beso en la frente y sonríe. Al hacerlo, las patas de gallo de sus ojos aparecen. Solo personas con gran sentido del humor las tienen, y mi padre lo es. A cualquier situación, por difícil que resulte, le encuentra el lado bueno.
Papá me pasa el brazo izquierdo por los hombros y a mamá el derecho y volvemos a casa. Como siempre, yo llevo su maleta en mi mano libre.
—No traigo nada para ti —me dice.
—No lo creo —le respondo y él ríe.
Mientras mis padres conversan sobre asuntos del trabajo, yo me pierdo en mis pensamientos sobre el contenido de la maleta. Evito pensar en la Cosecha, no quiero que condicione mi día.
La mayoría de las cosas que trae, aparte de unos pocos objetos personales, son regalos que le hacen. El año pasado hubo una moda sobre vampiros muy pasajera pero intensa. Había una especie de competición por ver quién se parecía más a un vampiro auténtico. Blanqueamientos faciales, compra de ataúdes-cama... Incluso Caesar Flickerman presentó los Juegos con prótesis en los caninos y capa. A papá le obsequiaron con una botella de un licor de color sangre, que en verdad estaba creado con frutas. Lo abrió para brindar, la misma noche que volvimos de la Cosecha, aunque a mí no me permitieron beber.
—Las niñas no beben sangre —bromeó papá. Y tras eso tuvimos una discusión sobre a qué edad deja uno de ser un niño.
Esa misma noche, muerta de curiosidad, me levanté mientras mis padres dormían y fui a buscar la botella. La agité levemente, observando el líquido rojo brillante formar pequeños remolinos y burbujas. De verdad parecía sangre auténtica. Busqué un vaso, me serví un dedito, y me lo bebí de un trago. Estaba dulce al principio, pero luego amargo, y cuando bajaba por la garganta daba una sensación de ardor. No me gustó nada. Me enjuagué la boca con agua y escupí varias veces. Tras eso me fui a dormir.
Fue a las dos horas cuando empecé a sentirme mal, mis ojos se hincharon y enrojecieron, vomité varias veces y tuve que contarles a mis padres lo que hice. Papá agarró la botella y se puso a leer los ingredientes. Jugo de melocotón. Yo era alérgica a ellos, pero anteriormente solo los había probado una vez, no había pensado en el peligro de beber algo sin leer la etiqueta primero.
Por la tarde ya me sentía mejor, pero muy débil. Mi madre me echó un sermón que duró lo que me parecieron horas, mi padre solo sonrió y dijo que ya había tenido suficiente castigo. Nunca supe si se refería a la reprimenda de mamá o a la reacción alérgica. Después de eso, mis padres discutieron sobre si tirar el licor por el fregadero o no. Al final decidieron no hacerlo, porque era algo muy caro. Mi padre salió de casa con la botella, y volvió al cabo de una hora con unos limones y un tarro de bicarbonato. Me pidió que lo siguiera a la cocina, donde cortó un limón y exprimió su jugo en un vaso. Luego le agregó agua y el bicarbonato de sodio. Lo agitó bien y me lo dio.
—¿Qué es? —pregunté antes de beber. No quería caer en el error dos veces en el mismo día.
—Limonada isotónica —dijo—. Te ayudará a recuperar el agua y los electrolitos.
La mezcla tenía un color parecido al del agua turbia. No tenía muy buen aspecto, pero igual me la bebí. Estaba salada, y también un poco amarga por el limón, lo que me hizo arrugar la nariz, lo que a su vez hizo arrancar a papá unas cuantas carcajadas.
Pero aunque me hacía la sentida, no podía enfadarme con él en serio. Incluso cuando mi madre, que era mucho más seria se enojaba por algo, mi padre siempre acababa convirtiendo la situación en algo cómico, y era entonces cuando uno se daba cuenta, de que el problema no tenía tanta importancia. Él era la persona perfecta para trabajar con estudiantes. A final del curso, siempre traía una foto con sus alumnos de recuerdo. Mi padre sonriente, rodeado de chicos del Capitolio también sonrientes, todos con sus uniformes idénticos. Era algo injusto que ellos viesen a mi padre todos los días y yo no.
La vida con mi madre es algo más calmada. Nos centramos en nuestra rutina diaria, desayunamos juntas, ella pan tostado y una manzana, y yo algo de avena mezclada en agua tibia, no tiene mucho sabor pero es nutritiva. Cuando tenemos azúcar sabe mejor, pero eso es algo que no pasa a menudo. Luego mamá se va al trabajo. Es programadora en una empresa de desarrollo de aplicaciones. Yo me voy mis clases en el laboratorio biotech. En el futuro y cuando la formación se termine, me contratarán. A decir verdad, ahora mismo soy mitad alumna, mitad conejillo de indias. Necesitaban a alguien como yo, cuyo cuerpo no tolera tantas cosas para estudiar mis reacciones. Lo bueno: comida gratis, y que si por casualidad terminas arrodillada en el suelo vomitando todo, enseguida un médico acude a atenderte, también gratis.
