El mercado en la ciudadela bullía de gente que ponía bajo las narices de cualquiera sus productos. No se entendía perfectamente por qué la nariz debía percibir la calidad de los brocados, las sedas y lanas; los esmaltes estilizados de las porcelanas, las curvas de los tarros, las cerdas de los cepillos para el pelo o la resistencia de un buen par de botas, pero sin duda el olfato era un excelente juez a la hora de elegir manzanas arrugadas, peras jugosas, pasas, quesos frescos, jarras de leche y frascos de cristalina miel; también lo era para elegir un pescado de ojos hundidos o la picante pimienta del oeste, por desagradable o molesto que fuera toparse con los malos productos.

El centro de la ciudadela se iba llenando de negocios florecientes por cuyas puertas entraban y salían los habitantes del reino, muchas veces acompañados de la alegre música de las vihuelas, flautas y panderetas de los bardos que se sentaban siempre alrededor de la fuente, amenizando el ambiente a cambio de algunas rupias o incluso algún trozo de pan con queso.

La tienda más visitada era el bazar, justo después de los puestos al aire libre donde se conseguía comida. En aquel sitio podías comprar desde leña para la chimenea hasta escudos de soldado.

También había una tienda especializada en preparar pócimas de colores: roja para la vitalidad, verde para el ánimo (la gente decía que el vendedor ofrecía esta última para enfatizar la "magia", aunque la gente común de la ciudad jamás había tenido ningún roce con esas fuerzas inexplicables).

Eran tiempos prósperos en Hyrule, como podía evidenciar la apertura de tiendas extravagantes: algunas de ellas solo abrían cuando se ocultaba el sol, llamaban la atención coloreando de dorado los adoquines de las callejuelas cuando abrían sus puertas y se derramaba la luz de sus velas. Estos negocios no sólo eran burdeles ni hostales, sino que eran cosas extravagantes como "búsquedas de tesoros", sitios que no abrían sin contraseñas y, por supuesto, negocios con lo que la gente juraba eran bombas que podían andar como ratones sigilosos por el suelo, las paredes y los techos antes de explotar.

La tienda que recién abría esa mañana era una de tiro al blanco con resorteras, por lo que la gente estaba agazapada alrededor, muerta de curiosidad y con las rupias rojas en las manos, estirando los cuellos y empujándose con los codos. La mayor parte de la clientela eran hombres jóvenes acompañados de grupos de mujeres de su edad a quienes querían impresionar con sus dotes caballerescas, por más que resultara obvio que un caballero difícilmente elegiría una resortera para la batalla.

Las rupias resplandecían verdes, azules y rojas bajo el sol en el mercado de la ciudadela, yendo de mano en mano con una facilidad casi ridícula, como si de pasarse cubos de agua para apagar un incendio se tratara.

Su baile por el mercado lo molestaba.

Todo Hyrule parecía gozar de buena solvencia, incluso los crímenes eran casi nulos en la ciudadela.

Era diferente para él, porque no tenía ni dónde echarse a morir tranquilo.

Incluso los vagabundos comerciaban -pidiendo a golpes de sus propios muslos que le vendieran fuego y bichos; en realidad era uno solo, siempre vestido de verde y sentado en el piso- pero no él. Estaba amargado de su suerte, detestaba ser la única persona que no participaba en la danza de las rupias por el mercado.

Y por supuesto que tenía hambre; se intensificaba a medida que el aroma de los guisos de cerdo escapaba por las ventilas de las casas, sobre todo a la hora de cenar. La cena siempre era tan bulliciosa en los hostales, con la carne asada, la marinada con vinos fuertes del oeste y dulces del sur, con los hombres cantando embriagados de dicha en la sobremesa y las estruendosas risas de las mujeres que acompañaban a los soldados.

Él detestaba sobre todo a los soldados en las épocas de paz, eran los más acaudalados y los más perezosos de todos, le parecía.

El sol aún no llegaba a su punto más alto en el cielo aquel día, pero eso no significaba que no tenía hambre. Su último alimento había consistido en media hogaza de pan que había arrebatado a un guay ladrón hace un par de días, en el Rancho Lon Lon.

Se había presentado a buscar trabajo y se encontró con un sermón del único trabajador, alto y huesudo, quizás tan amargado como él, y que se quejó de que había mucho qué hacer, que su patrón nunca hacía nada de provecho, que no permitiría que otro holgazán se sumara a las filas. Así que lo echó de ahí, aunque él intentó quedarse en el granero y robar algunas cubas de leche o doradas manzanas de los comederos de los caballos. Los guays, esos pájaros enormes, eran como guardianes del rancho y lo abandonó después de que uno intentara sacarle el ojo de la cuenca cuando le arrebató la media hogaza de pan.

El trabajo era para los jóvenes, como bien sabía su jefe carpintero. Al parecer, no era tan rápido y se concentraba demasiado en hacer los giros y las figuritas en las patas de las sillas, las esquinas texturizadass de las mesas, las flores de las cajoneras, insistiendo con el formón y la gubia.

El jefe de los carpinteros necesitaba aprendices fuertes y grandes, no aspirantes a ebanista, así que lo echó, y desde entonces no había tenido suerte para que nadie más lo contratara.


Saliendo de las murallas del castillo le gustaba seguir el curso del agua, porque aquello le procuraba algunas bayas comestibles e incluso algún que otro pez distraído -tampoco era bueno para pescar con las manos-.

Mientras esperaba que su ropa se secara, colgada sobre las ramas de un árbol pequeño después de bañarse, agradeció no haberse casado con la muchacha pelirroja que traía los melocotones de los huertos al panadero de la ciudadela, pues el rugido de sus tripas enmudecía el del propio río y una pesadilla sería haber arrastrado a la miseria a la pelirroja, con esa sonrisa amplia y la nariz salpicada de pecas que parecían cambiar de lugar cada semana.

