Avisamos que el contenido de esta historia tendrá harta victimización, exageración y en general será manipulada por las emociones de Perú.


«[...] cuando Chile enfrentaba una crisis socioeconómica, se utilizara el tema de la virilidad para constituir una autoridad ante la crisis y, la guerra, espacio masculino por excelencia, también fue aprovechada para ese fin. Ante esto, las naciones rivales de Chile en el conflicto fueron feminizadas, comparadas con una mujer frágil que esperaba ser dominada. [...] En lo que respecta a los hombres peruanos, en general, se había difundido entre las tropas la idea que estos carecían de fuerza y que sentían gusto de verse dominados. Además, no faltaban comentarios que hacían referencia a la supuesta homosexualidad de los hombres limeños».

—María Valle Vera, Relaciones entre chilenos y mujeres peruanas residentes en Lima durante la ocupación militar de la ciudad (1881-1883).


Fuga

Última semana de enero de 1881.

Lo único que Chile quiere en este momento es almorzar algo contundente (en lo posible solo), y aunque cuando abre la puerta lo hace con la barbilla en alto y expresión de «no me hablen», por dentro sus talones le gritan que se siente y en lo posible duerma. Se quita su chaqueta.

Perú va montado en un caballo camino a la casa fuera de los límites del centro de Lima. Por los viñedos. Ha sido comunicado de una baja. Y no es cualquier baja. Sus heridas están calientes, cada galope del caballo, al momento de rebotar, le genera escozor en las cicatrices y tajos inflamados del abdomen y la baja espalda.

—¿Hola? —llama Chile, esperando que se aparezca una criada (o Perú, pero le dijo hace unos días que mejor no hiciera fuerza por un tiempo) y, cojeando (más de una pierna que de la otra, pero es obvio que caminar le cuesta) se acerca al perchero de pie a dejar la prenda—. ¿Hay alguien?

Una criada oye a don Chile que se asoma y deja de pelar papitas, limpiándose en su delantal. Corre a recibirle.

—Buenas, siñor.

—Buenas tardes —frunce el ceño por inercia—. Lléveme el almuerzo al cuarto de don Perú —le pide él—, ¿ya almorzó él? —todo se reduce a la comida en este momento, demasiado trabajo.

Ella niega con la cabeza.

—Il siñor ha salidu, hace una horita.

Chile parpadea... Y parpadea... Y se da un soberano golpe contra la frente que le va a dejar rojo.

—¿Segura? —nonononono, pero qué idiota... Se le va a morir desangrado en pleno mercado o qué sabe él.

—Sí, mi diju qui ya se había sana'u de las heriditas —eso es verdad—. Y que nu sabía cuándo volvería... ¿Le sirvo igual, don? —refiriéndose, con esto último, a la comida.

—Ah... No se preocupe... No todavía... —se le ha ido la sangre de la cara—. ¿Dice que se sentía bien ya? —no está muy convencido.

—Así mi dijo —nerviosa ahora porque no le servirá de comer.

—¿Y sabe para dónde se fue? —se le acerca un paso, su tono es más duro ahora, amenazante.

La criada niega otra vez con la cabeza, con la mirada pegada en la punta de los zapatos del señor.

—Mi diju qui... Lejos, señorcito. Lejos, lejos, así.

—¿Lejos dónde? —levanta la voz—. No me lo estarás ocultando, ¿no? ¿Eh? ¿Te dijo él que me mintieras? —le pone una mano en el hombro.

La criada se sobresalta con el toque.

—¡Nu! Iso me dijo, si lo juro, porque no quería verle a usted, ya.

Perú comienza a respirar por la boca, siente que el corazón se le sale. Un lado de la costilla le duele por el esfuerzo, aprieta los ojos. Sólo quiere avanzar lo máximo que pueda, un lugar donde no le encuentre... Ése.

