Disclaimer: Ni Glee, nis sus personajes, ni esta historia me pertenecen.


Quinn apretó el volante con fuerza cuando su Audi rs5 amenazó con patinar sobre la helada carretera. El paisaje rural de campos y árboles estaba cubierto por una gran capa de purísima nieve. No había otros coches.

En un día en que la policía había aconsejado a la gente quedarse en casa y evitar las peligrosas condiciones de la carretera, Quinn disfrutaba del reto de probar su habilidad al volante. Aunque poseía una legendaria colección de coches casi nunca tenía la oportunidad de conducirlos ella misma. Podría no saber muy bien dónde estaba, pero eso le preocupaba poco. Seguía confiando en que, en cualquier momento, encontraría una entrada a la autopista que le permitiría regresar a Londres y, por tanto, a la civilización.

Quinn no se acobardaba ante dificultad alguna, sencillamente porque las dificultades no existían para ella. Llevaba una existencia tranquila y bien organizada. Cualquier problema, cualquier incomodidad se evitaba con una buena inyección de dinero. Y el dinero no era obstáculo para una mujer como ella.

La fortuna de los Fabray, forjada originalmente en la construcción de barcos, había empezado a mermar cuando Quinn era adolescente. Aun así, su conservadora familia se quedó estupefacta cuando decidió no seguir los pasos de su abuelo y su padre, convirtiéndose en cambio en financiera. Unos años después, sin embargo, los murmullos de desaprobación se habían convertido en aplausos cuando Quinn tuvo un éxito meteórico.

Ahora, a menudo aconsejaba a gobiernos sobre sus inversiones. Quinn era, a sus veintiocho años, no sólo un orgullo para su familia, sino una genio de las finanzas y una adicta al trabajo.

En cuestiones más personales, ninguna mujer le había interesado durante más de tres meses. Todo el mundo sabía sobre su condición, eso era algo que nunca le preocupó y que muy por el contrario de lo que la gente pudiera pensar, atraía a las mujeres. Su poderosa libido y sus emociones estaban férreamente controladas por una mente ágil y bien disciplinada. Su padre, sin embargo, había estado a punto de casarse por cuarta vez antes de morir.

La manía de su padre de enamorarse de mujeres cada vez menos adecuadas siempre le resultó exasperante. Ella no era así; de hecho, la prensa la había acusado de ser de hielo por su trato con las mujeres. Orgullosa de su cuadriculado cerebro, Quinn había hecho una relación de las diez cualidades que debería reunir una mujer para entrar en la lista de posibles candidatas.

Ninguna lo había conseguido, ni siquiera se habían acercado.


Rachel metió las manos en las mangas de su gabardina gris y movió los pies para que no se le quedasen congelados.

Se había perdido y por allí no había nadie para darle indicaciones de cómo llegar a la carretera general. Pero el pesimismo era algo ajeno a la naturaleza de Rachel. Largos años viviendo una vida muy austera le habían enseñado que una visión negativa de las cosas desanimaba a cualquiera y no reportaba beneficio alguno.

Ella era de las que siempre miraba el lado bueno de las cosas.

De modo que, aunque se había perdido en medio de una carretera helada y desierta, estaba convencida de que algún conductor amable aparecería en cualquier momento. Daba igual que lo que le había pasado aquel día hubiera hecho gritar de frustración a la persona más tranquila del mundo.

La morena sabía que no se ganaba nada perdiendo los nervios por algo que uno no puede cambiar. Sin embargo, incluso para ella era difícil olvidar las ilusiones con las que había salido de casa para acudir a la entrevista.

Ahora se sentía como una ingenua por haber puesto en ella tantas esperanzas. ¿No llevaba meses buscando trabajo? ¿No sabía lo difícil que era encontrar un empleo fijo? Desgraciadamente, no estaba cualificada para ningún empleo. No tenía nada que hacer en un mundo que parecía obsesionado por los títulos universitarios. Además, no contaba con experiencia profesional y así era un problema conseguir referencias.