Por la noche cuando llego a casa, mamá normalmente aún no ha llegado así que yo preparo la cena. Cuando llega, cenamos juntas y hablamos. O mejor dicho, yo hablo y le pregunto cosas sobre lo que ha hecho ese día. No puedo evitarlo, me fascina su trabajo. El interrogatorio dura hasta que ella se cansa de tantas preguntas y se hace la dormida en el sofá.
Pronto llegamos a casa, y hacemos dos viajes porque no cabemos todos en el ascensor. Primero subimos mamá y yo, y después papá y la maleta. Nuestro apartamento está en el piso número 17, puerta 5. Papá se acomoda en un sillón y abre la maleta. Lo primero que saca es un libro. Él sabe que me gustan mucho.
—No tiene mucha lectura, pero las fotos son bonitas —me dice.
Y es verdad, los libros del Capitolio, suelen ser en su mayoría de fotografías. Es un libro sobre astronomía. Hay fotos viejas, que tomaron robots mandados al espacio antes de los Días Oscuros. Actualmente, todos los programas de investigación espacial han sido abandonados. Por suerte, aún nos queda su legado. Pronto, ya he decidido cuál será mi favorita. Según el pie de foto, fue tomada por un robot enviado a una luna neptuniana. La fotografía se llama "El sol desde Tritón" y se ve lo que parece como una estrella muy grande y brillante en comparación a las demás. Hay también fotos de constelaciones, me pregunto qué verían nuestros antepasados en ellas para darles esos nombres.
—Muchas gracias papá. Me ha encantado tu regalo —digo pasando las páginas con interés.
En seguida, mis ojos se fijan en el siguiente objeto que sale de la maleta de papá. Es una figura de porcelana, algo así como una torre con un reloj arriba. Levanto una ceja y miro a mi madre, que para mi sorpresa está haciendo lo mismo.
—¿De dónde sacaste esto? —pregunta.
—Me lo regaló una alumna. Están muy de moda ahora y son edición limitada. Es un antiguo monumento de...
Y de repente, una luz se enciende en mi cabeza.
—¡Yo sé qué es! Es el Big Ben. Una torre reloj de una civilización antigua. Fue destruido hace mucho tiempo, pero gracias a documentos gráficos encontrados podemos saber que existió.
—Wiress... no me gusta que te me robes el protagonismo —dice papá—. En dos meses, dudo que nadie se acuerde de ellos, pero mientras... bueno, la gente anda en busca y captura. Son varios monumentos, también hay un puente, una especie de rueda gigante llena de compartimentos, y una casita roja con un teléfono dentro.
—¿Una casita roja con un teléfono? —preguntó mi madre con una nota de incredulidad en su voz.
Papá se encogió de hombros.
—Conozco a alguien que me daría una buena cantidad por él. Iré a verle mañana mismo. Podríamos comprar cosas mucho más prácticas. Verdura fresca, recién traída de 11, en lugar de verdura mustia de hace tres días, fruta fresca...
Mi madre se mostró muy de acuerdo con la idea. No congenió muy bien con el extraño reloj. Aún seguía mirándolo de reojo, como con desconfianza.
De vez en cuando, en la televisión ponían documentales sobre civilizaciones antiguas, también películas... pero al final todo resultaba ser propaganda anti revolucionaria. "En la antigüedad hubo guerras y miren como acabaron todos" y bla bla bla. Curioso como cuando una civilización desaparece, también lo hacen sus símbolos, para resurgir siglos más tarde en forma de adorno para la mesita de noche de alguien. Me pregunto si los habitantes de aquella época pensaron alguna vez que el orden mundial, tal y como lo conocían, iba a dar un giro tan brusco. Igual a Panem, algún día también le llegará la hora. La historia siempre se repite, y los imperios nacen, se expanden y mueren. Es así.
Papá también sacó de su maleta unos sobres de azúcar, y unos mini tarritos de mermelada. Al parecer, en la cafetería de la universidad donde trabaja los dan gratis. Mamá y yo le agradecemos en serio por la mermelada, es algo muy raro de ver aquí en 3. Mi favorita es la de arándano dulce.
Y entonces, el sonido del reloj-monumento nos saca de nuestra conversación sobre "asignación de mermeladas" con una curiosa melodía.
—Oh, así que eso era lo que estuvo sonando en tu maleta... —dijo mamá sorprendida.
—Sí, suena cada cuarto de hora. Esa es la melodía de media hora, lo que significa que ahora mismo son...
—Las una y media —digo.
Mamá y papá me miran, y yo miro al suelo. Con el entusiasmo de la vuelta de papá y los regalos lo hemos olvidado por completo, y ahora de repente, el pensamiento de la Cosecha nos ha abofeteado de vuelta a la realidad. Y nadie se atreve a ser el primero en hablar.
Al final, es mi padre quien rompe el hielo.
—Bueno Wiress... ¿Vas a ir a la Cosecha vestida así?
Papá hace un esfuerzo por sonar casual, pero su tono es diferente al de siempre. Lo miro a los ojos y un nudo se me forma en la garganta. No me salen las palabras. Mamá se va de la habitación y se mete en el baño.
Por un instante, los únicos sonidos del mundo son sus sollozos y el débil tic tac del reloj...
Hace mucho tiempo que no escribo un fanfic, casi 10 años. Espero que les guste y gracias por leerlo. Los Juegos del Hambre y sus personajes pertenecen a Suzanne Collins.
