Anduin podía ver los colores exuberantes de la selva a través de la tela gastada y sucia de la bolsa que tenía sobre la cabeza, que olía a sudor y sangre vieja dificultándole la respiración a cada paso colina arriba que daba. Un par de brazos gruesos como tronco lo llevaban casi arrastrando y lo salvaban de caer cada que tropezaba con una rama o pedrusco húmedo, pero más allá de su propia respiración atrofiada y las de los monstruos que lo cargaban, sentía haberse quedado sordo a los ruidos de la selva alienígena que recorrían, pues su mente estaba atascada en la imagen del teniente Reynolds saliendo de su control mental a causa de las vísceras cayendo en cascada de su vientre al darse la vuelta y mirar horrorizado al joven; horrorizado no por su inminente muerte, sino por ver al príncipe en mitad de la selva rodeado de temibles orcos Grito de Guerra con los cuerpos de sus hombres plagando la escena en lugar de la imagen que había rescatado de los propios recuerdos del teniente, cuando lo escoltaban cualquier día corriente dentro del castillo de Ventormenta.

Pudieron haber sido minutos o quizá horas cuando la colina se convirtió abruptamente en una superficie plana de tierra apisonada y los colores de las plantas selváticas desaparecieron para dar lugar a borrones rojos y obscuros que el joven reconoció como estandartes de la Horda de Hierro, las voces de las alimañas desconocidas dieron paso a gruñidos monstruosos de dialectos orcos de los cuales entendía solo retazos y Anduin volvió en sí para verse presa del pánico al darse cuenta de a dónde se dirigían. Forcejeó por sacar los brazos de su prisión y usó los talones para poner freno en la tierra, pero lo único que consiguió con ello fue un puñetazo en la parte trasera de la cabeza y las moles continuaron caminando imperturbables hasta subir unos escalones dentro de un lugar fresco y cerrado.

–General, encontramos a éstas escorias merodeando por ahí. – dijo el orco que lo sostenía por el brazo izquierdo al tiempo que la bolsa desaparecía con el sonido característico de la tela.

El príncipe se quedó ciego por un momento a pesar de que el cuartel estuviese iluminado con simples antorchas y, una vez que sus ojos se acostumbraron, frente de sí vio exactamente lo que se temía: Garrosh Gritoinfernal alzándose de su trono de huesos de animales como de antropomorfos por igual, más grande y atemorizante de lo que había sido verlo tras las rejas, reducido a un pobre prisionero maltratado y famélico. Los papeles se habían invertido y Anduin sabía que Garrosh pensaba exactamente lo mismo, pues no estaba reaccionando como todos esperaban que lo hiciera.

– Les he dicho que no tomamos prisioneros, idiotas… – gruñó adelantándose hacia el príncipe al tiempo que los gendarmes le obligaban a arrodillarse empujando sus hombros hacia abajo, cedió sin oponer demasiada resistencia debido a sus huesos debilitados y el orco le levantó la barbilla para verlo a los ojos con una expresión inescrutable.

– Es Anduin Wrynn, un príncipe de Aze… – comenzó a decir el orco a su derecha pero en solo un parpadeo, un golpe brutal le volteó la cara y le hizo retroceder soltando al joven para sostenerse la mandíbula magullada, encorvándose y sobajándose, listo para recibir otro golpe en cualquier momento.

– ¡Sé quién es, gusano! – rugió caminando hacia el pobre infeliz para propinarle otro puñetazo y éste cayó al suelo hecho un ovillo para recibir una última patada. Nadie, aparte de Anduin, miraba al torpe orco humillado, parecía una escena muy común y tal vez habían podido deducir que Garrosh había reconocido al prisionero como para adelantarse con justificaciones o explicaciones innecesarias. El general volvió a plantarse delante del príncipe y éste se esforzó por verlo a los ojos con el corazón desbocado y las palmas sudorosas por múltiples razones. – Bien… hicieron algo bien por una vez, pero ¿esos sacos de mierda qué? – preguntó señalando con la cabeza a los dos soldados maltrechos que estaban arrodillados detrás del príncipe un poco alejados y éste miró por encima de su hombro estupefacto.

– Es lo que quedó de la guarda del crío, pero nos desharemos de ellos de inmediato, – se apresuró a responder una de las orcas que los sometían antes de que Garrosh pudiera quejarse y castigar a alguien de la misma forma que había hecho con el otro orco que ahora se había levantado y regresado a su puesto silenciosamente.

– ¡No! ¡Déjenlos ir! – Anduin se levantó de golpe, incrédulo de que alguien hubiese sobrevivido pero recordaba haber tratado de sanar a sus hombres en el clamor de la batalla. Esta vez recibió un golpe en el estómago que le sacó el aire de los pulmones y le hizo doblarse hasta caer de vuelta al suelo; los soldados lo miraron con lástima y una salva de carcajadas coreó la risa de Garrosh como eco inmediato.

– ¿Por qué haría tal cosa, muchacho? –preguntó socarronamente al inclinarse cerca de su rostro con una torva sonrisa.

El príncipe se incorporó tosiendo un poco y lo miró a los ojos suplicando, sin miedo ni odio, como lo había hecho alguna vez en aquella celda bajo el Templo del Tigre Blanco. Sabía que no tenía nada que ofrecerle, que era su prisionero y que haría con él lo que se le antojase sin necesidad de negociar, que no podía pedir clemencia a Garrosh enfrente de sus orcos de hierro; Anduin sabía todo eso, pero no se podía dar el lujo de desistir y rendirse.