Rachel tenía veintiséis años y llevaba más de una década cuidando de su madre enferma. La relación de sus padres se había deteriorado a causa de la enfermedad y su padre se había marchado de casa. Después de un año, había cesado todo contacto entre ellos. Su hermano, Jesse, que era diez años mayor que ella, era ingeniero. Vivía en el extranjero y sólo hacía visitas ocasionales.

Casado ahora e instalado en Nueva Zelanda, el Jesse que volvió para el funeral de su madre unos meses antes casi le había parecido un extraño.

Pero cuando su hermano se enteró de que él era el único beneficiario del testamento se sintió tan aliviado, que le habló francamente de sus problemas económicos. De hecho, le había dicho que el dinero de la venta de la casa sería un salvavidas para él. Sabiendo que tenía que mantener a sus tres hijos, Rachel ni siquiera le recordó que sería un salvavidas para él, pero ella no recibiría ni un céntimo. En aquel momento no sabía que le iba a resultar tan difícil encontrar trabajo o alojamiento.

El silencio del paisaje cubierto de nieve fue roto entonces por el ruido de un motor en la distancia. Sonriendo, Rachel se acercó a la carretera para llamar la atención del conductor.

Quinn no vio a la mujer mientras tomaba la curva y luego no le quedó más remedio que dar un volantazo. El coche patinó en el hielo, dio una vuelta sobre sí mismo y se deslizó por la carretera hasta chocar contra un árbol.

Con los oídos retumbándole por el terrible crujido del metal, Rachel se quedó donde estaba, inmóvil.

Incrédula y boquiabierta, observó a la conductora, una mujer delgada y rubia, salir del coche a toda velocidad. Se movía tan rápidamente como su coche, fue lo primero que pensó.

—¡Apártese! —le gritó ella, pues el fuerte olor a gasolina le había alertado del peligro— ¡Apártese de ahí!

El coche se incendió y Rachel intentó apartarse, pero la mujer tiró de su brazo para alejarla más rápidamente. Tras ellas, el tanque de gasolina explotó y la fuerza de la explosión la levantó del suelo. La extraña evitó la caída sujetándola por la cintura, pero la tumbó en el arcén y se colocó encima para protegerla.

Sin aliento, Rachel se quedó en el suelo intentando respirar mientras pensaba que aquella mujer le había salvado la vida. Cuando levantó la mirada, se encontró con una piel pálida y unos exóticos ojos de color dorado, muy brillantes.

Tenía la ropa empapada, pero lo que le importaba en aquel momento era saber por qué esos ojos le resultaban tan familiares. De niña había visitado un zoo en el que había un león en su jaula, furioso y frustrado. Con los ojos brillantes, desafiando a todo aquel que osara mirarlo, el animal paseaba por su humillante celda con una dignidad que a Rachel le había roto el corazón.

—¿Se ha hecho daño? —preguntó ella, con una voz ronca de profundo acento que le hizo saber que aquella mujer no era inglesa. Aquella voz le produjo escalofríos.

Rachel negó con la cabeza. El hecho de que la hubiera aplastado contra el arcén lleno de nieve no tenía importancia en comparación con esos ojos. Tenía las pestañas muy largas, un rostro angular y muy femenino que poseía una belleza hipnótica.

Rachel observó los ojos más bonitos que había visto nunca.

—¿Qué demonios hacía en medio de la carretera?

—¿Le importaría apartarse? —murmuró Rachel.

Quinn se apartó musitando algo en su idioma. No se había dado cuenta de que estaba encima de la mujer responsable de la destrucción de su coche. Cuando tomó su mano para ayudarla a levantarse, se le ocurrió un pensamiento extraño. Tenía una piel bronceada, suave y tentadora.

—No estaba en medio de la carretera... temí que pasara de largo sin verme —explicó Rachel, temblando de frío.

En comparación con ella, aquella mujer era bastante alta.

—Estaba en medio de la carretera —insistió Quinn— Tuve que dar un volantazo para no atropellarla.

