Axis Powers Hetalia. URSS!Ivan y RDA!Gilbert. RusxPru. PruxRus.

Warning fic completo: Yaoi, lemon, drama, angst, dominación, violencia, mención al nazismo, (fluff y romance a su debido tiempo). AU Histórico (finales de la Segunda Guerra Mundial y Guerra Fría. Flashback al sitio de Leningrado).

Les dejo con el primer capítulo (introductorio y el más histórico) de un fic medianamente extenso protagonizado por Rusia y Prusia (la OTP de una servidora). En principio tengo planeados 5 capítulos (Potsdam, Königsberg, Siberia, la RDA y Kaliningrado). Así que les pido paciencia y les animo a darle una oportunidad al fic si lo que quieren es leer una «bonita» y floreciente relación, romántica y destructiva, entre los maravillosos, increíbles e inigualables Ivan y Gilbert. Por cierto, utilizo sus nombres humanos. Aparecen otros personajes de Hetalia -más o menos secundarios- pero que no desvelaré para no estropear algunas... sorpresas.

Se encuentran ante una novela muy documentada, podría decirse que no es un fic cualquiera. Si les gusta meterse y sumergirse en historias largas, sigan leyendo. Sean pacientes, les prometo que les gustará. O eso espero de corazón.

Este fic es mi regalo de cumple con mucho retraso para Russian Psycho 3, que de forma inconsciente me ha inspirado a escribir de nuevo. Spasibo, Russkiy~ ^-^

Disclaimer: Los personajes no me pertenecen, sino al gran Hidekaz Himaruya. Las opiniones y valoraciones políticas vertidas en el fic pertenecen a mi versión de los personajes, en ningún caso es muestra de la opinión de la autora. ATENCIÓN: La obra ha sido registrada en SafeCreative cambiando los nombres e identidades de los personajes.


Capítulo 1. POTSDAM

Potsdam había sido una buena elección para continuar con Yalta, y más en verano. Uno miraba a su alrededor y casi podía llegar a olvidar que apenas tres meses antes habían llovido bombas aliadas sobre la última joya de esplendor prusiano. Los pájaros gorjeaban sobre los castaños reverdecidos que flanqueaban su paseo hacia el palacio de Sanssouci, y las flores, con sus colores vivos e inocentes, se burlaban del polvo y de la muerte que aún flotaban en el aire tras la destrucción gratuita que aquel inglés obsesivo había desatado sobre el último bastión del orgullo histórico alemán. Y pensar que luego aquellos cerdos capitalistas torcían el gesto y desprestigiaban las hazañas de su Ejército Rojo, el mismo que había hecho posible que ahora estuvieran reuniéndose allí, en Potsdam, ultimando por fin su codiciado reparto del pastel. La hipocresía era el cáncer de la civilización occidental.

Ivan se detuvo en cuanto Sanssouci apareció ante sus ojos. Incluso él era capaz de reconocer la gloria de Federico el Grande. No pudo evitar que su mente se desviara una vez más hacia aquel pequeño juguete enjaulado suyo que se había dejado atrás, en Rusia, aguardando su regreso, y una sonrisa involuntaria y fugaz apareció en el rostro del soviético. Se lo imaginó ascendiendo por aquella escalinata de otros tiempos, todo porte y soberbia, presto a reunirse en palacio con su querido monarca, su capa revoloteando a sus espaldas a cada uno de sus pasos marciales y resueltos. Tan seguro de sí mismo como si fuera el maldito dueño de todo cuanto había bajo el sol. Era su prisionero desde abril y desde entonces apenas había logrado arrancarle dos palabras seguidas —entre las que al menos figuraba su nombre—, de modo que no veía el momento de medir hasta cuándo aguantaban intactos su orgullo y su voluntad. Paso a paso. Poco a poco. Él tenía todo el tiempo del mundo.

Reanudó sus pasos en dirección hacia el palacio y a medida que percibía la serena belleza rococó de la regia construcción, casi llegó a sentir conmiseración por la debacle del imperio alemán. Aquel Gran Bastardo Nazi se había apropiado de la grandeza prusiana para enaltecer su propia medianía: los desfiles, las marchas, el honor, el prestigio… Hasta había tenido la desfachatez de equipararse al Viejo Fritz, el rey al que el propio Napoleón, con todas su ínfulas y arrogancia, había ensalzado al penetrar con su ejército un siglo antes en tierras prusianas.

«Señores, si este hombre continuara vivo, yo no estaría hoy aquí», había dicho el conquistador francés cuando visitó la tumba del célebre rey prusiano en 1806. Del mismo modo, si él hubiera estado vivo, quizás Gran Bretaña, Estados Unidos y la URSS no estarían en Potsdam aquellos días de julio, decidiendo el destino de una Alemania en ruinas, sin alma, quebrada, humillada, merecidamente aplastada.

Las reuniones de los días previos habían sido más fructíferas de lo que había esperado. Se creían muy listos, pero si él hubiera contado con las fuerzas navales del inglés y los recursos y riquezas del americano, sin duda a aquellas alturas el mundo sería suyo. Así y todo, sin el apoyo de la URSS aún estarían peleándose los unos contra los otros, mientras el gigante germano se lamía las heridas y resurgía de sus cenizas. Una cosa les podía conceder a los perros «arios»: sabían cómo luchar. Recordó el brillo salvaje de los ojos de su cachorrito encarcelado cuando lo vio por vez primera, rodeado por sus hombres, sabiéndose acorralado, aceptando lo inevitable e incluso así, dispuesto a salirse con la suya a toda costa. Ivan sacudió la cabeza y se rió de buena gana. No parecían darse cuenta, pero él siempre ganaría al final. Siempre prevalecería. ¿Acaso aquel hipócrita de Alfred Jones creía que iba a intimidarle al mencionarle su «arma definitiva de poder increíble»? Los servicios secretos ya le habían advertido de la existencia de aquella bomba milagrosa que pondría a Japón de rodillas. Recordar la mirada de complicidad que se dedicaron los aliados entre sí, como si él no se enterara de nada, lo hizo sonreír. Lo subestimaban, y él lo disfrutaba. Incluso había colocado micrófonos en sus habitaciones privadas en Potsdam y los idiotas largaban sus planes sin saber que él dominaba la situación.

