Advertencias:
esta historia contiene spoilers de toda la tercera temporada de Supernatural. La mayoría de ellos relativos al personaje de Ruby. Si no has visto la tercera temporada y no quieres chafartela, no leas. Sobre todo spoilers de 3x09.
La historia es Rubycéntrica. Como dice el summary es la historia de Ruby. Qué la llevó a ser bruja, su paso por el infierno y sus motivaciones al salir de él.
Mi humilde homenaje a ese personaje que me gusta tanto y que se nos va :(
Agradecimientos a Nott Mordred por ayudarme a documentarme y a Nyissa por animarme tanto :)
THE WITCH, THE DEMON, THE HUNTER
The Witch: Parte I
«Hairesis maxima est opera maleficarum non credere»
(La mayor herejía es no creer en la obra de las brujas).
-Malleus Maleficarum.-
Elizabeth Carver nunca fue una bruja pero murió como tal.
Corrían tiempos de pestes y miserias, de superstición y religiosidad extrema. El movimiento puritano se asentaba por Nueva Inglaterra, formando nuevas ciudades a las que llevar la palabra de Dios y evangelizando a los indígenas.
En dos décadas, docenas de pueblos y ciudades se fundaron en Massachuset. Uno de esos pequeños pueblos era Falmouth, cercano a Plymouth. Ruby Carver, habitante de él, sólo tenía once años cuando perdió la fe que supuestamente era el centro de toda vida cristiana. Siempre le habían enseñado a creer y había aprendido a leer con la Biblia. Su madre, Elizabeth, era una gran creyente, así como su hermana mayor y también la pequeña. Ruby no recordaba a su padre, muerto de peste junto con su primogénito cuando ella tenía cinco años, pero Elizabeth enseñó a sus hijas a rezar por ellos cada noche.
Todo Falmouth era profundamente creyente y los preceptos de Dios guiaban sus vidas.
Ruby nunca había tenido ninguna razón para no creer hasta que aquello sucedió.
Bridget, su hermana mayor, se había casado la primavera pasada con Joseph Lyford, el hijo del reverendo. Ese verano salía de cuentas y Elizabeth pensaba que estaba embarazada de gemelos.
Falmouth era un pueblo tan pequeño que no disponían de médico propio, así que Elizabeth Carver hacía las veces de matrona, asistiendo a las vecinas del pueblo en sus partos. De vez en cuando, el doctor Brewster de Plymouth les visitaba y más tarde Ruby descubriría que instruía en secreto a su madre, pues en aquellos tiempos no se permitía que las mujeres tuvieran conocimientos de medicina general.
No estaba permitido tampoco, que a las parturientas se les suministrara cualquier tipo de medicina que aliviara su dolor. Era el justo castigo por el crimen que Eva cometió, al seducir a Adán para que tomara la fruta prohibida. Ruby jamás lo había cuestionado, sabía que las mujeres, como ella, eran de naturaleza débil y menos capacidad mental. Por ello eran más susceptibles de pecar o ser tentadas por el diablo, y sólo una vida de total devoción a Dios podía hacer sus almas dignas de ir al cielo. Debían dedicarse al hogar y a criar sus hijos, dejando a los hombres las cosas más importantes.
Todo eso sonaba muy lógico y creíble en boca del reverendo o del marido de Bridget, así que Ruby jamás se lo había cuestionado hasta que su hermana rompió aguas y su parto comenzó.
Aunque Bridget y Joseph se habían mudado a su propia casita de piedra (uno de los pocos habitantes del pueblo cuya casa no era de madera), las últimas dos semanas de embarazo había vuelto a su casa originaria para que Elizabeth, Ruby y Anne, la más pequeña, pudieran cuidar de ella.
La casa de las Carver era muy pequeña. Una habitación era el dormitorio, que sólo tenía dos camas, y la otra hacía las veces de cocina y sala de estar. Bridget se pasaba la mayor parte del tiempo sentada en la sala de estar, leyendo la Biblia o tejiendo ropa para sus bebes mientras Anne revoloteaba a su alrededor. Ruby, que ayudaba a su madre en las labores del campo, se escapa a menudo a ver cómo estaban sus hermanas.
Por eso estaba allí cuando un charco se formó a los pies de Bridget y su rostro se contrajo de nervios.
-Ya viene –anunció.
-¡Corre, Anne, ve a avisar a mamá! –la apuró Ruby. Anne salió corriendo de la sala de estar que hacía las veces de comedor y cocina, para buscar a Elizabeth, que se encontraba trabajando su pequeño huerto. Mientras tanto, Ruby ayudó a Bridget a llegar al dormitorio de la casa y la tumbó en la cama de matrimonio, temblando ante las primeras contracciones.
-Todo saldrá bien, Bridget, todo saldrá bien –le prometió Ruby.