Chile se pasa mil rollos incluyendo batallones en Los Andes. Lo peor es que está más preocupado porque Perú se muera en el camino que por el hecho de que su principal prisionero de guerra (por así llamarle), escapó.

—Mierda... —sisea—. Manda a alguien a decir que no estoy disponible hasta nuevo aviso, y quiero un caballo. ¿Me oíste? —chola conchatumadre, es que está nervioso.

—Sí, sí, don... ¿Un caballo? En el establo están los dos.

—Y me reúne a todo el personal de la casa, ¡los quiero a todos en cinco minutos!

La criada corre presurosa a avisarle al Paquito y los demás.

Chile renguea directo al escritorio de Perú, a buscar algo, una carta, abre cajones, tira el contenido sobre la mesa de ser necesario. Encontrando muchas de ellas, cargadas de drama y sufrimiento, del puño y letra de Perú, qué raro. Hasta muchas que, sin contar nada doloroso, se leen con un deje de melancolía.

Perú esta medio doblado en su abdomen, una herida transversal se le ha abierto... Pero no va a parar hasta llegar a la viña. Está al frente. Hay casas desperdigadas por ahí, de madera. Unos trabajadores del lugar le ven pasar, y se preguntan si a ese lo viene persiguiendo el diablo que va tan rápido.

La criada apura al jovencito que cepilla los caballos, que el don ha venido furioso, furioso está.

Chile no va a pasar de leer las primeras páginas, luego solo escanea buscando algún referente... Revisa entre la correspondencia si a Perú le escribió alguien (piensa en Bolivia, en que nunca se sabe cómo actuará a pesar de haberse rendido ya). No sabe qué está más, si enojado, preocupado... Asustado.

—¡¿A dónde. Cresta. Te fuiste?!

Ahora Perú sólo busca terminar esta hilera de casitas y buscar un tópico, una enfermería... Aunque preferirá ir directo a la viña. Al final hay un grupo de hombres sentados y, tal parece, bebiendo y comiendo. Están en un descanso antes de seguir faenando. Les alerta la polvareda de que viene alguien y se levantan, por inercia, no vaya a ser el patrón y que los pille holgazaneando.

Chile, cómo no, arruma (sin mucho cuidado) los textos de Perú y se los lleva al salir del escritorio. Pasa a dejarlos en su habitación (o más bien, la que se adueño), escondidos al fondo de un cajón, y luego va a la habitación de Perú (que dará vuelta con tal de encontrar algo que le sea útil en su búsqueda). Hay unas cartas donde Perú habla de su viñedo pero... No algo comprometedor, encima, son de fechas pasadas. Chile no lo considera demasiado, más piensa en que deberá, ejem... Hacerle una visita a los cercanos de Perú. Camina de vuelta al salón, esperando hallar a la gente allí.

Perú llega medio inclinado, pero sin dejar de indicarle el camino al caballo, sudoroso como de fiebre.

Los hombres le quedan mirando. En su mayoría son personas ya cercanas a los cincuenta, aunque hay un mocoso de doce años en el grupo. Le reconocen, pero no notan aún su estado. El mayor del grupo se acerca a saludarle y a preguntarle qué desea que se ha presentado.

—Hola, hijo —saluda Perú, siendo afectuoso como siempre—, ¿me ayudas a que busquen medicamentos...? Tengo una herida abierta.

El hombre le mira a la cara, pero no de forma prepotente. Le ve demacrado, reconociéndole. Y Perú debe detenerse de galopar en algún momento, bajándose como puede.

—Sí, patrón. Le pueden acompañar hasta la casa —la de Perú, se entiende—, pero aquí al lado está la mía y mi señora le puede atender mientras.

—Llévame a tu casita —le contesta Perú en diminutivo, y un par de hombres se acercan a ayudarle a bajar del caballo. Perú se apoya en el hombro de uno para caminar.

—Gracias, gracias, con uno está bien —tranquiliza.