Rachel miró el coche, que seguía ardiendo. Era evidente que en poco tiempo sólo quedarían un montón de hierros quemados. Era un modelo deportivo y, seguramente, muy caro. Y que intentase culparla por el accidente la hizo sentir un escalofrío de ansiedad.

—Siento mucho lo de su coche —se disculpó, para evitar conflictos. Habiendo crecido en una familia con fuertes personalidades, estaba acostumbrada a asumir el papel de pacificadora.

Quinn miró los patéticos restos de su Audi, que sólo había conducido dos veces, y luego miró a la chica. Su ropa era vulgar, barata. De mediana estatura, era lo que su padre habría llamado una «chica sana» y lo que sus delgadísimas amigas, que disfrutaban metiéndose unas con otras, habrían descrito como «gorda». Pero entonces recordó lo femenina que le había parecido mientras estaba tumbada sobre ella y sintió un escalofrío de deseo.

—Es una pena que no pudiera evitar el árbol —siguió Rachel.

—Evitarla a usted era mi prioridad, señorita —replicó ella, irritada ante lo que veía como un velado ataque a sus dotes como conductora— Y en ese intento, podría haberme matado.

El escalofrío de deseo había desaparecido. Quinn lo achacó al golpe contra el árbol que, seguramente, la había privado de juicio y causado que su libido le gastase una mala pasada. Esa chica debía ser la menos atractiva que había conocido en su vida.

—Pero afortunadamente, las dos debemos dar las gracias por...

—¡Por dios! Explíqueme por qué debo yo dar las gracias en este momento —la interrumpió Quinn. Seguía nevando y la nieve empezaba a teñir su pelo de blanco— Está nevando, empieza a anochecer, mi coche favorito ha quedado reducido a cenizas junto con mi móvil y estoy en medio de una carretera desierta con una extraña.

—Pero estamos vivas. Ninguna de las dos ha resultado herida —señaló Rachel, intentando disimular que le castañeteaban los dientes.

Quinn dejó escapar un suspiro. Estaba perdida en medio de una carretera desierta con una total desconocida.

—¿Puedo usar su móvil?

—Lo siento, no tengo móvil.

—Entonces supongo que vivirá cerca de aquí... ¿dónde está su casa? —preguntó, mirando alrededor.

—No vivo por aquí. Ni siquiera sé dónde estoy.

Quinn frunció el ceño, como si acabara de confesarle algo terrible.

—¿Cómo puede ser eso?

—No soy de aquí —explicó Rachel— Es que me trajeron para una entrevista de trabajo. Luego empecé a andar y... pensé que no estaría lejos de la carretera general.

—¿Cuánto tiempo lleva caminando?

—Un par de horas. Pero no he visto ninguna casa. Por eso no quería que pasara usted sin verme. Estaba un poco preocupada.

Quinn se percató de que estaba temblando. Tenía la gabardina empapada.

—¿Por qué está tan mojada?

—Hay un riachuelo por ahí detrás, no lo había visto hasta que me caí en él.

Quinn la estudió, muy seria.

—Debería habérmelo dicho antes. Con esta temperatura, podría acabar sufriendo hipotermia, y yo no quiero problemas.

—No voy a darle ningún problema —replicó ella.

—He visto un granero un poco más atrás. Deberíamos cobijarnos allí.

—No, en serio, estoy bien. En cuanto empiece a caminar otra vez se me pasará el frío —murmuró Rachel.

Pero Quinn vio que se le empezaban a poner los labios azules.

—No entrará en calor hasta que se quite esa ropa mojada —dijo, tomándola del brazo.

La idea de quitarse la ropa delante de una completa extraña era sencillamente absurda, pero le sorprendió su respuesta inmediata a lo que veía como una emergencia. En un segundo, la extraña había olvidado el lujoso coche destrozado para echarle una mano.

Rachel se sorprendió. No estaba acostumbrada a que la gente la ayudara.

Ni su padre ni su hermano la habían ayudado nunca. De hecho, los dos hombres de su vida habían huido de los sacrificios que exigía la enfermedad de su madre. Rachel tuvo que aceptar que ninguno de los dos era suficientemente fuerte como para estar a la altura y como ella sí lo estaba, no tenía sentido culparlos por su debilidad.