Aunque Ruby sabía que las mujeres se merecían el sufrimiento que suponía un parto, no pudo evitar que los ojos se le llenaran de lágrimas ante el dolor de su hermana. La frente de Bridget estaba cubierta por una brillante capa de transpiración y sus manos, frías y húmedas, pulverizaban los dedos de Ruby ante cada nueva contracción. No estaba bien visto que las mujeres gimieran de dolor, así que Bridget apretaba los labios, intentando mantenerse entera.
Elizabeth y Anne aparecieron a toda velocidad, ambas con idéntica expresión de miedo y preocupación. Los partos siempre eran peligrosos, tanto para la madre como para los bebés, y había demasiadas cosas que podían salir mal.
-Ruby, hierve agua y echa las tijeras dentro.
-¿Ti…tijeras? –preguntó Ruby horrorizada mientras su hermana se retorcía por otra contracción.
-Las necesitaremos para cortar el cordón umbilical –respondió Elizabeth con voz eficiente –Anne, tú trae todas las mantas que puedas encontrar.
Ambas niñas salieron corriendo de la habitación, Ruby se dirigió al mueble de las ollas, Anne al armario donde acumulaban mantas viejas y raídas. Las manos le temblaban frenéticamente mientras cogía una olla, corría al pozo y bajaba un caldero sujeto con una cuerda para sacar agua. Le temblaban tanto que la cuerda se escurrió entre sus manos un par de veces, devolviendo el cubo a las profundidades del pozo. Cuando por fin regresó a la pequeña casa con la olla llena de agua, los gritos de Bridget comenzaban a llenar el aire, similares a los de un cerdo acorralado el día de su matanza. Ruby se asustó aún más y corrió hasta la pequeña chimenea (lo único de piedra en su casa) para colgar la olla del gancho de hierro que pendía sobre el hogar. Estaba tan nerviosa que le llevó más de diez minutos encender el fuego (cuando siempre había sido bastante diestra en ello) y los gritos de Bridget se sucedían, cada vez más próximos entre ellos. Anne salió corriendo de la habitación, en el momento en que Ruby se dirigía horrorizada hacia allí. Estaba pálida como la cera y tenía las mejillas llenas de lágrimas. Se sentó contra la pared, abrazó sus rodillas y ocultó el rostro allí.
Ruby trató de no echarse a llorar también cuando vio que el vestido de hilo de su hermana mayor se tintaba de sangre. Las sábanas que había a su alrededor estaban manchadas también de rojo escarlata y los chillidos de Bridget perdían más y más fuerza. Su hermana estaba pálida, con el rostro desencajado y cada vez más agotado. Elizabeth, con expresión indescifrable en rostro severo, estaba colocada de rodillas frente a sus piernas separadas, con las manos ocultas por el camisón de su hija.
-Mamá… -comenzó Ruby. Ella no tenía ni idea de cómo eran los partos o de si era normal que las mujeres sangraran tanto, pero tenía mucho miedo.
-¿Está el agua ya lista? –preguntó Elizabeth con firmeza. Ruby tardó unos instantes en mirarla y le llevó unos segundos más comprender sus palabras. Su madre parecía serena y tremendamente seria. Un par de mechones de pelo rubio se le escapaban bajo la cofia y apretaba los labios con tanta fuerza que sus facciones prominentes se acentuaban más. Los ojos azules no decían nada, pero apremiaban a Ruby a responder.
-N-no… -balbució.
-Pues entonces ve y no vuelvas hasta que la tengas preparada –ordenó la mujer, inflexible. Ruby salió de la habitación, débil y aterrorizada. Se acercó como en trance hasta la olla donde al agua comenzaba a burbujear y chisporrotear escuchando el llanto de Anne y la voz de su madre. Ya no oía Bridget.
-Vamos, Bridget –decía Elizabeth con tono duro –tienes que hacer un último esfuerzo o los niños morirán.
Escuchó un murmullo apagado con las últimas fuerzas de Bridget.
El tiempo se distorsionó mientras envolvía el asa de la olla con un montón de paños y la acarreaba hacia la habitación. Por lo visto tropezó y un poco de agua hirviendo le salpicó los pies y le hizo una pequeña quemadura en un tobillo, pero Ruby ni siquiera lo notó. Pasó junto a Anne, que seguía llorando, y entró de nuevo en la habitación.
Todo estaba tan en silencio que por un momento Ruby pensó que Bridget estaba muerta, pero luego se percató de que su pecho aún subía y bajaba con violencia y las lágrimas se deslizaban por su rostro y caían sobre su pelo, extendido en la almohada. Estaba demasiado extenuada para poder gritar. Elizabeth estaba inclinada entre sus piernas, con los brazos cubiertos de sangre hasta el codo, perdidos bajo el lío de telas.
Cuando se volvió hacia su hija con un giro seco de cabeza, tenía lágrimas oscilando en su barbilla que caerían próximamente en su regazo.