De todos modos el otro hombre les sigue camino a la casita, y... Luis, el varón que le habló a Perú, entra llamando a su mujer para que le atienda al enfermo, que se nos muere el patrón. Y cuando llega la esposa de Luis, socorre a Perú, guiándolo hasta su cuarto para que se tumbe en la cama. Mientras le busca esos preparados de uña de gato y alcohol para limpiarle la herida.

Paco, el mozuelo de los caballos, busca a Chile por la casa. Lo encontrará en el salón, con el ceño fruncido.

—Don, ya le preparé un caballo —anuncia.

—Perfecto —Chile le mira un momento... Y le hace un gesto con la mano para que se acerque.

Paco parpadea, parpadea, parpadea y se acerca al señor Chile.

—¿S-Sí?

—Te pagaré en buen dinero si me dices a dónde se fue tu señor —le intenta chantajear—. Algo te habrá indicado para que le ensillaras el caballo y le prepararas las viandas —hijo de puta.

—¿A mí? —levanta las cejas y niega—. El señor tiene pleno conocimiento sobre caballos.

—Mira, muchacho —Chile le pone la mano en el hombro, agachándose para estar a su altura—. Necesito encontrarlo... Está muy herido, y no sabe lo que hace.

Paco no se deja atemorizar, pero traga saliva.

—Yo que sé, señor, el don se fue cuando yo aún no llegaba —fiel a la patria.

Chile le suelta una cachetada al niño. Dios. Una fuerte.

—No me mientas —lo peor es que Chile sólo da tiros al aire. No sabe si el niño sabe, pero de todos modos lo intenta.

Paco aprieta la mandíbula y baja la mirada, sumiso.

—Y-Yo no sé nada, señor. De verdad. No le miento —afirma.

Chile levanta la mano, amenazante, y espera un segundo (apenas un poco de reflexión) antes de volver a cachetear a Paco. Y va a seguir hasta que le diga algo o le convenza de que no sabe nada.

Paco se aguanta la cachetada, apretando los ojos.

—Yo no sé nada, yo no sé nada —sigue repitiendo, sin delatar a Perú. Estos trabajadores más cercanos han sido probados antes.

XxxoxxX

En el viñedo, Luis abre la puerta de su cuarto para que Perú pueda pasar, sin saber realmente qué hacer. Espera a su señora afuera para saber cómo actuar.

La señora de Luis pasa de vuelta a los pocos minutos con el brebaje, y se detiene para pedirle a su marido que le vaya a buscar algo limpio para vendar a Perú, que vaya a la casa grande. Luis asiente preocupado y se va. Ella entra a la habitación y se acerca a Perú para entregarle la taza.

—Bébase esto, señor, y se pondrá bien rapidito rapidito —le promete.

—Gracias —recibe la taza, cerrando los ojos por el calor—. Les voy a ayudar con las cosechas después, les buscaré más proveedores, ya va a ver —queriendo recompensar el gesto, a pesar de que... Estando en su viña no les falta nada. Comienza a beber del tecito.

—No se preocupe, patroncito, si cómo le habíamos de haberlo dejado así solito —le habla con preocupación de madre, ya que Perú se ve como un jovencito. Le sale natural. Preocupada, le mira, preguntándose qué tendrá herido, si por dentro o por fuera, y qué tan grande. Aun así, no se atreve a preguntar, aunque es claro que se trata de una herida grande.

—Me duele, Josefa... —le da otro sorbito a la infusión y busca abrirse los botones de la camisa con la mano izquierda—. Mírame, no seas malita, seguro tengo una herida grandecita o qué sé yo —si de verdad no fuese urgente demoraría en mostrarlas.

—En la cara se le ve, patroncito —se apresura a ayudarle a desabotonarse—. Se dicen cosas sobre Lima, teníamos susto —le va abriendo, descubriéndole la piel, encuentra una mancha graaaaande como de moretón, en el pecho.

