Siglo XXX. Año 3000. La humanidad había llegado a una nueva etapa en su existencia. Una nueva especie había aparecido en el árbol evolutivo y rápidamente se había expandido por sobre las ciudades cual peste. Una especie tan parecida al homo sapiens pero que había dejado atrás las debilidades de las emociones humanas, distinguiéndose por su gran fuerza, inteligencia y astucia, y al mismo tiempo por la falta de humanidad y buenos sentimientos.
El ser humano rápidamente había decaído bajo las feroces garras de estos nuevos seres, viéndose obligado a sobrevivir de migajas, recluyéndose en pequeños poblados y fungiendo como meros esclavos de esta especie superior. Los denominados kaizokus.
¿Quién los creó? ¿De dónde salieron? ¿Por qué eran tan parecidos a los seres humanos y al mismo tiempo, tan diferentes? ¿Por qué, a pesar de tener una esperanza de vida media similar a los seres humanos, había un kaizoku que parecía trascender en el tiempo?
Seguchi Tohma. El líder de los kaizokus. Todos los kaizokus respondían ante él; quienes osaban oponerse, solían desaparecer sin dejar rastro. Tohma se había encargado de esclavizar a los remanentes de la especie humana en decadencia.
El más destacado kaizoku de la ciudad capital era el conocido Eiri Uesugi. Entre los kaizokus, Eiri era el favorito de Tohma sin alguna razón aparente. Un caso excepcional era el de la familia Uesugi que había engendrado tres hijos, tenía dos hermanos, su hermana mayor Mika, y el hermano menor, Tatsuha, un kaizoku desbocado que continuamente compraba mascotas, simplemente para su disfrute personal.
Era bien conocido que el sexo entre "esclavos" era un acto de entretenimiento público para los kaizoku, casi como solía hacerse en el pasado viendo carreras de caballos o peleas de gallos, un mero acto de esparcimiento visual. "Ver y no tocar", era la única regla.
Un kaizoku podía reclamar a cualquier humano como su sirviente o como su esclavo una vez que éste había caído en manos de los kaizokus. Bastaba simplemente con ponerle los ojos encima, decir "yo lo quiero" y pagar el precio. A un kaizoku nunca se le negaba nada. Ese era el alcance de su poder. Esta era la manera de vivir de los kaizokus.
La vida de los humanos era otra historia. Como marginados, vivían en los suburbios colindantes a las grandes ciudades, pequeños poblados caídos en la inmundicia. Vivían en condiciones deplorables. Ellos no vivían... sobrevivían.
Los trabajos eran mediocres. Los que tenían suerte se convertían en sirvientes cuyas única función era mantener limpios los aposentos de sus amos y cumplir con sus necesidades personales que no involucraran actividades sexuales. Los que no corrían tanta suerte, se convertían en esclavos sexuales destinados al deleite visual de los kaizokus.
Había otras diferencias entre un sirviente y un esclavo. Un sirviente podía ir y venir, siempre y cuando su amo no lo necesitara, un esclavo no tenía esas libertades. Un sirviente podía salir a la calle solo. Un esclavo sólo podía salir en compañía de su amo o con un sirviente, con previa autorización del kaizoku. Esa era la ley.
—Shu, tengo que hablar contigo.
Hiro y Shuichi caminaban rumbo a su cuarto compartido después de pasar el día tratando de encontrar un trabajo para Shuichi.
—¿Que pasa Hiro? —preguntó Shuichi mientras andaban por las transitadas calles de los suburbios.
—Bueno... —Hiroshi parecía dubitativo en cuanto a empezar la conversación.
—Vamos Hiro, dime.
—Me iré a la ciudad capital.
—¡Que! —Shuichi estalló—. ¿Pero por qué? —¿Sería una broma o estaba hablando en serio?
—Conseguiré un trabajo como sirviente, Shu.
La mirada asombrada e incrédula hizo sentir mal a Hiroshi.
—Pe... pero... lo prometimos... Nunca nos...
—Sé que desde que regresé prometí no volver a irme, pero piénsalo bien. Es mejor que esto. Piénsalo Shu —replicó, señalando el lugar al que habían llegado. Era un departamento de mala muerte. Un simple cuarto con dos catres, una puerta que se dirigía a un baño pequeño y un closet, además de una vieja mesa con dos sillas.