-Ruby, deja eso ahí –dijo con voz más suave, como rota –y sal fuera. Ocúpate de Anne. Cierra la puerta.
Ruby obedeció como una autómata y cerró la puerta tras de sí, sin atreverse a echarle una última ojeada a su hermana. Se sentó junto a Anne y la cubrió con un brazo, la niña de siete años de inmediato se acurrucó contra ella, mojándole la pechera del vestido de lágrimas.
Las dos permanecieron abrazadas, llorando desesperadamente, durante un tiempo incalculable. No se oía nada al otro lado de la habitación, ni los gritos de Bridget, ni la voz firme de Elizabeth, ni el llanto de los bebés.
Ruby intentó pensar en cómo se llamarían los bebés. Bridget y Joseph habían pensando llamarles Joseph, por él, y Willian por el padre de ella si eran varones. Si eran niñas serían Bridget y Abigail, como la madre de Joseph fallecida años atrás. Ruby y Anne ayudarían a cuidarlos y cuando fueran más mayores, ella les enseñaría a leer la Biblia y a hacer coronas con flores.
Cuando salió de sus pensamientos se dio cuenta de que Anne ya no lloraba, sólo se estremecía sin aire de vez en cuando. Ruby se percató de que ella tampoco lo hacía, aunque notaba el mechón de pelo que le rozaba el cuello húmedo por las lágrimas.
La puerta de la habitación se abrió y Elizabeth salió por ella. Traía un bulto de mantas entre los brazos y tenía las manos manchadas de sangre. Miró a sus hijas con aire ausente y Ruby vio que tenía el rostro cubierto de lágrimas.
-Mamá …-murmuró aterrorizada.
-Niñas –musitó Elizabeth como ida –eran niñas.
Sin decir nada más, salió de la casa con el bulto fuertemente apretado entre sus manos.
-¿Ruby?¿Qué está pasando? –preguntó Anne con un hilo de voz. Tenía los ojos rojos, temblaba y seguía pálida. Ruby estaba tan asustada como ella, pero le acarició el pelo dorado con una mano temblorosa.
-Quédate aquí, ¿de acuerdo? Iré a ver a Bridget.
Ruby sólo había visto a dos personas muertas en su vida. A su abuela, que había muerto dos inviernos atrás, en su cama, y al Señor Robinson, que se había caído de un caballo. Su abuela tenía expresión de paz en el rostro, Robinson de sorpresa. Pero nada había preparado a Ruby para la expresión de dolor y agonía que había en el rostro inerte de Bridget.
Estaba allí, tumbada entre sábanas sangrientas, con el pelo rubio extendido por la almohada y las manos cerradas en sus puños que se habían aflojado. Los ojos azules miraban al techo, como implorando un milagro que nunca llegaría, los labios separados en un grito interminable y silencioso. Ruby vio sangre en la comisura de su boca y adivinó que se había mordido la lengua para no gritar con tanta fuerza que se había herido.
Siempre que pensaba en los ángeles, Ruby los había imaginado a semejanza de Bridget, pero ahora esa imagen había sido corrompida grotescamente. El rostro de su hermana se desfiguró a través de las lágrimas cuando Ruby rompió a llorar y quiso gritar, gritar con tanta fuerza que el corazón se le saliera por la boca y dejara de doler.
Pero Anne esperaba fuera y Ruby no podía permitir que viera así a Bridget. Por eso se limpió las lágrimas con la manga sucia de su vestido y tomó la mano de su hermana, ahogándose en un llanto silencioso. Aún retenía algo de calor y sudor en las palmas.
Ruby besó el reverso de la mano de Bridget y después la apretó contra su mejilla. Los dedos de su hermana se aflojaron más y por un momento Ruby se sintió mareada por la potente esperanza de que estuviera viva, pero cuando la miró, ilusionada, las huellas del dolor seguían en Bridget. La misma quietud.
Sollozando, soltó la mano de su hermana y salió a buscar a Anne.
Esa fue la primera vez que la fe de Ruby en Dios se tambaleó. Fue la primera vez que no encontró una justificación en la Biblia que pudiera entender. Fue la primera vez que dudó que Dios pudiera quererles y permitir que sucediera algo tan cruel.
La primera vez que se cuestionó sus preceptos, cuando vio a su madre cavando un hoyo junto a la casa en el que dar sepultura a las pequeñas Bridget y Abigail Lyford. Porque no habían sido bautizadas y no podían ser enterradas en campo santo. Y sus almas golpearían con las puertas del Reino de los cielos, cerradas para ellas. Un Reino que tenía lugar para ladrones arrepentidos pero no para bebés inocentes cuyos ojos no habían llegado a percibir la luz, su piel el tacto de la caricia humana. Que no habían conocido el pecado, ni la maldad. Condenadas a yacer en el limbo, en la más absoluta nada.
