Tanta bronca, tanta adrenalina, tantos rencores, tantas cosas sin decir, tanta tensión. Tensión que en algún momento de la pelea se volvió sexual. Las piñas se volvían besos; las patadas e insultos, caricias y gemidos. Ninguno supo cuál fue el instante en que la situación se transformó. Pero ya no importaba tampoco.

Rápidamente, las ropas iban desapareciendo. Sólo quedaron ellos dos, tal como vinieron al mundo. Ellos dos, al borde de la desesperación por sentirse aún más cerca. Uno de ellos habló, de repente:

Hazlo antes de que me arrepienta.

El otro respondió con una acostumbrada sonrisa. A pesar de sus palabras, sabía que no retrocedería; aún así, apresuró sus movimientos. Ya no había marcha atrás, ya que ambos lo querían. No pasó mucho tiempo antes de que volviesen a estar unidos. El que parecía dominar aquella extraña batalla comenzó a adentrar su cuerpo en la latiente entrada de su compañero. A partir de ese momento, daba igual el por qué de la discusión, o cuándo llegaron a eso. Lo único realmente importante eran ambos cuerpos, uno tratando de llegar a lo más profundo; encontrar aquel punto que haría a su pareja delirar de placer. Mucho no tardó en hallarlo. Desde ese segundo, ninguno dejó de embestir contra el cuerpo ajeno. Hasta que sucedió. Un trance, algo minúsculo, de estar en blanco, de sentir nada y a la vez todo. De gritar con fuerzas el nombre de quien los había hecho sentir así. Agotados, se acostaron, respirando hondo, preparándose para descansar de tan extenuante contienda.

Muchas veces, ni ellos lo entendían. Tanto cansancio. Pero no les interesaba. Tanta tensión. Extraño. Tanto cariño. Tanto amor. Extraña, la forma de demostrarlo, ¿no?

Luego de eso, los dos esperarían con ansias, a su siguiente disputa.