—Pero...
—No Shuichi —replicó Hiroshi, sentándose en una de las desvencijadas sillas—. He decidido que esto es lo mejor para mí. Tal vez deberías hacer lo mismo. Estoy harto de vivir en la inmundicia, de trabajos mediocres y de inmiscuirme en negocios turbios. Quiero vivir Shu...
Shuichi no podía ligar oraciones.
—Pero, y Ryu...
—Deberías alejarte de él, es una mala influencia. Piensa en lo que mejor te conviene. —Las palabras de Hiroshi iban cargadas de cierto resentimiento hacia Ryuichi—. Mira Shu. Como sirviente voy a tener comidas y un lugar decente donde dormir, aparte de tener unas ganancias aseguradas, en vez de estar esperando a que salga algún negocio por ahí.
—Pero... Hiro... Por favor... —Shuichi estaba desesperado. Si Hiroshi se iba, perdería a su mejor amigo... de nuevo.
—Lo siento Shuichi, pero estoy cansado de vivir así. Debo preparar mis cosas para irme. Hoy mismo empezaré a buscar.
Hiroshi empezó a recoger las pocas pertenencias que tenía, ante los ojos expectantes de Shuichi.
—¡Espera, Hiro! —Shuichi lo agarró de uno de sus brazos, impidiéndole seguir guardando sus cosas en una vieja mochila—. ¿Te volveré a ver?
—Claro tonto —gruñó Hiroshi con una mueca, como si fuera algo obvio—. Buscaré ser sirviente, no esclavo, y recuerda que como sirviente aún tendré ciertas libertades.
Shuichi sólo asintió con pesar. Al menos en esta ocasión tendría oportunidad de despedirse.
—Hiro... ¿Y a donde irás?
—Aún no lo sé... pero conozco a un kaizoku que podría emplearme.
—Ten cuidado Hiro. —Shuichi lo atrapó en un abrazo.
—Nos veremos pronto.
Hiro abandonó aquel departamento dejando a un jovencito solo con en sus pensamientos.
«Mi mejor amigo se ha ido...».
Tiempo después...
«Todavía no puedo creer que Hiro sea un sirviente».
Desde que ambos habían cumplido quince, la vida de Hiroshi había sido complicada. Unos días antes de su décimo quinceavo cumpleaños, Hiroshi había desaparecido junto con su madre, y Shuichi no había tenido noticias de ellos, sólo para que apareciera unos años después sin poder decirle lo que había pasado en ese tiempo, rematando con que dos años más tarde le dijera que iba a irse de nuevo, esta vez para trabajar para un kaizoku. Ahora, Hiroshi estaba por cumplir dos años de haberse ido por segunda vez.
Shuichi salió de su pequeño departamento con dirección a la casa de otro de sus mejores amigos o más bien dicho, de su único amigo. Ryuichi Sakuma. Era un joven rebelde. Nunca escuchaba opiniones. Era el que conseguía los "negocios" para Shuichi y Hiroshi aunque... no siempre fueran muy limpios. Shuichi siempre lo había querido mucho, aunque aún no había podido darse cuenta de los sentimientos de Ryuichi hacia su persona.
Tras unos cuantos minutos de caminata por los suburbios, llegó a la casa de Ryuichi. Un cuarto no mejor que el suyo ubicado en el mismo vecindario. Tocó la puerta y ésta se abrió inmediatamente.
—¡Shu-chan! —gritó Ryuichi casi lanzándosele encima. A veces le sorprendía cómo es que Ryuichi siempre tenía tanta energía.
—Ryu... que tal.
—Pasa, pasa.
Entraron y se acomodaron en un sofá viejo y gastado que Ryuichi había encontrado en un basurero. Shuichi, sintiéndose deprimido, le contó a Ryuichi por primera vez todo lo que le había dicho Hiroshi, de la posibilidad de ser un sirviente y de los beneficios que esta acción le traería.
—Ne... Yo no estoy de acuerdo con Hiro —respondió Ryuichi.
—Pero Ryu—
—Dar tu libertad de esa manera... —lo cortó—, simplemente no estoy de acuerdo.