Ruby se rebeló secretamente contra otro de los preceptos cristianos cuando el reverendo Lyford celebró la misa para enterrar a su hermana. Cuando dijo que el dolor que su familia sentía por la pérdida, el dolor de una madre, el de una hermana, no era equiparable al de Dios. No era comparable al del mismo Dios que según el reverendo había querido llevarse a Bridget con él en su gloria.
Y las raíces de la futura herejía de Ruby Carver comenzaron a extenderse.
o0o0o
El Doctor Brewster era un hombre piadoso y liberal dentro de la sociedad puritana. Había participado en la evangelización de diversas tribus indígenas y había aprendido de ellos lo que otros habían desechado. Los indios le habían enseñado hierbas, plantas y resinas cuyas habilidades medicinales eran desconocidas por los colonos europeos. Medicinas que ellos, en su ignorancia, consideraban elementos de sus rituales paganos, instrumentos en sus herejías.
El doctor Brewster veía más allá y utilizaba en secreto los remedios que los indios le habían enseñado. Él, único médico de la región, no podía atender a los enfermos de todas sus poblaciones, así que en sus visitas ocasionales a las diversas aldeas, enseñaba y daba medicinas a aquellos que mostraban más aptitudes.
Pensaba, siempre para sí, que Elizabeth Carver hubiera podido llegar a ser un buen doctor de haber nacido hombre y en una familia con más posibilidades. Brewster la conocía desde que era sólo una muchacha recién desposada con su amigo Willian y cuando había enviudado de éste, siempre había procurado velar por ella y sus hijas. Elizabeth le había pedido consejo para asistir en los partos, curar heridas y sanar enfermedades, y con el tiempo, Brewster accedió a instruirla, totalmente en secreto, en sus conocimientos. Como no podía abastecerla tan a menudo como era necesario de medicinas, Carver le enseñó, dudoso y asustado de Dios, a fabricarlas ella misma según las recetas indias.
Después de perder a su hija Bridget, Elizabeth se había interesado especialmente por medicinas para calmar el dolor en los partos. Sus nietas habían venido mal colocadas y Elizabeth sólo había podido sacarlas del cuerpo de su hija cuando ya estaban todas muertas. Ese tipo de cosas no podía evitarlas con plegarías ni con medicinas, pero sí podía aliviar la agonía en los casos irremediables, si podía reducir el sufrimiento en los partos con buen fin.
Pocos meses después de la muerte de su hija, Elizabeth comenzó a suministrar infusiones de hierbas a las parturientas que disminuían sus dolencias. Sabía que estaba prohibido paliar los dolores del parto, sabía que lo estaba también usar plantas asociadas con la brujería para hacerlo, pero Elizabeth Carver no estaba dispuesta a contemplar más sufrimiento como el de Bridget. Eso suponía no sólo pecar sino la posibilidad de ser considerada una bruja, servidora del Diablo.
Elizabeth se arriesgó, y cuando muchas jóvenes guardaron silencio, agradecidas, hubo una que la delató.
o0o0o
-¡Elizabeth Carver es una bruja!
-¡Bruja!
-¡Adoradora del Diablo!
-¡Debe ser ajusticiada!
Rubby y Anne dormían abrazadas y apretadas en un camastro diminuto y duro cuando los gritos las despertaron. Cuando abrieron los ojos, aturdidas, vieron a Elizabeth levantarse y ponerse su vestido de diario sobre el largo camisón. Los primeros rayos de luz diurna se colaban por los tablones de madera de la casa y creaban una penumbra en la que podía distinguir el rostro serio de su madre.
-Mamá, ¿qué ocurre? –preguntó Anne incorporándose.
Elizabeth las miró y sonrió sin expresión mientras se colocaba la cofia sobre el cabello trenzado. Se acercó hacia ellas, descalza y erguida, y las besó en la frente, tres veces a cada una.
-Digan lo que digan, recordad que os quiero –les dijo.
-¡Mamá! –la llamó Anne con voz aguda y asustada. Pero Elizabeth no atendió a la llamada de sus hijas, fue hasta su cama, se calzó, se detuvo para mirarlas con los ojos cargados de amor y después salió de la habitación cerrando la puerta. Se dirigió a la entrada de la pequeña cabaña, sabiendo lo que la aguardaba al otro lado de la puerta antes de abrir siquiera. La mayor parte del pueblo estaba frente a su casa, con las horcas alzadas bajo la tonalidad grisácea del cielo al amanecer.
-¡Es ella! –dijo alguien en cuanto la puerta se abrió.
