Birdcage
…Si estuviera muy al fondo, en las profundidades de la tierra, no desearía tanto la luz del sol…
Unas cadenas oxidadas por el tiempo lo mantenían unido a un pasado que no recordaba; atado a una vida que le era desconocida pues un ser superior decidió que así fuera; encadenado en una oscura cueva tapizada con viejos sutras para neutralizar un poder que ignoraba poseía.
Un chiquillo de inocentes ojos se hallaba aprisionado en aquel inhóspito lugar día tras día, años, décadas… incluso siglos, observando el mismo paisaje que, entre los barrotes, alcanzaba a ver.
Suplicó, lloró jornadas enteras pidiendo una explicación a su juez y verdugo que, no obstante, hizo oídos sordos a su justa petición. El tiempo, más viejo y más sabio, arrastró sus lamentos lejos de allí y los extendió hasta que desaparecieron del espacio. Sus ansias de libertad fueron aplacadas por la soledad, esa dama comodona que un día le visitó y se convirtió en su mejor amiga, su única amiga. Acurrucado, resignado a un castigo del que no estaba seguro ser merecedor, el silencio ganó la batalla y se instauró prolongando un largo reino de sorda comunicación, evidenciando su encierro, amplificando su aislamiento, haciéndole consciente de su absoluta desdicha.
La luz del sol, de la estrella diurna que apenas veía cuando encajaba sus mofletes entre los barrotes, nunca incidió en su joven piel. La lluvia se colaba con tranquilidad por la barrera que lo mantenía al margen del mundo y acariciaba sus pies. Cuando no, alargaba cuanto podía sus brazos para hacerse con el mayor número de gotas, como si cada una de aquella diminutas porciones de realidad le hicieran acercarse a su ansiada libertad, tan próxima pero tan lejana a la vez.
Su existencia se minimizó, se adaptó al árido panorama hasta formar parte de él como una roca más que yace inerte en el suelo; un guijarro más en el camino hacia ninguna parte, que no siente, que no habla, que no respira, tan sólo aguarda el paso del tiempo sin más finalidad que ocupar un pequeño espacio en un lugar desubicado.
Pero, un día, toda desesperanza y oscuridad desapareció. Una tenue luz franqueó aquel tenebroso muro y consiguió adentrarse en su triste universo; una mano tendida en pos de ofrecer su ayuda y sacarlo de su desgracia…
- ¡Despierta, mono estúpido! – grita el monje rubio propinando un fuerte golpe al joven.
El demonio reprimido salta furioso, pues odia que lo despierten de sus ensoñaciones; pero pronto se tranquiliza. Y es que, el que lo levanta con tan malos modales, es su salvavidas; aquel que le rescató de la miseria, el que derrotó a la doblegadora soledad, el que puso fin a su inexplicable castigo, el que le sacó de la jaula e iluminó su vida.
- Ne… Sanzô… - murmura el joven Gokû.
- ¿Qué quieres….? – pregunta desganado el monje.
Apenas le presta atención, está concentrado en registrar sus propios ropajes en busca de un mechero para encender el primer cigarro del día. De repente, algo le despierta: el sonido metálico de la piedra al chocar contra la rueda dentada. Es Gokû quien aparece tras una oportuna llama que le sirve al maestro para exhalar una blanca boqueada de humo.
A pesar del mal despertar, de sus perpetuos enfados, de sus palabras despectivas e insultos… No puede enfadarse con él.
- Gracias – confiesa con una tierna sonrisa y sale disparado, lleno de energía, de la estancia.
No, no puede enfadarse con él porque él le ha devuelto las alas.