—Eso pensé yo. El simple hecho de saber... que mi vida depende de alguien más. Que... ellos piensan que pueden gobernarte... me hace sentir... —Golpeó estruendosamente la mesa que se encontraba frente a ellos, tratando de descargar su frustración—. Y ahora Hiro es...
—Tranquilo Shu. Fue su decisión. No hay nada que podamos hacer al respecto.
—Sí... Bueno me voy, tengo cosas que hacer. —Se despidió Shuichi agarrando su chamarra que se había quitado al llegar.
—Ok. Por cierto Shu, he conseguido un negocio con los del barrio... ¿Vendrás?
—Cuenta conmigo.
No había nada que hacer. Hiroshi había decidido hacer algo mejor con su vida. Era su decisión y lo único que podía hacer como mejor amigo era apoyarlo.
Anochecía. El sol iba cayendo por el horizonte y Shuichi caminaba lentamente hacia su casa. Iba tan perdido en sus pensamientos que no se había dado cuenta de en qué momento había dado mal una vuelta y había terminado en una callejuela que no conocía. Como decía Hiro, era un despistado.
Girando a la izquierda en una calle, se dio cuenta para su disgusto de que había terminado en un callejón sin salida, y curiosamente, demasiado cerca de donde iniciaban los dominios de los kaizokus. Un escalofrío lo recorrió. Por nada del mundo quería entrar a la ciudad de los kaizokus.
Dando vuelta, pudo ubicarse un poco mejor, viendo al lado contrario de la calle, la avenida principal. Su paso se vio obstruido por tres personas que se le acercaron de forma amenazadora.
—¿Quién...? —gritó, tratando de que no le temblara la voz.
Las tres sombras salieron de su escondite mostrado a una de las peores pandillas de la zona.
—Vaya, vaya, vaya... pero si es Shuichi. —Una voz grave y sedosa llegó hasta sus oídos.
—Aizawa...
—Veo que me recuerdas —siseó, acercándose a Shuichi con un caminar peligroso.
—Cómo olvidar a una escoria como tú —gruñó.
—Oh vamos Shu... sólo fue un error.
—¡Ese error me tuvo en prisión por un mes! —replicó Shuichi, alejándose y recordando lo que le había traído el participar en un negocio de Aizawa.
—No te enojes. Cómo iba a saber que te descubrirían.
Shuichi le dirigió la peor mirada que podía, sopesando la situación en la que se encontraba.
—Pero sí te diré que me hiciste perder mucho dinero... y vengo a cobrarlo.
—¡¿Qué?! —Los ojos de Shuichi no pudieron ocultar el temor que lo recorrió por completo. Aizawa era muy conocido en los barrios negros, y no precisamente por su buena conducta.
—Ma... Ken...
Al sonido de un tronido de dedos, los otros dos hombres sujetaron a Shuichi por los brazos y lo recargaron en un auto viejo que estaba abandonado ahí. Aizawa se fue acercando con un lento caminar hacia Shuichi y lo sujetó fuertemente de la barbilla.
—Aizawa por favor... no tengo dinero —tartamudeó Shuichi.
—Sabes Shu... hay varias maneras de pagar... —dijo, dándole una lenta lamida en un costado de su cara. Enfadado, Shuichi trató de soltarse de su agarre y le dio una patada.
Eiri Uesugi iba saliendo de una junta sumamente aburrida que aunque importante para dirigir los planes de expansión del imperio kaizoku, había resultado en extremo tediosa. Tohma quería terminar de dominar por completo a los humanos, algo que él no encontraba en absoluto atrayente. Como estaba la situación actual le parecía "cómodo", tener sirvientes a tu mando y esclavos para tu disfrute "visual" personal. Pero no, Tohma quería dominar al planeta, empezando por terminar de dominar la capital donde vivían.
Iba saliendo de NG y se dirigió a su limosina. El chofer se encargó de abrirle la puerta.
—¿A dónde desea ir, amo?
—La gran avenida, necesito esclarecer unos asuntos.
Subió al vehículo y el auto se puso en marcha. El trayecto fue lento y tedioso, como todo lo que parecía rodearlo últimamente. Le indicó a su esclavo una locación donde tenía que recoger un portafolio que Tohma le había indicado. ¿Por qué no lo había hecho él mismo? Porque tenía muchos asuntos que atender con la dominación de la humanidad. ¿Por qué no había mandado a alguien más? Porque era un portafolio con información confidencial de los asentamientos humanos más alejados de la capital, información que no quería confiarle a nadie más.