-¡Es una bruja! –gritaban sin cesar voces sin rostro ni identidad propia entre el vulgo. Elizabeth no negó sus acusaciones, ni siquiera se movió cuando Joseph Lyford, su otrora yerno, le escupió un salivazo que aterrizó en su mejilla. Las horcas y azadas se agitaron en el aire y el pueblo gritó, abriendo paso a la figura alta y oscura del reverendo Lyford. Era un hombre alto y delgado con unos últimos rastros de pelo blanquecino recubriendo su cráneo. Tenía bolsas bajo los ojos que los volvían más profundos y la nariz grande y puntiaguda. Llevaba una Biblia en las manos, y miraba a Elizabeth con expresión de profundo desprecio.
-Elizabeth Susanne Carver, has sido acusada de brujería –la imputó sin más dilación, estrujando la Biblia entre sus dedos largos y huesudos. Los únicos dedos de uñas limpias de todo el pueblo.
-¿Quién me acusa? –preguntó Elizabeth, impertérrita. Por el rabillo del ojo vio a sus hijas corriendo hacia ella, así que cerró la puerta de la entrada y sostuvo el picaporte con las manos a la espalda, para que Ruby y Anne no pudieran salir.
El reverendo Lyford replegó los labios en una mueca de odio. Todos los dientes del maximilar superior estaban torcidos y ennegrecidos y le faltaban varios del inferior por los que ocasionalmente se vislumbraba su lengua.
-Mi hija –respondió con cierto regusto de orgullo en la voz -¡Serás detenida y juzgada, bruja!
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Una acusación formal de brujería era suficiente para llevar a una persona a juicio. Si además esa acusación procedía de Martha Lyford, hija del reverendo, no había lugar a dudas. Falmouth era un pueblo pequeño y aislado, no llegaban a veinte familias que se agrupaban en casuchas en torno a la iglesia. No había calabozos, ni necesidad de ellos habitualmente. Por ello, Elizabeth fue apresada por sus propios vecinos, atada y arrastrada hacia la Iglesia, donde la encerraron en la sacristía a la espera del juicio. Ruby y Anne siguieron a todo el pueblo en su procesión hacia la Iglesia, llamando a su madre, intentando llegar hasta ella en vano y siendo apartadas por los vecinos de malas maneras. Anne era demasiado pequeña para entender realmente lo que estaba sucediendo, pero Ruby lo había supuesto desde que escuchó los gritos. Sabía que su madre sería juzgada por brujería y eso significaba que acabaría ahorcada con toda probabilidad.
Ruby, llevando a Anne siempre de la mano, se acercó al reverendo Lyford que encabezaba la marcha y le suplicó clemencia. Se aferró a su túnica, asegurándole que su madre era inocente, pero él la apartó de malas maneras y siguió adelante, guiando al pueblo hacia la iglesia, con la Biblia fuertemente apretada contra su pecho. Entonces Ruby comenzó a rezar, pidió un milagro, rogó porque no le quitaran también a su mamá.
La había visto recogiendo hierbas cuando se adentraban en el bosque a por setas y frutas silvestres. Sabía que hacía medicinas con ellas, medicinas que ocultaba al fondo del armario de las mantas y que sólo llevaba consigo cuando alguien la avisaba de un parto inminente o de algún accidente. Sabía que eso estaba mal, pero también sabía que no era razón suficiente para ajusticiarla.
Pero nadie iba a escuchar a una niña de apenas trece años. Elizabeth Carver sería juzgada ante Dios.
A Anne y a Ruby no les permitieron asistir al juicio improvisado en la Iglesia. Todo el pueblo, menos los más jóvenes, estaba dentro así que no había nadie para vigilar que no escucharan por el agujero en una ventana que John Bradford había hecho dos otoños atrás con una piedra. El boquete estaba demasiado alto para Anne, pero Ruby podía escuchar y ver lo que sucedía dentro. Elizabeth estaba atada de pies y manos, sentada en una silla en la tarima. El reverendo Lyford se hallaba tras su púlpito y el resto del pueblo sentado en los bancos. Se oían murmullos y el llanto de un par de bebés que sus madres intentaban calmar con susurros.
Martha Lyford estaba de pie en la primera fila y apuntaba con el brazo extendido hacia Elizabeth, acusándola de haberle suministrado alguna pócima mientras daba a luz.
-Así que vuestra madre es una bruja, ¿eh, Carver?
Ruby apartó los ojos de la ventana y vio a Harry Bishop, un muchacho del pueblo que tenía un par de años más que ella. Anne, apretó la mano de su hermana, impresionada, y Ruby sintió como la ira se desataba en su interior.
-¡Lárgate, Bishop, o te frotaré la lengua con ortigas! –le amenazó, cerrando la mano libre en puño. Harry Bishop, que tenía una altura que le volvía torpe y el rostro lleno de granos, esbozó una sonrisa titubeante pero retrocedió un paso, ocultando un estremecimiento.