La vida de la pelirroja junto al panadero era tranquilizadora para él; la última vez la había visto de la mano de dos chiquillos que juntos no completaban ni siete años, y todos ellos lucían radiantes.

Los conejos escaseaban en zonas pobladas. Él sabía que comenzarían a brotar del piso como tubérculos maduros al tomarlos de las orejas en sus madrigueras, pero eso sería en el este, la zona de los bosques, y siempre había temido a los bosques; no porque se encontrara lleno de lobos, sino por las leyendas de esos sitios lejanos. Era bien conocido por la gente de los pueblos hylian que entrar donde estaban los niños del bosque, los Kokiri, era una sentencia mucho peor que la muerte, que terminabas los días viviendo como un ser gigantesco y sin cerebro que estaba en los huesos, anchos huesos y voluntad maliciosa.

Sin embargo, estaba por dejar de existir, famélico, y dando pasos tras pasos, hora tras hora, día tras día y sin darse mucha cuenta, ya se encontraba en el área donde los árboles altos y espesos comenzaban a aparecer cada vez más juntos los unos de los otros.

El palpitar de su cabeza y la sensación de doloroso vacío en el estómago jugaba con su visión, con su equilibrio y su razonamiento. Estaba seguro de que si hubiera visto un conejo saltar entre los matorrales lo habría dejado ir, como si no fuera un animal lo que se paseaba por el terreno, sino una voluta de polvo, pero contra todos sus pronósticos, el suave pelaje amarillo captó su atención mientras se mecía sobre la piel del conejo grande que se ocultaba entre un círculo de hierba fina.

Extrajo cuidadosamente la vara a la cual sacó filo en alguna parte del camino, una especie de lanza corta para intentar atrapar los peces de colores del curso del río, sin quitarle de encima los ojos al conejo.

Brillaba como los rayos del sol en el alba, amarillo puro, destellaban sus orejas puntiagudas y su larga cola esponjosa.

"No es un conejo", pensó. Pero no había tiempo de arrepentirse, el hambre apremiaba y lo hizo clavarle la lanza precisamente en aquella cola danzante.

Después de la impresión que se llevó al escuchar el chillido, se mantuvo rígido en su sitio mientras veía cosas que lo habrían hecho salir huyendo.

La hierba del círculo que contenía a aquel animal se sacudió, se volvió pequeños montículos verdes y salió en diferentes direcciones, agrandando el círculo, como si le hubieran salido piecitos.

Pasaron rozándole los tobillos, por lo que se permitió un escalofrío que subió hasta su nuca.

Después se fijó en el humo que cubría a la criatura, y ahora la llamaba así, pues al disiparse la nube, aparecieron otras colas.

Dos colas se mecieron juguetonas alrededor del zorro de pelaje amarillo tendido en la hierba, como si cada una estuviera a merced de corrientes de viento distintas, y en la tercera cola, izquierda, aparecía la rudimentaria lanza, clavada entre brillante sangre espesa.

La criatura le dirigió unos ojos rasgados, casi invisibles bajo el espeso pelaje, y se sintieron tan humanos que de nuevo quiso salir corriendo. No eran ni acusadores ni misericordiosos, los inescrutables ojos del zorro con tres colas bailarinas, pero aquella expresión le resultó intolerablemente dolorosa.


—¡Din! ¡Farore! ¡Nayru! —farfulló, presa del pánico. Algún sitio de su mente le recordaba que era ridículo, pero otra le decía que el zorro tenía tres colas como las tres diosas y que las había ofendido—. ¡Solamente soy un hombre hambriento! ¡No tengo malas intenciones!

Sentía que temblaba de los pies a la cabeza y sudaba como si bajo el ardiente sol del desierto se encontrara. No quería ni siquiera levantar la cabeza, que pesaba una tonelada y le impedía seguir mirando al zorro, que seguía mirándolo pero había dejado de mecer las colas, entregándose a la postración.

Él profirió alabanzas, disculpas, sobre todo muchas disculpas a las diosas, derramó algunas lágrimas amargas, confundió las palabras y se le hizo un nudo en la lengua. No supo cuánto tiempo pasó. Finalmente, un viento helado le sopló la cara. Aquello lo hizo abrir los ojos y darse cuenta de que se encontraba en el suelo, hecho un ovillo, sacudido por temblores que le tenían acalambradas las pantorrillas.

De pronto se sintió muy ridículo; había caído la noche y los búhos comenzaban a cantar junto a los grillos del césped. ¿Cuánto tiempo es que había pasado escondido, sobre sí mismo, de un zorro de tres colas? Había cabras y terneros con dos cabezas, los había visto ser sacrificados o vendidos a las compañías de fenómenos, y eso era mucho más perturbador que un zorro con tres colas bailarinas.

Realmente no entendía de dónde había surgido el pánico, aunque se lo atribuyó a la falta de alimento y al extremo cansancio.

Ya no había rastro del zorro, ni sangre ni lanza; ni siquiera astillas, pelos dorados ni gotas de sangre quedaban.

"Escapó".

Soltó una risa tímida que se volvió una carcajada y espantó a algunos pájaros que dormitaban en la copa del árbol a su derecha.

"Eres patético", se reprendió, aunque estaba aliviado y feliz, como si no tuviera más hambre. "Ni siquiera puedes conseguir alimento sin sentirte mal por él. Llorarías por los sentimientos de las remolachas".

Iba a seguir caminando, en busca de algún lugar para dormir, cuando el color amarillo volvió a captar su atención.

Frunciendo el ceño, se acercó cautelosamente hasta lo que parecía una máscara tallada en madera, pigmentada en amarillo y negro que asemejaba el rostro de un zorro moribundo.


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