Saliendo del edificio con el portafolio en mano, entró a su vehículo, indicándole a su sirviente que lo llevara a casa. No le gustaba la zona, demasiado cerca de los suburbios para su gusto. Tan solo había avanzado unos cuantos metros cuando una escena en un callejón le llamó la atención. Dos personas sujetaban a un joven de cabello rosado —color que le llamó mucho la atención—, y una tercera que intentaba golpearlo.
—Detén el auto.
—¿Amo...? —preguntó el sirviente, tratando de comprobar si había escuchado bien.
—He dicho que detengas el auto inmediatamente.
—Sí amo.
El auto se detuvo. Eiri dejó el portafolio en el asiento y abrió la puerta, saliendo del vehículo que desentonaba con los edificios que lo rodeaban y se dirigió al callejón donde la curiosa escena se desarrollaba. ¿Qué demonios tenía que estar haciendo él en un lugar así? En ese momento no pudo encontrar una respuesta.
Un certero golpe se dirigió hacia su mejilla derecha, rompiendo los débiles vasos sanguíneos que rodeaban la zona, ocasionando que pronto esta se enrojeciera, augurando un aparatoso hematoma.
—Eso te mereces mocoso... ¡por golpearme así! —gritó Aizawa.
Shuichi le dirigió una mirada desafiante, ignorando el dolor que le rodeó el rostro.
—Maldito desgraciado... ¡Suéltenme!
—Después de que termine contigo te vas a tragar todas y cada una de tus palabras. Ma, Ken, sujétenlo bien.
Antes de que Aizawa pudiera concretar otro golpe, sintió como una mano se envolvía sobre la suya y lo elevaba unos cuantos centímetros sobre el suelo. Fue sostenido unos segundos, para después ser catapultado violentamente contra la pared más cercana. Shuichi había cerrado los ojos.
«¿Qué sucede? ¿Porqué no llega el golpe?... Ma y Ken han debilitado el agarre, es mi oportunidad para escapar».
Abrió sus ojos y pudo ver inmediatamente que Ma y Ken lo habían soltado y corrían a socorrer a una persona que pudo distinguir tirada lejos de allí... era Aizawa.
—¡Maldito!
—Lárguense de aquí —dijo seriamente el hombre que había hecho volar al líder de la pandilla.
Ma y Ken cargaron a Aizawa y lo sacaron de ahí, corriendo tan rápido como podían. Shuichi salió de su ensimismamiento y se percató del imponente hombre de cabellos rubios que se erguía a su lado. Era mucho más alto que él. No, no era un hombre, era un kaizoku.
¿Qué hacía un kaizoku en esa zona? ¿Sería que en verdad había traspasado los límites entre la ciudad y los suburbios?
—Gracias por salvarme.
Eiri observó a aquel joven que le agradecía sus acciones. Debía tener poco más de veinte años.
—Sígueme. No quiero tener deudas contigo —masculló Shuichi.
Era la verdad. No le gustaba tener deudas con nadie. Su padre le había enseñado a honrar las promesas y cumplir las deudas. Uno de los mejores recuerdos que tenía. Y lo que menos deseaba era deberle algo a un kaizoku, no cuando podría tener fuertes repercusiones.
—¿Piensas pagarme? —cuestionó el kaizoku con voz incrédula.
—Vivo un poco lejos de aquí, ¿aguantas caminando? —preguntó, viéndolo como si, por la percha que tenía, no pudiera caminar mucho sin cansarse o no estuviera acostumbrado a andar a pie. Eiri esbozó una sonrisa cínica.
—Permíteme un momento.
Eiri se dirigió a su limosina y le dio indicaciones al chofer de que lo esperara en ese lugar hasta su regreso. Después, siguió al joven desconocido de extravagante cabellera. Después de caminar unas cuantas calles, llegaron hasta el intento de apartamento de Shuichi y le indicó a Eiri que pasara. Inmediatamente Shuichi se sacó la camisa que traía puesta y se plantó frente al kaizoku.