Ruby le hubiera golpeado. Hubiera cogido una piedra y se la hubiera estampado de lleno en su cara de mentecato por insultar a su madre y más delante de Anne, pero en ese momento Alice Hoar apareció detrás de él y Ruby dirigió su atención hacia ella. Alice tenía quince años y era la muchacha más bonita del pueblo, con su pelo rojo y sus ojos verdes. Se sentaba un banco por delante de Ruby cada domingo en misa y de vez en cuando habían charlado.
Ruby no sabía si venía a burlarse como Bishop o sí se mantendría neutral.
-Harry, querido, ¿por qué no te marchas y nos dejas en paz, quieres? –le pidió con voz dulzona. Ruby vio como Harry Bishop enrojecía, granos incluidos, y se alejaba rápidamente, con pasos desacompasados. Alice tenía ese efecto en los muchachos del pueblo, a todos los ponía nerviosos y era capaz de conseguir lo que quisiera de ellos sólo con pedirlo.
Le sonrió amablemente a Ruby y se acercó a Anne y a ella.
-Yo no creo que tu madre sea una bruja, Carver –le dijo con suavidad y acarició con una mano la mejilla suave y mullida de Anne.
Ruby pasó un brazo por el hombro de su hermana en actitud defensiva y mantuvo la mirada fija en Alice. No sabía a ciencia cierta qué pensar de ella.
-¿Por qué no? –preguntó.
-Porque se supone que las brujas son malvadas pero tu madre no le ha hecho mal a nadie –replicó Alice con sinceridad apartando la mano del rostro de Anne. Ruby relajó el cuerpo porque lo que Alice había dicho era justo lo que ella pensaba. Su madre sólo había ayudado a las jóvenes del pueblo, no había hecho ningún mal. Es más, se había arriesgado por malas personas como Martha Lyford que la acusó en cuanto se repuso del nacimiento de su hijo.
Escuchó gritos del otro lado de la ventana y volvió su atención hacia el interior de la Iglesia. Otra joven estaba en pie, Rebeca Bishop, intima amiga de Martha, que tenía una niña de un año en un brazo mientras con el otro apuntaba a Elizabeth.
-¡A mí también me hechizó! –chilló con rabia -¡me dio un brebaje cuando estaba dando a luz a mi hija! ¡se aprovechó de mi debilidad y no pude evitarlo!
-¡Bruja! –gritaron parroquianos desde los últimos bancos que Ruby no alcanzaba a ver. Elizabeth cerró los ojos un instante, como si los insultos le produjeran un daño casi físico.
-¿A quién más, Carver? –la increpó el reverendo Lyford -¿A quién más le diste ungüentos impíos? ¡Habla, adoradora del Diablo!
Las murmuraciones se apagaron y Ruby se percató de que Alice Hoar estaba a su lado, intentando ver lo que sucedía en el interior a través de la ventana. Parecía triste y asustada a partes iguales. La mano de Anne temblaba entre las de Ruby y tenía los labios morados de mordérselos con fuerza, mientras intentaba ver algo en vano poniéndose de puntillas.
-¿Qué está pasando, Ruby? –preguntó con voz quebrada.
-Todo va bien, Anne –le mintió Ruby estrechando la mano de su hermana tranquilizadoramente. Volvió con rapidez sus ojos hacia la ventana. Todos miraban a su madre que permanecía sentada en la silla, con la espalda recta y la cabeza alta. Su rostro estaba inexpresivo, como si no le interesara nada de lo que estaba sucediendo a su alrededor, sus ojos miraban fijamente al frente, sin ver nada.
-¡Habla, bruja! –insistió el reverendo. Elizabeth permaneció en silencio, inmutable. Ruby vio como las manos huesudas de Lyford se cerraban con furia en torno a la Biblia y en sus ojos crepitaba una rabia que hacía parecer negras sus pupilas. Se volvió entonces hacia su audiencia y alzó la Biblia en una mano, mostrándoles la simple cruz latina que había impresa en su portada.
-No tengáis miedo, ¡confesad! –apremió a su público agitando la Biblia en al aire como si estuviera asestándole bofetadas a un ser invisible -¿A quién más hechizó? ¿a ti, Sarah Martin? –preguntó y señaló a la aludida con un dedo largo y torcido.
Sarah Martin se encogió en su asiento. Había dado a luz unos meses atrás, después de casi veinte horas de agonía. Elizabeth la había asistido y gracias a ella su hijo, que había nacido con el cordón umbilical rodeando su cuello, había sobrevivido.
-¡Habla, Sarah Martin! ¡Estás en la casa de Dios! ¡No puedes mentir! –la exhortó Lyford. Sarah comenzó a llorar, retorciendo el delantal que cubría su falda, nerviosamente. De vez en cuando lanzaba miradas furtivas a Elizabeth, como pidiéndole perdón.
-¡Confiesa! –gritó el reverendo Lyford con tanto énfasis que pequeños salivazos cayeron sobre el púlpito.