—¿Cómo se llama? —le preguntó— Yo me llamo Rachel Berry.

—Quinn —contestó ella, tomándola por la cintura para ayudarla a saltar una cerca.

—Ah, gracias —a Rachel le sorprendió aquel gesto. No recordaba que nadie la hubiese tomado en brazos desde que tenía diez años.

Cuando estaba a punto de resbalar sobre un montón de nieve, Quinn la tomó del brazo.

—Tenga cuidado.

Rachel tenía los pies congelados y le resultaba difícil caminar. El edificio de piedra parecía cada vez más cerca e hizo un esfuerzo, pero la nieve era tan profunda que le resultaba imposible saber dónde ponía los pies.

Irritada, Quinn la tomó en brazos para hacer los últimos metros.

—Déjeme en el suelo, por favor... se hará daño en la espalda... peso mucho y...

—No pesa mucho. Además, si se cae, podría romperse una pierna.

—Y usted no quiere problemas, ya lo sé —suspiró Rachel mientras la dejaba en el suelo.

Dentro del granero estaban a resguardo de la tormenta, afortunadamente, pero antes de que pudiera reaccionar, Quinn le estaba quitando la gabardina y la chaqueta a la vez.

—¿Pero qué...?

—Quítese la ropa y póngase mi abrigo —la interrumpió ella.

Rachel se puso colorada, pero aceptó el abrigo. Era demasiado práctica como para discutir.

—Voy a intentar encender un fuego —dijo Quinn.

Lo mejor sería dejarla en el granero con una buena hoguera mientras ella buscaba un teléfono. Saldría de allí más rápido por su cuenta.

Había gran cantidad de leña apilada contra un muro y Rachel se escondió allí para quitarse la ropa con manos temblorosas.

Quitarse los pantalones le resultó difícil porque tenía los dedos helados y la tela empapada se pegaba a sus piernas. Se quitó el jersey con la misma dificultad y luego, temblando violentamente, sujetador, braguitas y botines, se puso el abrigo de la extraña. Le quedaba grande. El forro de seda le hizo sentir un escalofrío, pero el peso del paño le daba calor.

Quinn estaba colocando troncos en el centro del granero.

De nuevo, Rachel se sintió impresionada por su rapidez y eficacia. Era una mujer de recursos, pensó. No se quejaba, sencillamente hacía lo que tenía que hacer. Desde luego, había elegido a una ganadora para quedarse tirada en la carretera.

Rachel la estudió, admirando el desaliñado pero elegante corte de pelo, la carísima y bien cortada falda gris que llevaba, con una camisa oscura de seda. Parecía una ejecutiva, una mujer sofisticada, el tipo de mujer con la que le habría dado reparo hablar en circunstancias normales.

—Tenemos un pequeño problema, yo no fumo.

—Ah, creo que puedo ayudarla —se ofreció Rachel, sacando un mechero del bolso—. Yo tampoco fumo, pero pensé que mi futuro jefe podría fumar y... bueno, no quería mostrar una actitud de censura.

Mientras escuchaba aquella sorprendente declaración, Quinn descubrió que aquella chica no era la menos atractiva que había conocido en su vida. Todo lo contrario. Su pelo caía con gracia sobre su abrigo en suaves ondas. Tenía las mejillas coloradas por el frío y los ojos color chocolate, brillantes. Estaba sonriendo y cuando sonreía todo su rostro se iluminaba.

Perdida dentro de su abrigo, le resultaba extrañamente atractiva.

—Tome —dijo ella, ofreciéndole el mechero.

Merci. Gracias —se lo agradeció Quinn, preguntándose por qué le gustaba esa extraña. Era morena y más bien bajita, cuando a ella le gustaban las chicas altas.

De rien —contestó Rachel moviendo los pies para entrar en calor— ¿Es usted francesa?

Quinn la miró, sorprendida.

—Sí.