– Esto es mi culpa, Garrosh. Yo los engañé para salir del cuartel de la Alianza y yo voy a pagar por ello… – confesó en lengua orca, consciente de la mirada incrédula y furiosa de los soldados que se removían inquietos, pero todos estaban demasiado interesados en la escena como para preocuparse por ellos. – Hoy he fallado a mi ejército, a mi futuro reino y a mi raza…

– No es la primera vez. – Le recordó el mayor dejándose caer en su trono con aires de juez, sonriendo por la idea de que ahora le tocaba al príncipe hablar en su idioma con los papeles completamente invertidos.

–… Lo sé. – dijo volviendo a agitarse con nerviosismo y culpa, pero ésta última le impulsaba a continuar con la diplomacia. – Por favor, déjame enmendar sólo una pequeña porción de mis pecados y déjalos libres, te lo ruego…

– ¡Su alteza! –saltó furioso el más viejo de los soldados hablando en lengua común. – ¿Cómo puede rogar al enemigo? ¡Su padre estaría tan avergonzado! – exclamó justo antes de recibir un golpe en la espalda con la culata de un trabuco y Anduin tartamudeó contrariado.

– El viejo tiene razón… ruega con más ganas. –rió como un demonio, preguntándose qué haría el príncipe que miraba hacia él y hacia el soldado compulsivamente en busca de alguna palabra coherente entre sus balbuceos. El otro soldado emitió un débil sollozo y entonces el primero se levantó propinando algunos golpes con las manos atadas hasta acorralarse contra una gruesa pared de hierro y pieles.

– ¡Escúcheme, su alteza! – espetó sonando ácido y satírico, quién sabe si intencionalmente o no, mientras los orcos lo rodeaban como hienas, esperando la orden de atacar. – Elegiría una y mil veces la muerte antes que ver su honor y el honor de la raza humana siendo mancillado de esta manera… –hubo una pausa y luego escupió al suelo. – Igual me hubiesen colgado por decir esto: ¡usted no es un hombre! ¡Me da náusea!

– ¡Ya lo escucharon! ¡Tengan piedad del anciano! –gritó de repente Garrosh y al instante la orca que le había dado el primer culatazo le voló la cabeza pintando la pared de sangre y sesos. El otro soldado rompió en llanto miserablemente pero Anduin permanecía inmóvil en el suelo con la vista fija en el cadáver con un frío temblor violento a pesar del calor tropical de la selva a causa de las lágrimas silenciosas que corrían por su cara sin cesar.

Garrosh caminó pasando de largo al anonadado príncipe y tomó al soldado sollozante del cabello pajizo, ignorando sus alaridos de cerdo que sabe que va al matadero para arrastrarlo hasta Anduin y lo hizo alzar el rostro para que ambos se mirasen a los ojos.

– Ruega por su patética vida y lo dejaré ir sano y salvo. Te doy mi palabra. –murmuró con su profunda voz calmadamente mientras se acuclillaba a un lado de ellos, atento a cada gesto en la blanca faz del niño con bastante curiosidad. Vaya que esto había sido el espectáculo del día para sus hombres.

Por su parte, el príncipe miraba angustiado los ojos hinchados y rojos del soldado, apenas unos años mayor que él. Pensaba en las últimas palabras del que yacía a unos cuantos metros y en la mirada del teniente al morir, pensaba en los 5 que habían muerto esa mañana y en este último que se convertiría en el sexto de su escolta en dar la vida por un mero capricho, nada más que un rumor de que habían avistado a los hombres de Wrathion cerca de ahí. Cerró los ojos dejando caer más lágrimas y apretó los puños con fuerza al llegar a una resolución.

– Déjalo ir, te lo ruego… te lo imploro… -corrigió al tomar aire y mirar directamente a los ojos ámbar del orco sin dejar de llorar amargamente. – Ha-haré todo lo que me pidas… n-no puedo darte información estratégica, no la poseo, n-nada que implique traición… -se apresuró a decir tartamudeando entre sorbidos y un leve hipar. – P-pero todo lo que a mi persona concierna, y-yo… juro que haré lo que me pidas, sólo déjalo ir…

Garrosh soltó al soldado humano como si se tratara de porquería que hubiese tomado por accidente y se levantó sacudiéndose las manos, bastante satisfecho y un poco sorprendido de lo bien que había terminado el embrollo en el que el mocoso lo había metido por su ineptitud. Al final, no había tenido que hacer nada que repudiase por completo.

– Ese gusano es el testigo de un juramento del príncipe de Ventormenta, –dijo mientras se paseaba por el cuartel balanceando su peso descomunal de una bota a otra como un titán que hacía cimbrar las tablas de madera. – Denle provisiones, un arma y sáquenlo de aquí. Tiene que entregar el mensaje.

Anduin vio como los dos orcos que lo habían llevado alzaron al joven soldado por los brazos y alcanzó a leer en sus labios un débil «gracias» entre sus sollozos eclécticos. ¿Había hecho lo correcto? Vio por última vez cómo lo sacaban del cuartel hacia una escena de atardecer paradisíaco sobre la jungla y lanzó una plegaria a la Luz por la seguridad de ese hombre. Él ya estaba perdido.