Sarah Martin sollozó y finalmente asintió dos veces con la cabeza, para después cubrirse el rostro con su mandilón. Elizabeth no varió su expresión, pero a Ruby le pareció ver algo de compasión en sus ojos.
-¡Es suficiente! –declaró el reverendo y golpeó el púlpito con la Biblia. Furioso y excitado se acercó a Elizabeth y la apuntó con el dedo índice de su mano derecha -¡Tenemos pruebas más que suficientes contra ti, Elizabeth Susanne Carver! ¡Por la autoridad que me ha sido otorgada, en el nombre de Dios te declaró culpable de herejía! ¡Bruja!
-¡Bruja! ¡Bruja! –corearon la mayor parte de los presentes. Anne se echó a llorar al escuchar los gritos, Ruby, aterrorizada y con lágrimas cuajando sus ojos, abrazó a su hermana, atrayéndola contra ella. Alice apartó los ojos de la ventana como si no fuera capaz de ver más.
-¡Serás ajusticiada de inmediato!
Y la voz del reverendo sonó como un cepo cerrándose sobre su presa.
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Falmouth era tan pequeño que sólo había un hombre rico en el pueblo, el Señor Bradford. Su casa era la única que disponía de cadalso que él no pudo negarse a prestar al pueblo para el ahorcamiento de Elizabeth Susanne Carver. El Señor Bradford era un hombre sencillo que había participado en muchas partidas de evangelización, tenía una esclava afroamericana, La Quisha, y una actitud menos conservadora que la mayoría de sus vecinos. No le gustó que le sacaran de la cama antes de lo previsto y le apremiaran para vestirse y acudir a casa de Elizabeth Carver, pero como hombre importante de Falmouth se requirió su presencia en tales menesteres. Asistió el juicio contra su agrado y acogió con disgusto la noticia de que una de sus vecinas fuera condenada a la horca. Le afligió aún más tener que prestar su cadalso a la causa (aún no había tenido oportunidad de usarlo en ninguna celebración importante) y le horrorizó la idea de tener que presenciar tal acto, pero sólo había dos actividades vecinales en Nueva Inglaterra: las misas y los ahorcamientos, y por tanto, no pudo librarse de ello.
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Tres figuras se alzaban sobre el patíbulo. A la izquierda, el reverendo Lyford, con la Biblia apretada sobre el pecho y el rostro iracundo. Su hijo Joseph estaba cerca, anudando con maestría y buen ánimo la soga que oprimiría la garganta de su antigua suegra hasta despojarla de su último aliento. Elizabeth se erguía entre los dos, con la espalda recta y la vista perdida en el cielo. Inmóvil, congelada frente al tosco taburete de madera al que se debía subir, como si ya le hubieran robado el alma.
Ruby y Anne la observaban llorando entre el populacho, abrazándose y temblando. El pueblo entero esta allí, apiñado en torno al cadalso, vapuleándolas y empujándolas en su afán por acercarse aún más.
Un ahorcamiento era todo un espectáculo que sólo se había dado un par de veces desde la fundación de Falmouth. En una sociedad tan estricta y austera como la puritana, ese tipo de actos eran considerados casi una forma de ocio. Por eso toda actividad se había paralizado. Los huertos no eran trabajados, el ganado desatendido. No había ancianas lavando la ropa en la orilla del río, ni carros de carga atravesando el camino principal.
Ruby rodeaba a Anne con los brazos, apretándola protectoramente contra su cuerpo. Trataba de salvaguardarla de cualquiera empujón, aunque constantemente ella misma estaba a punto de perder el equilibrio. Sentía el corazón de su hermana latir nerviosamente contra su estomago, a un ritmo que casi dolía. Le murmuraba palabras que luego no sería capaz de recordar tratando de consolarla en su llanto. Le secaba las lágrimas de forma automática, ignorante de las suyas propias. Escuchaba los gritos e insultos de sus vecinos hacia Elizabeth y reconocía sus voces. Veía sus rostros deformados por el morbo y la excitación y le resultaban familiares. Pero miraba alrededor y sentía que no conocía a nadie.
Porque la que lanzaba una pieza de fruta podrida a su madre no podía ser la amable Señora Martin que regalaba manzanas a Anne, y el que exhortaba al reverendo a que se diera prisa no era el herrero que se sentaba a su izquierda los días de misa.
Así que Ruby estrechaba con más fuerza a Anne, sintiéndose más sola que nunca. Pérdida entre extraños, abandonada por todos, por Dios, en ese punto del camino.
Se hizo el silencio cuando el reverendo Lyford comenzó a declamar. Anunciaba los cargos de los que se acusaba a Elizabeth imbuidos en un discurso apocalíptico sobre la corrupción de las almas y la tentación del diablo. Los parroquianos le coreaban o asentían, lanzando miradas furibundas a la vez que temerosas a la acusada.
