La luna brillaba furiosamente en el cielo. Su resplandor era tan grande que sofocaba la luz de las estrellas con su presencia. La luna rugía. La luna estaba furiosa. La luna estaba hambrienta.
El alarido de una mujer puso los vellos de punta a los aldeanos. La bestia se había cobrado una nueva víctima. Armándose con picos, garrotes y antorchas, los reducidos habitantes de la aldea salieron de sus casas para frenar a la bestia. No tenían esperanza de acabar con ella.
Alguien gritó haber visto al monstruo correr por las callejuelas de la periferia. La multitud irrumpió en gritos cuando el ser apareció ante ella con el cadáver de un niño en las fauces. Se alzó sobre sus patas traseras y abrió la boca, dejando caer el cadáver desde una altura de cinco metros, aproximadamente.
La bestia era un ser deforme, medio humanoide medio felino. Su piel estaba recubierta de enormes cicatrices que parodiaban las rayas de un tigre. Sus músculos y sus huesos se movían bajo la piel, lejos de su lugar natural, causando dolor e ira a la bestia. Y sus ojos... En la región conocían lo que era un tigre. Había tigres en las montañas, tigres que a veces bajaban al valle a cazar. Tigres que tenían los ojos verde-amarillentos. Pero este ser deforme lucía dos iris del color de la sangre, repletos de furia y dolor. Ojos brutalmente humanos.
La bestia tenía las fauces llenas de sangre fresca. No rugía, gritaba. No cazaba, asesinaba. Se abalanzó sobre los aldeanos, sin prestar atención de los filos que se clavaban en su cuerpo. Ningún dolor era considerable al de su propia existencia.
Entonces, en la lejanía, se oyó un aullido. La bestia se dejó caer sobre sus patas delanteras, atenta al llamado. El sonido era claro como la luz de la luna, musical y vibrante. La bestia tembló de terror.
Los aldeanos también reconocieron el aullido, vitoreándolo. ¡Sombra! ¡Sombra! ¡Sombra! La bestia los intentó hacer callar con garras y dientes, pero, ¿quién puede apagar la llama de la esperanza cuando ya se ha inflamado? Bestia y multitud oyeron el rápido trote de un can, dirigiéndose a toda velocidad hacia la aldea. El monstruo optó entonces por huir. Corrió y corrió por el suave valle, sintiendo como su perseguidor se le aproximaba. Se giró en plena carrera y rugió —sollozó— a su perseguidor.
El perro tenía una altura de unos dos metros. Su pelaje era negro como la noche, pero la cara y el estómago eran blancos como la nieve recién caída. Frenó en seco y le sostuvo la mirada a la bestia, orejas en punta, hocico levantado, cuerpo tensado. Sus ojos eran azules, muy parecidos a los de un humano.
Un movimiento sobre su lomo captó la atención de la bestia. Un hombre encapuchado se alzó sobre el gigantesco perro y lo observó. ¿Cuánto tiempo había estado ahí? ¿Por qué no había captado su presencia? ¿Cómo es que ni siquiera tenía olor? La bestia rugió y atacó. El hombrecillo saltó y rodó por la hierba, y el perro recibió el ataque, usando la inercia para tumbar al monstruo contra la hierba. El monstruo rugió, se revolvió, luchó y arañó, pero el inmenso perro no dejó de presionarle. El hombre se acercó a la bestia, arrodillándose ante él. Insensato, estaba demasiado cerca. La bestia podía lanzarle una dentellada y perdería el brazo o la cabeza.
Sin embargo, la bestia no atacó. El hombre —el joven— retiró la prenda que le ocultaba el rostro, revelando una cara de rasgos suaves, pálidos, unos ojos azul claro y una mata de pelo claro desordenado. La bestia gimió. ¿Iba a matarlo? No quería morir sin dignidad. El joven colocó la palma de su mano en la frente de la bestia.
—No quiero hacerte daño.
La bestia lo miró. No olía a miedo, ni a peligro. No olía a nada, en realidad. ¿Cómo fiarse de ese hombre? Los hombres son malvados. Los hombres gritan y hacen daño. La bestia gruñó, pero el joven no retiró su mano.
—Voy a ayudarte. Tienes que confiar en mí.
¡Confiar! ¡Es muy fácil confiar cuando tienes un chucho enorme encima que no te deja moverte, claro que sí! El joven pareció entender —¿cómo?—e hizo una señal al perro, que liberó al monstruo de su agarre. El joven lo miró directamente a los ojos, sin un atisbo de miedo en su mirar. Deslizó su mano por el rostro de la bestia, en algo sorprendentemente parecido a una caricia. La bestia no quiso atacarlo. El joven apoyó su frente en la del monstruo. La bestia cerró los ojos también. El latido de sus corazones, sus respiraciones, el ritmo de sus cuerpos. Mágicamente, bestia y hombre se coordinaron.
—Taiga.
La bestia abrió los ojos y ya no era una bestia. Era un hombre. El joven lo ayudó a tenderse sobre la hierba. Su frescor era reconfortante.
—Taiga Kagami. Ese es tu nombre, ¿verdad?
El hombre no pudo decir nada. Perdió la consciencia intentando encontrar la luz de las estrellas