—Es terrible, Josefita, y eso que recién ha comenzado... Lima es un caos.

—Ay, Diosito santo —se lamenta Josefa al verle las heridas. Mana sangre de uno de los cortes más profundos, ése fue el que hizo manchitas en la camisa—. Tengo que lavarle —le informa—. Al menos usted salió de allá... Imagínese le hubieran pescado.

—Hágame lo que tenga que hacerme, Josefita —Perú se relame los labios y se recuesta mejor en la cama. Se lleva la taza a los labios

Josefa le quita la camisa, con cuidado de no botarle la taza, desnudándole el torso.

—¿Y no le resigue más abajo, patrón? —va a hervir una hierba para lavarle luego con el agua tibiecita. Ya está pensando en esas cataplasmas que hacía su madrecita.

Perú estira los brazos, dejando la taza a un costado, para que le pueda quitar mejor la camisa. Suspira.

—¿No me resigue dónde? —mira el techo.

—Hacia abajo, por las piernas —explica Josefa, dejando la camisa a un lado. Mira de reojo lo que pueda de su espalda—, y en la espalda, patroncito.

—No creo, primero curame las que ves ahorita —comanda Perú para Josefa.

—Sí, patrón —Josefa sale rapidito de la habitación al patio, a arrancar una hierba. Se adentra en la casa y en la cocina la pone a hervir en el hogar. Saca un paño, y de un cajón, adquiere un potecito de una crema que compró cuando fue a la ciudad a visitar a una hermana. Aún le queda un tercio. Se devuelve con la olla y todo a la habitación.

—Recuéstese —le pide a Perú, dejando la olla en el suelo junto a la cama.

Perú, obediente, se recuesta. Suelta un suspiro y le observa hacer a la señora... Le entra la desazón, esa ansiedad porque Chile seguro ya llegó y... Ha puesto en peligro a su propia gente solo por su propio bien, aunque no es cómo que ellos no le hayan jurado lealtad.

—Josefita... ¿Le puedo molestar con algo? —refiriéndose a contarle algo suyo.

—Por supuesto, patrón, digame —le responde ella, sumergiendo el paño en el agua y estrujándolo un poco antes de limpiarle la herida, o al menos parte de ésta.

—Esto es difícil, no sé por dónde empezar...

Josefa le limpia con cuidado, el agua está caliente y el frote es suave, esperando a que Perú siga hablando. No le gusta cómo se ve la herida. El roce con la camisa la irritó, y el polvo del camino se coló de alguna forma para ensuciarla.

Perú suelta ciertos sonidos de dolor por la limpieza de sus heridas, aprieta la mandíbula y suena a lo «grrr».

—Hay una persona en mi casa, una que entró a la fuerza sin mediar razón en sus actos y las consecuencias... —comienza—. Más que persona, debería llamarle demonio.

—A la gente cuando le entra el diaulo al cuerpo, patrón, se le encierra —comenta Josefa en voz baja, para no interrumpirle.

—Es la misma persona que me hizo estas heridas y es sólo una pequeña parte de muestra, de lo que es capaz —cierra los ojos y busca acomodarse mejor las almohadas con un brazo—. Y, como sabe, en una guerra... Hay extremos, extremos que no pueden evitarse, pero siguen destrozándome —toma aire—. Es como una maldición, ¿con esto estaré expiando pecados pasados? —se encoge de hombros—. ¿Por qué no al causante de este embrollo le sucede lo que me pasa a mí? Yo, que no tenía nada que ver, lo recibo. Porque el amor es más grande —se enreda con las palabras, sabe que Josefa no le va a entender, pero más lo dice por él—. La familia siempre puede, ese lazo que ante la sociedad nos condena o nos alaba.

—A la familia hay que apoyarla, patrón, pase lo que pase —asegura Josefa—. Al final es lo único que nos queda. Se pasa mal rato a veces, pero siempre se tira pa'elante... Y la guerra ya va a acabar.