Al mismo tiempo, Joseph Lyford, como si los discursos de su padre le aburrieran, lanzó la soga por encima de la viga maestra y aseguró el otro cabo en uno de los postes. Después tiró del lazó para asegurarse de que la cuerda estaba lo bastante tensa y Ruby pudo ver una fugaz sonrisa de satisfacción en sus labios. Y en ese instante se dio cuenta de que estaba disfrutando con eso y lo odió. Lo odió por haber sido el esposo de Bridget y ser capaz de sentir tal indiferencia por la muerte de su suegra. Odio a todo el pueblo por pedir su cabeza como si fuera una asesina cuando sólo había intentado ayudar a la gente. Se sintió traicionada y despojada de su inocencia, de su fe.
La furia y el odio que la cegaban no le permitieron darse cuenta de en qué momento Lyford acabó con su disertación. Simplemente se percató de que todo el mundo se había sumido en un silencio asfixiante y ominoso.
En ese instante, el reverendo dio un empellón a Elizabeth que la hizo tropezar con el taburete y caer de rodillas. Se oyeron un par de vítores pero por lo general el pueblo se mantuvo callado, a la espera.
Ella se levantó dignamente a pesar de tener las manos atadas a la espalda y se subió al taburete sin titubear. Unas cuantas guedejas de pelo rubio se habían escapado de su cofia y se rizaban sobre sus hombros. Tenía los ojos secos, buscando a sus hijas entre el público sosegadamente. La soga, colgando como un péndulo, le rozó la mejilla llevada por la brisa. Su mirada contacto con la de Anne y Ruby.
-¡Mamá! –chilló Anne y se escurrió entre los brazos de Ruby para intentar llegar a su madre. Llorando con más ímpetu, Ruby intentó ir tras ella, pero Anne era tan pequeña que se escurría con facilidad entre la gente. Afortunadamente, Alice Hoar la detuvo a tiempo de modo que Ruby pudo alcanzarla. Llegó hasta su hermana y quiso regañarla pero no tenía voz ni fuerzas, porque ella misma sentía el impulso de correr hasta su madre e impedir esa locura. En su lugar, se limitó a tomarle una mano con todas sus fuerzas para que no pudiera soltarse. Anne gimoteaba sin intentar escapar porque aunque sólo tenía nueve años sabía que no podían frenar lo inevitable. Alice las contempló durante unos instantes con compasión, después cogió la otra mano de Anne.
El corazón de Ruby comenzó a latir desgarradoramente. En su pecho, en sus oídos, en sus sienes. Como el redoble de un tambor anunciando una ejecución.
Las campanas de la Iglesia sonaron y dos cuervos oscuros graznaron desde algún lugar del bosque cercano cuando el reverendo pasó la soga por la cabeza de Elizabeth.
Elizabeth Susanne Carver lanzó una última mirada a sus hijas, una mirada llena de paz. Y con la dignidad de una reina, su cuerpo cayó como el de una muñeca de trapo cuando el reverendo le retiró el taburete.
No fue una caída de más de treinta centímetros así que su cuello no se rompió. Se oyó el quejido de la madera lamentándose bajo su peso cuando Elizabeth comenzó a patalear.
Ruby tapó los ojos de Anne con una mano y cerró los suyos para huir de la terrible visión. Pero escuchaba los sonidos guturales que se escapaban de la boca de su madre en sus intentos desesperados por tomar aire, el murmullo del pesado balanceo de su cuerpo. Largos segundos después, abrió los ojos, temiendo y deseando a partes iguales que todos hubiera terminado, y lo que vio quedaría para siempre grabado en su memoria.
Elizabeth llevaba más de veinte segundos ahogándose, la lengua asomaba en su boca abierta, convulsionándose. Los ojos amenazaban con salirse de sus orbitas, el rostro entero estaba deformado. Las piernas pataleaban en el inútilmente en el aire, buscando apoyo. El cuerpo se sacudía en los últimos estertores.
Ruby volvió a cerrar los ojos y se pegó a Anne, sintiendo nauseas y mareo, sintiendo que le faltaba la respiración. Quería huir de esa imagen pero se había quedado pegada al interior de sus párpados y rebotaba en sus pupilas, una y otra vez, superponiéndose con el rostro de Bridget moldeado por la agonía.
Entonces, una vibración en el aire, un cambio en el ambiente la avisó: el de un aliento menos.
Cuando Ruby abrió los ojos, arrasados por las lágrimas, vio que su madre había dejado de moverse. Pendía desmadejada de la soga que desgarraba su cuello.
Como una bandera sin izar.
Y Ruby Carver cerró de nuevo los ojos.
Siempre he pensado que Ruby tenía una historia trágica detrás. Que algo muy poderoso la empujó a hacerse bruja y condenar su alma. Esto sólo es el principio. El fic tendrá tres o cuatro capítulos más en principio :)
Gracias por leer, se agradecen opiniones :)
Con cariño, Dry.
