En ocasiones el mundo se para. Nadie suele ser consciente de ello, pero hay unos breves momentos en el que el tiempo se congela, la tierra deja de dar vueltas y un instante es para siempre.

Aquel era uno de esos momentos.

Su aliento se mezclaba con el de él mientras sus bocas se iban acercando, su pelo se enredaba entre sus dedos, prietos en un agarre fiero. El instante era potente, abrasador. Sus cuerpos se juntaron a la vez que sus bocas, necesitándose como nunca. Porque nunca habían sido tan conscientes de la necesidad que les rompía el alma.

Los labios se juntaron en un beso hambriento, desolador. Ella gimió sobre sus labios mientras él agarraba su cintura con la mano libre, apretándola aún más contra él. La cercanía no era suficiente. Necesitaban más.

Más besos. Más contacto.

Más de él. Más de ella.

La vorágine de pasión en la que se estaban consumiendo los tenía atrapados. Les impulsaba a continuar como si el otro fuera el aire que necesitaban para respirar. La apretó contra la pared, encerrándola entre ésta y su cuerpo, como si ella se fuera a escapar si no lo hacía. Pero ella estaba demasiado extasiada como para ser consciente nada más que de él y de la erección que se apretaba contra su pelvis.

Y volvió a gemir, volviéndole loco.

El chico movió las manos al trasero de su compañera y la alzó, provocando que ella rodeara su cintura con las piernas y el contacto entre ellos fuera mayor. Esta vez gimió él al sentir el calor de la entrepierna de la muchacha contra su erección. Ambos deseaban más.

La ropa les estorbaba. La piel les estorbaba. Querían unirse hasta puntos insospechados, hasta que no hubiera más que ella, más que él en el mundo.

Pero el mundo tuvo que volver a girar y, en forma de maullido, el tiempo les avisó de que tenían que volver a poner los pies en la tierra.

Los chicos escucharon a la señora Norris muy cerca, haciéndoles salir de su burbuja, que se rompió de golpe. Sin mirarlo bajó las piernas que hasta unos instantes atrás se aferraban a la cintura del chico, y él se colocó la torcida corbata lo mejor que pudo, con su mirada puesta en lo que hacían sus propias manos.

Pero los dos sabían que tendrían que cruzar miradas en algún momento y, reticentes, alzaron la vista. Un millón de sensaciones atravesaron sus cuerpos. A él se le secó la boca. Ella dejó escapar un suspiro de anhelo.

Y, con el mundo girando de nuevo, se dieron la espalda, alejándose el uno del otro por diferentes caminos; sabiendo que habían cometido el mejor error de sus vidas.