Iba medio desnuda debajo de su abrigo, por eso la encontraba atractiva, se dijo a sí misma, intentando apartar la mirada.

—A mí me encanta Francia. Bueno, sólo he estado una vez, pero me pareció un país precioso —siguió Rachel— Está usted acostumbrada a hacer fuego, ¿no?

—Pues no —contestó ella, cortante— Pero no hay que ser Einstein para hacer una hoguera.

Rachel se ruborizó. Y cuando Quinn vio su expresión fue como si le hubieran dado una patada en el estómago. ¿Desde cuándo era tan grosera? ¿Por qué no la trataba con un poco más de delicadeza?

—Perdone. Soy mujer de pocas palabras, pero es usted buena compañía —le aseguró.

Sonriendo como una colegiala, Rachel metió las manos por las mangas del abrigo.

—¿De verdad?

—De verdad —murmuró ella, sorprendida y casi conmovida por su respuesta al más simple de los halagos.

La pobre tenía tanto frío que sus escalofríos eran visibles. Cuando la leña empezó a arder, Quinn se acercó.

—Hay una petaca en el bolsillo izquierdo. Tome un trago o se quedará helada.

—Yo no estoy acostumbrada al alcohol, no puedo...

—Tome un trago, no sea tonta —sonrió ella, sacando la petaca.

Rachel tomó un corto trago y se puso a toser.

—Veo que lo decía en serio.

Ella respiró profundamente, moviendo los pies.

—Sí, pero es que tengo un frío...

Quinn abrió los brazos.

—Venga, acérquese. Piense en mí como si fuera una manta.

—No, yo no puedo...

—No pasa nada, señorita. Tardará un rato en entrar en calor.

Cuando se acercó, Quinn se quedó mirando su pelo. Tenía un pelo largo y brillante que la hacía tremendamente atractiva y por un momento se replanteo la posibilidad de que solo fueran extensiones.

—Sí, supongo...

—¿Lleva extensiones? —la interrumpió Quinn, frunciendo el ceño ante la estupidez de la pregunta.

—¿Extensiones? Pero si ni siquiera puedo comprar maquillaje —los nervios de Rachel la traicionaron cuando dio un pasito torpe hacia ella. De repente, su corazón había empezado a dar saltos y apenas se atrevía a respirar.

—Tiene una piel perfecta, no lo necesita —dijo Quinn con voz ronca, aplastándola contra su pecho. Tan cerca, no podía dejar de notar la suavidad de sus curvas. A pesar de los esfuerzos que hacía por controlar su reacción, su libido estaba a cien por hora.

Rachel no podía pensar aplastada contra ella.

Cuando levantó la cara, sus ojos se encontraron y sintió que le pesaban las piernas, que tenía una extraña tensión en la pelvis. Aquella mujer rubia inclinó la cabeza y ella imaginó lo que iba a pasar antes de que pasara, pero aún sin creer que fuera a hacerlo.

Quinn capturó su boca con urgencia. El beso la devastó, largo, interminable, su lengua explorando el interior de su boca. Estaba sin defensa contra esa salvaje sensación, porque su cuerpo despertó, de repente, a la vida. La tensión que sentía en el bajo vientre se convirtió en una espiral de calor que la recorrió entera con efectos explosivos. Sólo el deseo de respirar venció a ese perverso calor cuando tuvo que apartarse para llevar oxígeno a sus pulmones.

Quinn la miraba con los ojos oscurecidos.

Mon Dieu... No tenía intención... Seguramente no le gustan las mujeres… No debería haberla tocado, lo siento…

—No, tranquila, está bien… ¿Tiene novia?—preguntó Rachel.

—No.

—¿Está casada?

—No.

—¿Prometida? —Rachel ya no tenía frío. Todo su cuerpo era como un horno.

—No —contestó ella, arrugando el ceño.

—Entonces, no tiene que disculparse —declaró Rachel, sin aliento, intentando evitar su mirada.

Lo que le había hecho sentir era una revelación para ella y la había dejado increíblemente vulnerable y confusa. Su primer beso de verdad y aquella mujer se disculpaba. Sería raro confesar que la había excitado y, que si quería volver a hacerlo, tenía vía libre.