—Porque yo les protejo, Josefita, no va a llegar aqui. Lo prometo —aprieta los ojos.

—Pero cómo, patrón, mírese cómo está. Cómo nos va a cuidar usté —se lamente Josefa, limpiando y limpiando. Se queda mirándole el moretón a Perú, grande y alargado.

—Porque es mí deber hacerlo —contesta Perú—. No sé... ¿Está bien que haya venido para acá? Siento un alivio de por sí.

—Perdóneme que se lo diga... —Josefa no está segura de si está en la posición de desaprobar las acciones de Perú.

—Dígame —alienta a Josefa a seguir.

—Su lugar es allá, patroncito. Es allá, en la ciudad —Josefa teme una reprimenda, le hace moverse, con gestos suaves, para que le dé la espalda.

Perú se mueve, mostrándole la espalda.

—Sí, es mi lugar, pero no quiero volver —confiesa.

—¿Por qué no, patroncito? Allá le debe andar la gente esperándolo... Siempre se cuenta que es el soldado más valiente, ¿se vino por la herida? —teme que sea por cobardía. Pasa el pañito por la espalda, y en su gesto, si Perú lo viera, notaría lo mal que se ve.

—Volveré, sí, pero... Cuando se sanen mis heridas y piense mejor —trata de sonreír Perú—. Duele querer tanto, ¿no?

—Tendrá que guardar reposo... —le contesta, Josefa, apenada—. La persona que le hace daño así... Será que ya sabe —se encoge de hombros.

—¿Que ya sabe qué? —se relame Perú los labios, el ardor en sus heridas va pasando y el dolor de la limpieza no es tanto, ya se acostumbró.

—Lo que dicen siempre. Quien te quiere, te aporrea... —aunque, piensa para sí, en este caso se pasó de la raya—. Si a una no le pegan es que el marido no la quiere y tiene otra, ¿ve? ¿Mientiende?

—No creo que tenga otra, él me quiere, sí, pero esto es más que eso...

—¿Qué es? —Josefa termina de limpiarle la espalda y deja el paño en el borde de la olla—. Acuéstese de espalda para que le ponga la crema —le pide. Su marido viene en ese momento desde la casa patronal, con vendajes, pomadas y la orden de llevar al patrón hasta allá, aunque sea en carreta.

—Intereses políticos, yo sé que él no quiere hacerme esto.

Perú debe de quedarse dormido... Cuando Josefa termine de limpiarle las heridas.

XxxoxxX

A Paco le cae otra cachetada, aunque Chile está casi convencido de que dice la verdad (es muy joven como para mentir, piensa para sí), y vuelve a alzar la mano, amenazante.

—¿Qué me decías, cabrito?

—Señor, pegándome no va a ganar nada —se aguanta la otra y la piel de ese lado le comienza a arder, el corazón se le acelera y reprime llorar—. No sé nada yo.

—¡Te voy a...! —Chile agarra bruscamente a Paco y le zarandea con fuerza y brusquedad largamente—. ¡Habla, mierda! ¡O te corto las manos! ¿A casa de quién se fue? ¿A quien conoce? —en Lima, quiere dar a entender.

—Señor, ¡yo no sé nada! —comienza a lloriquear.

Chile aprieta los dientes con rabia.

—¡Dime ahora con quién se junta más! ¡Y me lo vas a traer! —le grita en el último intento. Un nombre. Necesita a una persona en la cual sospechar. Una pista. No para efectos prácticos, pero sí para no sentirse así. Sentir que se le escurre todo por entre los dedos.

—Con usted, señor, no le he visto con nadie más —aun así, sigue defendiendo a Perú.

A Chile le viene toda la desesperanza con eso.

—¿Trabaja tu madre aquí? —le pregunta, considerando que es muy posible dado que el muchacho debió ser recomendado por alguien, seguramente

—N-No, señor, no trabaja aquí —otra mentira, su voz es temblorosa. Chile le suelta.