Para empezar, él mismo ya había trazado la frontera en la parte polaca que le correspondía, y ellos, sus queridos aliados, no tuvieron más remedio que aceptar entre dientes su política de hechos consumados y atenerse a la férrea decisión rusa en asuntos que requerían mano dura y expeditiva.

En la reunión de aquella mañana se lo había pasado incluso bien a costa de aquel par de ingenuos. El americano sentía admiración por él a la par que un temor reverencial que resultaba hasta cómico. El inglés trataba de congraciarse con él pero le era imposible disimular su extrema animadversión por el comunismo. Los capitalistas adoraban hablar, no paraban de hacerlo; hablaban de trivialidades, de venganzas pasadas y futuras, de la estupidez y ceguera de los nazis (ahora que habían mordido el polvo, claro) y de la eficacia de sus propios ejércitos, si bien es verdad que Alemania debería haber caído mucho antes de no haber cometido fallos tan evidentes en su conquista por el oeste. Ivan sonreía, los oía hablar en silencio y esperaba pacientemente su turno para, a su debido tiempo, formular su larga lista de exigencias. Él, a diferencia de Alfred y Arthur, sabía muy bien lo que quería.

—Quiero Prusia Oriental.

En la sala de Cecilienhof se hizo el silencio cuando su voz afable y jovial formuló aquellas tres palabras con una naturalidad pasmosa. Para él era un hecho y así se lo estaba transmitiendo a sus interlocutores. Se echó atrás en la silla y la apacible sonrisa de sus labios se amplió aún más.

—Sí, señor Braginski. Eso ya lo habíamos hablado y…

—Dos millones de alemanes. Los quiero fuera.

—Pero…

—Estuve allí en abril haciendo un poco de… digamos que haciendo un poco de turismo. Y me pareció un lugar encantador. Por desgracia mis chicos tuvieron que quemar algunas cosas para que las ratas salieran de sus escondrijos. Se aferraban a su fortaleza como si no fueran a vivir ni un solo día más.

Arthur carraspeó y tamborileó con los dedos sobre la mesa.

—Dos millones… —repitió el americano—, ¿pero dónde van a ir esos dos millones más de alemanes? La situación en sus provincias centrales es ya bastante…

—Eso no me interesa lo más mínimo —en la mente del ruso volvió a aparecer por enésima vez en los últimos tres meses la imagen de su prisionero de guerra, sentado en la oscuridad, inmóvil, sin pronunciar palabra, sin dirigirle la mirada, resistiéndosele con deliciosa tenacidad. Se preguntó si su muñeco prusiano sería oriundo de Königsberg o si en cambio era berlinés y le habían enviado allí expresamente con el maltrecho 4º Ejército para la que sería su última misión suicida. ¿Pero por qué no había huido? Los nazis tenían un burocrático y anquilosado aparato de decisión y sabía que el Gran Bastardo no había dejado evacuar ni replegarse a posiciones defensivas a los miembros de la Wehrmacht que quedaban en Prusia Oriental. A pesar de todo le constaba que habían tenido una breve oportunidad de escapar, pero él no lo había hecho.

—Bien, señor Braginski. Sin duda sus… chicos se merecen una recompensa por su… eh… gran trabajo en el este —comentó Arthur con una sonrisa cínica y apenas velada.

«Otra dulce conquista».

Ivan adoraba divertirse. Y adoraba los asedios, si no era él quien sufría y esperaba tras los muros. Requería paciencia, pero cuanto más durase la conquista, mayor sería el valor de la victoria. Uno de las memorias que más satisfacción le procuraba recuperar era el modo en que fue cayendo la fortaleza de Königsberg. Muro, tras muro, tras muro… cayendo uno tras otro hasta la ansiada rendición y las inevitables y dulces súplicas de piedad. Así planeaba hacer con él, con Gilbert. Frunció el ceño, molesto consigo mismo. No le gustaba utilizar su nombre, ni siquiera en sus propios pensamientos, porque aquello lo humanizaba, tanto a su cautivo como a sí mismo. Se preguntaba qué diría cuando acudiera de nuevo a su celda, se sentara justo en frente de él como solía hacer y le confesara que Prusia Oriental era rusa ya casi en su totalidad, y que sus compatriotas habían sido expulsados de sus hogares. ¿Lo miraría? ¿Se atrevería a desafiarlo, a alzar hacia él su mirada de fuego, aquel fuego que ahora permanecía apagado?

Alcanzó por fin la escalinata del palacio que se había salvado del bombardeo. Habían dividido Alemania en cuatro partes y se las habían repartido y Potsdam también sería suya. ¿Desnazificacion? ¿Desmilitarización de Alemania? Les demostraría a todas esas débiles y patéticas democracias que eso solo sería posible con un régimen como el soviético. El juego no había hecho más que comenzar.

«Voy a romper tus defensas una a una, conejito indefenso. Como los muros de tu querida Königsberg. Ya lo verás».

Tenía todo el tiempo del mundo.