Rachel se ruborizó, ¿de dónde había salido ese pensamiento tan impropio de ella?

—Lo siento, la he molestado —dijo Quinn.

Ella la miró, con los ojos brillantes.

—No, no me ha molestado.

Experimentaba muchas sensaciones diferentes, pero no estaba molesta; sorprendida, sí. Aturdida y emocionada también. Había vivido durante muchos años en un mundo exento de emociones. Quinn era lo más emocionante que le había pasado nunca y era tan grande su fascinación que le dolía negarse el placer de mirarla.

—Pensaba dejarla aquí sola... —empezó a decir la rubia, estupefacta por su falta de control.

—¿Por qué? —la interrumpió Rachel, asustada.

—Para buscar un teléfono. Tiene que haber alguna casa por aquí.

—Pero yo llevo su abrigo. Será mejor esperar hasta que se haga de día —murmuró Rachel, mirando por la ventana.

Los copos de nieve se acumulaban y ya ni siquiera podía ver la carretera. Nerviosa, se puso en cuclillas para calentarse las manos frente a la hoguera.

—Hábleme de su entrevista —dijo Quinn, percatándose de su aturdimiento— ¿Qué tipo de trabajo está buscando?

—Cuidadora de una anciana, pero al final no me han hecho la entrevista —suspiró ella— Cuando llegué a la casa, me dijeron que un familiar había ido a vivir con la señora y que el puesto ya no estaba libre.

—¿Y no se molestaron en llamarla para cancelar la entrevista?

—No.

—¿Y la dejaron ir con esta tormenta de nieve? —preguntó Quinn, algo enfadada.

—Les pregunté por qué no me habían llamado, pero la señora con la que hablé me dijo que ella no tenía nada que ver porque no había puesto el anuncio —dijo Rachel suspirando y encogiéndose de hombros— Así es la vida.

—Es usted demasiado buena. ¿Por qué quería un trabajo de ese estilo?

—No estoy cualificada para hacer otra cosa, al menos de momento —Rachel quería un techo y un trabajo fijo antes de poder hacer lo que era su gran ambición: estudiar diseño— También necesito alojamiento y ese trabajo me habría venido muy bien. ¿Dónde iba usted?

—A Londres.

—¿Por qué me ha besado?

Resultaba difícil saber cuál de las dos se quedó más sorprendida por esa pregunta, Rachel, que no había pensado antes de hablar, o Quinn, a quien nunca le habían exigido explicar sus motivaciones.

—¿Usted por qué cree?

Rachel se miró las manos.

—No tengo ni idea... lo he preguntado por curiosidad.

—Es usted muy sexy.

Ella levantó la mirada.

—¿Lo dice en serio?

—Sí. Y soy una experta en la materia, se lo aseguro —contestó Quinn, con una sonrisa.

Rachel sonrió. Le gustaba su franqueza. De modo que tenía éxito con las mujeres... Normal. Era una mujer muy guapa y seguramente debía tener chicas haciendo cola.

Pero la morena estaba más interesada por lo que había dicho antes.

Aunque pareciese un milagro, había dicho que le parecía sexy. Rachel se veía a sí misma como una chica más bien normal, bajita y siempre tenía que hacer ejercicio para controlar su peso. Llevaba toda la vida deseando ser delgada y atractiva. Cuando era niña solía ser un poco rellenita e incluso su madre solía lamentarse por eso.

Sin embargo, Quinn, una mujer guapísima, la encontraba sexy. Y lo había probado sucumbiendo a unos encantos de los que ella ni siquiera era consciente de poseer.

Rachel pensó que la querría para siempre por permitirle, aunque sólo fuera una vez, sentirse como una mujer atractiva. Había esperado lo que le parecía una eternidad para oír esas palabras y de verdad creyó que moriría sin oírlas.

—¿A qué se dedica? —le preguntó ella.

—Inversiones.