—Te creo. Espérame con el caballo, debo ir a la cocina primero —a preguntar a quienes encuentre allí. Espera que una mujer sea más de ayuda. Después de todo, son chismosas y más fáciles de amedrentar.

Paco no le contesta a Chile, molesto con que le haya llenado de cachetadas, roto de mierda. Y asiente, dándose la media vuelta para salir. En la cocina está la criada de la limpieza y la que se encarga del almuerzo.

Chile prueba a sonreír en el camino, aunque sólo consigue desfruncir el ceño. Abre la puerta de la cocina de par en par.

—Buenas tardes —saluda, formal.

Las criadas se asustan porque Perú siempre toca para entrar.

—B-Buenas tardes, patrón —saluda la más joven.

—¿De quién es el mozuelo que se encarga de los caballos? —porque caballerizo le queda muy grande. Mientras pregunta, Chile camina hasta los utensilios colgados, y descuelga una cuchara de palo que se ve grande y gruesa.

—E-El mozuelo... —mira de reojito a su compañera, dudando en confesar la verdad a este hombre—. ¿Cuál?

—El jovencito... Cabello negro, como de este alto... El único de la casa —se da golpecitos en la palma de la mano con la parte redonda de la cuchara. Golpecitos impacientes so be scared.

—Ah... El no es hijo de nadie, don —sonríe de lado.

—Cómo no va a ser hijo de nadie, ¿y cómo llegó acá? —niega con la cabeza, ¡ése no es el punto por el que está acá!

—El don vino con él cuando lo encontró en provincia, pue —pestañea coquétamente—. Su familia está allacito también.

—Ah... —bueno, entonces el niño, concluye Chile, sí le dijo la verdad—. ¿De dónde? ¿Allá para el norte? —hace conversación, haciéndose el sin malas intenciones. Empuña la mano y se da golpecitos rítmicos en los nudillos.

La otra criada, que no ha dicho ni pío en todo este rato, observa sus movimientos.

—No, del sur es... —se sonroja porque es guapo y han tenido sus arrumacos—. ¿Y por qué me pregunta, patrún?

—Quería saber nada más, para decirle a la madre que me lo voy a llevar —tantea terreno, pero aún así, Chile está desconfiando menos de lo que le dicen de lo que debería. Son criados, piensa, no soldados.

Ella parpadea, traga saliva y le mira desilusionadita.

—¿S-Se lo va a llevar? ¿Cómo así? —nervios, nervios—. ¿Ya sabe don Miguel? ¿O lo está haciendo a sus espaldas?

La otra criada, que es mayor, mucho mayor de hecho, aprieta la mandíbula. Eso de que Perú se lo trajo de provincia es una mentira que ya les había dicho que se aprendieran dos o tres días antes, porque esta salida ya la había preparado. Aunque ahora sólo esté en la cama, adolorido, cansado física y emocionalmente, sin saber cómo reunir las palabras exactas para explicar su situación y que le ayuden con un consejo.

—Me gustó y lo quiero para que me sirva —apoya la cadera en el mesón—. Lo llevaré conmigo más al norte si el Perú no se rinde... Y le haré mi soldado —relata Chile.

—P-Pero... —la criada se comienza a desesperar y la otra señora, a su lado, se aguanta el farfullar un «desgraciado»—. El Paco no va a querer, siñur, yo sé lo que le digo... Él visita siempre a su familia y... Ay, nu, nu creo, siñur.

—Claro que va a querer —insiste Chile, como si fuera obvio—. Y la familia me lo va a agradecer. Se va a hacer hombre... Claro, si no le disparan antes —balancea la cuchara—. Y de todos modos, ¿qué va a saber alguien tan joven lo que quiere? Don Miguel ni siquiera está aquí para impedírmelo —sonríe un poco de medio lado.

