1. Un refugio al fin
Aunque no lo dijera, sabía bien que estaba enojado con ella; y el hecho de no hablar lo delataba. A pesar de ello, fue capaz de darle una posible explicación de aquella torre solitaria. Para él había sido construida para proteger a alguien importante, como a una princesa. Ella estuvo de acuerdo con eso. Continuó tarareando, le parecía curioso que cada que observaba al sol, le nacía unas ganas de cantar. No sabía desde cuándo había comenzado eso, pero sospechaba que fue casi al mismo tiempo que el enojo de Emmerich.
Sus manos envolvieron entonces el medallón que yacía en sus piernas, una pieza dorada con un sol grabado en ella, al centro del mismo había incrustada una piedra preciosa. Levantó la mirada hacia la torre, pensó que no importaba tanto para qué fue construida, sino que pudiera servirles como refugio.
De ese lugar vio surgir una figura ligeramente más alta que ella, su cabellera estaba teñida por los mismos rayos de sol, aquella luz matinal dotada de un dorado fulgor. Contrario al color de sus largos cabellos, apenas comparados con la oscuridad de la noche, poseedores de un brillo azulino.
Denotando aún una seriedad apreciable a la distancia, se acercó hacia donde Liv descansaba. Mientras él llegaba, ella apuró en ponerse de pie, guardando el medallón en el morral.
― Es un lugar seguro, inspeccioné cada rincón y es habitable.
Confiaba en lo que le decía, pues era meticuloso, a veces demasiado. Pero siempre para un bien.
― Perfecto. Y justo a tiempo, que empieza a caer la tarde.
Sonrió abiertamente para volver más ameno el momento, recibiendo a su vez una que apenas era visible, más forzada que producto de la espontaneidad. Su rostro dejó de iluminarse de alegría.
― Por aquí.
Habría perdido su sonrisa, la cual alumbraba sus ojos cual zafiros, pero no su amabilidad. Emmerich tomó aquella bolsa, quitándosela de las manos con toda la delicadeza posible. Caminaron a través del pequeño campo, él iba unos pasos adelante, guiándola por la vereda de donde provenía.
Después de un silencioso momento, e incómodo para Liv, finalmente llegaron a una puerta, casi oculta por las plantas que trepaban las piedras. Al abrirla su acompañante, pudo notar que dicha entrada daba a una estrecha escalera en caracol. Subieron en el mismo orden, Liv se valía de los muros para evitar caer con cada tropiezo, pues la oscuridad era tal que no podía ver más allá de su nariz. Por encima del hombro de Emmerich, alcanzó a distinguir una claridad, que a su vez, contorneaba una salida.
― Nos servirá, es perfecto ―dijo Liv al recorrer con su mirada grisácea todo el lugar― Luce muy bien para estar abandonado.
Pronto sería la hora de la cena, por esa razón daba vueltas como un torbellino en la cocina. De la mochila de Emmerich sacaba todo lo que necesitaría, mientras lo hacía, se decía una y otra vez lo bueno que fue comprar todo eso en el último pueblo. Aunque él accediera a regañadientes. En lo que concernía al muchacho, ella no sabía lo que estaría haciendo, pues estaba confinado en la habitación que estaba subiendo las escaleras.
Siguió cocinando mientras de a poco alistaba la mesa, ya había un par de platos, y acababa de poner unos bollos en un tazón. Faltaba poco para que la comida estuviera lista, una de las preferidas de Emmerich, sólo esperaba que el aroma hiciera su trabajo.
Escuchó unos pasos descender por los escalones, sonrió anticipando su victoria. Él se acercaría, la abrazaría y con la derrota oyéndose en su voz, le diría que no quisiera seguir de esa manera. Sí, ahora lo que necesitaba era aparentar seguir concentrada en la comida, pues si se daba vuelta lo asustaría como a un ciervo. De acuerdo a lo que su oído le decía estaba cerca de la mesa, esperó entonces sentir sus brazos alrededor de su cintura. Nada. Prestó atención, sin mirar atrás en ningún momento, algo la consternó completamente. Los pasos ahora iban escaleras arriba.
Su mente estaba demasiado ocupada como para notarlo, pero si se hubiera percatado, se habría sorprendido de la velocidad con que llegó a la habitación. Tan veloz como una liebre. Al entrar vio a Emmerich sobre la cama, frente a él un plato con dos bollos y uno en su boca a medio masticar.
― Ya pasó tiempo y he tratado de acercarme a platicarlo, pero tú no quieres hablar ¿Cómo puede ser que sigas tan molesto?
― Te diré por qué ¡sólo teníamos que seguir lo acordado! Él obtendría lo que quería y nosotros recibiríamos parte de la ganancia. Así de sencillo.
― Si tanto querías hacer eso ¿por qué no me detuviste?
Emmerich abrió la boca para contestar, pero no emitió sonido alguno. La cerró y con una mueca de enfado y cruzado de brazos, giró sobre sí para darle la espalda. Ella dio un largo suspiro, buscó verlo de nuevo cara a cara y se sentó en la orilla de la cama.
― Admito que fue un error, pero estoy segura que sentiste lo mismo que yo al ver esos tesoros. Lo vi en tu rostro. Y por mi culpa estamos en esta situación. Lo lamento.
El rostro de Emmerich se suavizó y la vio a los ojos. Liv no pudo contener más sus ganas y lo rodeó, sintiendo también el abrazo de él. Estuvieron así un largo rato, hasta que él se aventuró a hacer una observación.
― Tienes razón, también percibí algo en mí. Lo que importa ahora es lo que vayamos a hacer, para lo que el futuro nos depare.
― Estamos juntos en esto ¿cierto? ―se apartó un poco para verlo frente a frente.
Ahí estaba aquella sonrisa oculta durante tanto tiempo, ahora se mostraba, iluminando su rostro. Era tal la luz que él desprendía con su gesto, que no tardó en hacer lo mismo.
― ¿Qué es ese aroma?
― ¡La cena, se va a quemar!
Bien, se me queman las habas para subir este primer capítulo. No lo pude resistir por mucho tiempo. Esta es una historia que surgió cuando comencé a cuestionarme qué habrá sucedido en todos aquellos años en los que Gothel tenía en su poder la flor dorada. Luego fue ¿cómo supo de la flor y su canción? Después de mucha planeación, decidí escribirla. Espero disfruten de esta primera entrega. Se aceptan críticas constructivas, sugerencias y todo lo que se les ocurra n_n.