—O sea, que está todo el día delante de un ordenador haciendo números. Supongo que será un poco aburrido, ¿no? Pero, en fin, alguien tiene que hacerlo.

Quinn había conocido a muchas mujeres que fingían interés por las finanzas sólo para impresionarla. Rachel, sin embargo, hacía todo lo contrario.

—¿Quiere chocolate? —preguntó Rachel, sacando del bolso una enorme chocolatina.

—Sí, antes de que se derrita —rió Quinn, bromeando mientras tomando la chocolatina que Rachel le ofrecía.

Pero al recordar el sabor de sus labios la risa desapareció, reemplazada por un turbador deseo de volver a besarla. La morena tomó un trozo de chocolate, pero en lugar de comerlo lo puso entre sus labios.

—Oh —Rachel cerró los ojos— Qué rico.

Quinn se quedó transfigurada por su expresión. No podía apartar los ojos de ella. Se preguntó si reaccionaría así en la cama. Intentaba controlar aquel absurdo ataque de deseo, pero su normalmente disciplinada libido se portaba como un tren a punto de descarrilar.

—Haría cualquier cosa por un trozo de chocolate.

No terminó la frase al ver el brillo en los ojos de la rubia. Reconociendo el deseo en esos ojos, se inclinó hacia delante, sin pensarlo siquiera, para buscar sus labios.

Con un gemido ronco, Quinn se puso de rodillas en el suelo y la besó hasta que empezó a darle vueltas la cabeza.

—Yo te compraría chocolate todos los días —dijo absurdamente.

—No quería... no pretendía que sonara de esa forma… —murmuró Rachel algo avergonzada al darse cuenta de que Quinn podría malinterpretar sus palabras.

—Lo sé —sonrió ella, tomando su cara entre las manos— Pero que seas tan sincera me parece muy… adorable—añadió, tuteándola.

—Otras personas piensan que soy demasiado extrovertida.

—No conozco a mucha gente así. Y, pensarás que estoy loca por decir esto, pero ahora mismo te deseo tanto que me duele. Es la primera vez que me pasa algo así.

Rachel sintió como si estuviera fuera de sí misma.

Era como si aquel beso se hubiera convertido en un alien dentro de su cuerpo. Se sentía feliz y, por primera vez, realmente atractiva y provocativa. Tantos años reprimiendo sus deseos, viendo pasar la vida, controlando los anhelos y sueños que inundaban su imaginación, escondiéndolos tras una fachada de persona práctica, y por fin podían volar libres.

Quinn era su fantasía hecha realidad.

—A mí también —consiguió decir.

Quinn empezó a desabrochar el abrigo y luego se detuvo, con un brillo de confusión en los ojos. No sabía cómo habían llegado a esa situación, pero no estaba preparada para detenerse.

—Nos hemos vuelto locas... Rachel yo… — Quinn trataba de explicarle sobre su condición cuando se dio cuenta de que la morena podía sentir su erección contra ella.

Rachel se agarró a las solapas de su chaqueta.

—No... No te detengas.

Quinn la tumbó de espaldas y desabrochó el abrigo del todo.

—Dime cuándo debo parar...

Sin intención alguna de detenerla, Rachel temblaba disfrutando de sus caricias. Durante veintiséis años había sido buena y, por una vez, durante una noche, iba a ser mala y, además, iba a disfrutar.

Quinn le desabrochó el sujetador y dejó escapar una especie de rugido al ver sus bronceados pechos a la luz de la hoguera.

—Tienes un cuerpo increíble.

Rachel la miró, con una mezcla de vergüenza y deseo, para ver si le estaba tomando el pelo. No, en sus ojos dorados veía sinceridad.

Con reverencia, Quinn empezó a jugar con sus delicados pezones, que ya habían empezado a endurecerse. Por dentro, Rachel sentía que se estaba quemando. En unos segundos, el mundo entero se había centrado en aquella mujer y en lo que le estaba haciendo.

Quinn empezó a acariciar sus pezones con la lengua y el escalofrío interior se hizo tan poderoso, que Rachel no podía estarse quieta. Su piel era increíblemente sensible y la humedad entre sus piernas la avergonzaba y la excitaba al mismo tiempo.