—Yo no voy a dejar que se lo lleve —habla con voz más grave la señora criada—. Usted no es nadie para saber qué es lo que quiere mi hij... Paco —ya se hartó de oírle y más con eso de que le puede caer un balazo... Ésa sólo es una de las menores atrocidades que le pasaría a su hijo. ¡Podría no morir y quedarse sin una pierna, cojo o cuánta cosa más!

A la criada más jovencita, María, casi se le sale el corazón al oír lo que oyó.

—¿Y quién eres para decirme qué hacer? ¡La ciudad es mía! —Chile deja de jugar con la cuchara y la aprieta, de la forma en que se agarra un palo para pegarle a un perro—. Ni siquiera está Miguel aquí para impedírmelo. ¿Y qué vas a hacer? ¿Qué te importa lo que haga yo con un niño que ni familia tiene aquí?

—¡Me importa porque es mi hijo! —a gritos.

Chile se voltea a la mujer que le ha gritado, y sonríe más.

—Entonces sí me anda mintiendo la gente de esta casa —se le acerca.

—¡Porque usté nos hace daño! —sigue igual de histérica la criada con Chile.

María tiembla a su costado.

—¡A ver, yo no les he hecho nada! —refiriéndose expresamente a ellas dos—. ¡Y si quieren que así siga siendo, me dicen ahora mismo dónde está Miguel! —hace el amago de levantar la cuchara.

María le acaricia el brazo a la criada mayor, buscando que se tranquilice... Pero es en vano porque esta última se quita.

—¡Yo no sé nada del señor Miguel y si se ha ido él sabrá el porqué! —escupe.

—No soy imbécil —escupe Chile de vuelta—. Ni siquiera tiene que haberles dicho. ¿A dónde... —deja caer la cuchara con fuerza contra la mujer—, podría haber ido? —la levanta otra vez, mirándolas adusto.

La mujer da un paso atrás por inercia a que no le caiga otro golpe.

—Señor, tranquilícese —pide la criada más joven. La otra sólo fulmina con la mirada a Chile.

Chile le agarra de la muñeca con fuerza y le obliga a estirar el brazo hacia al frente, sin soltarle.

—Díganme. A casa. De quién. Puede —intenta hablar menos enrabiado—. Haberse. Ido —y agrega, con mucho esfuerzos—. Por favor.

La criada traga saliva y le mira a los ojos.

—A... A un viñedo. Ese, el único que tiene en Surco.

—¿Y qué más? ¿Acá en Lima? —acaricia con la madera la piel del antebrazo, y le da un golpecitos firme—. ¿En qué Iglesia, casa o edificio se pudo esconder?

—Ahí tiene una casita creo —contesta la criada—. Está a dos horas, no sé, yo nunca he idu.

—No llegaría vivo allá. Tiene que habérselo llevado alguien... ¿Es amigo del obispo? —insiste, a pesar de que, en algún momento en el futuro, se dará cuenta que continuar el interrogatorio fue una pérdida de tiempo—. ¿De algún político?

—Nu, sólo cogió su caballo y se jue —traga saliva—. Y no crea que no le dije que se quedara... Pero ya sabe cómo es, ya, él es el patrón y él manda así que lo que diga yo no interesa —María, a su lado, asiente, mirando al suelo.

Chile deja la cabecita de la cuchara encima de donde estaría el codo (pero por el lado del antebrazo).

—Bueno... Si tomó un caballo, no habrá sido para esconderse en la misma Lima. Le vería medio mundo —razona—. ¿Cómo se llama la viña?

—Es la viña de los Prado, dicen, solo oí ese apellido una vez...

—Gracias —Chile la suelta y arroja la cuchara sobre el mesón—. Puede quedarse a su niño —la «tranquiliza».

La criada hace algo arriesgado y empuja a Chile cuando la suelta.

—Desgraciado, ¡jugar así con mis sentimientos!

A María se le desorbitan los ojos.

Chile trastrabilla hacia atrás, y aunque de verdad le gustaría pegarle por desquitarse con alguien, sólo perdería el tiempo.

—Haré como que eso no pasó... Y pobre del niño que me vuelvas tú a empujar —la amenaza.

La criada suelta un «já»

A Chile le sube la rabia a la cabeza por ese gesto... Y tiene que usar todo el autocontrol que no ha tenido desde que desembarcaron para no devolverse.

Así que las dos criadas se deben quedar chismoseando sobre lo sucedido, comiéndose la cabeza con hipótesis... Mientras Paco espera a Chile con una yegua blanca en la entrada de la casa.

Chile le mira duramente a medida que se acerca, para imponer respeto.

—No sé si regrese hoy —avisa, por si alguien llega a la casa preguntando, agarrándose de la montura para subir de un movimiento.

—Está bien, señor —contesta Paco por respeto y le deja subirse, dándole unos golpecitos cariñosos a Samanta.

Chile mira para otra parte, y como si no fuera importante, agrega

—Ve donde tu madre y aprovéchala. No duran para siempre —tensa las riendas.

Paco traga saliva y baja la mirada.

—Cuide a Samanta, es nuestra engreída —comenta.

—La consentiré harto —promete Chile, y la espolea para que ande.

XxxoxxX

Le toma quince minutos salir de Lima, pero en cuanto lo hace, fustiga a la yegua para que galope por el camino indicado, a pesar de no poder sostenerse bien de la montura debido a las heridas en las piernas. De hecho, le duele apretar las rodillas para no caerse, pero se lo aguanta

El caballo menea la cola y arreeeee. Debe llegar en una hora de cabalgata rápida, dos es impensable.

Josefa está hablando con su marido, sobre si deberían despertar a Perú para llevarle a la casa grande, o esperar hasta que él decida despertar... Que puede ser a mitad de la noche o al día siguiente. Tienen sobre la mesa las vendas sin usar.

Su marido la tranquiliza con que mejor hay que dejar a Perú descansar. El viaje debe haber sido matador en su estado.

Chile baja la velocidad al ver a una persona en el camino, y se detiene, como ha hecho cada tanto preguntando por la viña de los Prado. Se trata de un cargador de maleza.

—Sí, está al final de esta fila de casitas —le ayuda.

Chile mira hacia el camino que le muestra, y más allá, las primeras casitas y le da las gracias, antes de enrumbar en esa dirección. Salta más en la montura de lo que es normal, ya que las rodillas se niegan a obedecerle tras el viaje. Por eso mismo, va a trote, y pronto reduce la velocidad a una caminata, retrasando su llegada. Tiene un nudo en el estómago.

Y Perú no tuvo la maldita precaución de avisar que no se deje entrar a nadie.

Así que cuando Chile llegue... Deberá encontrar a unas mujeres sentadas, bebiendo, le están pasando el chisme a los que se encontraban en otros lados sobre que el patrón llegó todo machucado, y especulan sobre el estado de Lima. Deben ser cerca de las tres o cuatro de la tarde.

Chile pasa cerca del grupo, y se detiene.

—Hola —les saluda, medio gritando—. Ando buscando al dueño —les informa, esperando que le digan si Perú está allí o no.

Todas se miran entre todas...

—¿Al Luis busca?

Le han oído acento extranjero.

—Ehhh... No —¿o así conocerán a Perú aquí? Debe recordar decirle después que es un nombre horrible—. Al patrón. Al patrón lo ando buscando.

—¿Quién lo busca? —ella le barre con la mirada.

—Un amigo —Chile sabe que acá, y solo, no tiene el poder que en Lima. Claro, podría regresar más tarde y pasar por cuchilla a todos, pero en este preciso momento, no se siente tan fuerte como hace dos horas—. ¿Está aquí?