—Quinn... —murmuró su nombre, hasta que ella la tocó donde quería que la tocase.

La sensación fue electrizante y la llevó a un sitio en el que nunca había estado, donde lo único que importaba eran sus caricias y el deseo que nacía con ellas. Rachel se movió y se envolvió en ella, perdida en el olor de su piel, de su pelo, en el calor de su cuerpo.

—No puedo esperar —le confesó Quinn, la pasión rompiendo las barreras de su poderoso control, excitada como no lo había estado nunca.

Con un gemido ronco, se empezó a hundirse en su húmeda cavidad... pero se encontró con una inesperada resistencia.

—¿Eres virgen? —murmuró, atónita.

—No te pares —dijo ella, enredando los brazos alrededor de su cuello.

Tras aquellas palabras, Quinn intentó ser más gentil y controlar todas aquellas las sensaciones que estaba experimentando. La excitación llevó a Rachel al éxtasis, a un sitio donde sólo importaba el placer. Después, se sintió asombrosamente feliz y emocionada.

Con la mente invadida por su esencia, y por la sensación de su sexo intentando tragarse su miembro, Quinn no podía retrasarlo más. No podía contenerse. No podía esperar.

La rubia agarró a Rachel de las caderas y se deslizó en ella con un envite delicioso e interminable. Hasta el fondo, apretándose contra ella tanto como pudo. Inspiró temblorosamente ante la sensación que la embargó. Apretada, mojada, caliente, sedosa. La morena era todo eso y más.

Cuando Rachel gritó debajo de ella, Quinn se dio cuenta de que probablemente no había sido tan gentil como pretendía.

Intentando distraerla un poco de aquel dolor que imaginaba que le estaba infringiendo por tratarse de su primera vez, Quinn llevó sus labios a los de Rachel y la besó, asaltando su boca, al mismo tiempo que la llenaba con su sexo. Lentamente. Con largos y profundos envites.

Después de un rato, Rachel pareció relajarse bajo su cuerpo. Quinn aprovechó aquel momento de relajación y empezó a moverse de verdad. Se retiró y luego se hundió en ella otra vez con dureza. Rachel gimió y se cerró en torno a ella.

Quinn sabía que no le faltaba mucho para llegar al clímax, por eso se movió más rápido dentro de ella. Tras unos cuántos envites más, Rachel alcanzó la cima junto a ella. Quinn gruñó sobre sus labios al mismo tiempo que se descargaba en su interior.

Quinn la miró un momento y luego volvió a abrochar el abrigo, besando su frente.

—Eres muy dulce... pero deberías haberme dicho que era tu primera vez.

—Eso es asunto mío —murmuró Rachel, enterrando la cara en su cuello.

—Pero ahora es asunto mío también —insistió Quinn, separándose un poco y levantando su barbilla con un dedo para mirarla a los ojos— Ya sé que no nos conocemos, y que pensarás que estoy loca por decir esto, pero en un futuro muy cercano, decidirás mudarte a Londres. Y a mí me encantaría seguir viéndote… Yo podría ser algo así como tu amante.

—¿Por qué? —preguntó Rachel, aunque no podía disimular su alegría.

Quinn sonrió, segura de sí misma.

—Porque te lo pediré y tú no podrás decir que no.

Con el corazón latiendo como una pelota de goma dentro de su pecho, Rachel sonrió. En sus ojos había un brillo de calidez, de generosidad, el rasgo más importante de su carácter.


¡Hola! He vuelto y os traigo una nueva e interesante historia.

Debo decir que este fic será un multi chapter también, porque es cortito (siete u ocho capítulos), pero lo tengo por aquí desde hace tiempo y quiero compartirlo con todas vosotras.

También quería agradeceros por los reviews del último capítulo de Not too late. Me alegro de que os gustara la historia ^.^

Eso es todo por ahora. Ya me contaréis que os parece este primer capítulo... ¡Nos leemos pronto! ;)