•Título: Desarma y Sangra.

•Pareja: Sasuke y Sakura.

•Disclaimer: Naruto no me pertenece. Debidos créditos a Masashi Kishimoto.

•Rated: M [Mature — +16]

•Advertencias: Violencia baja. Lenguaje vulgar. Contenido sexual bajo. Violencia psicológica y verbal en pareja. Aparición de surtidas drogas y el uso de estas.

•Nota: Detalles extensos sobre esta historia al final del primer capítulo.


Número 1.

Extraño

Por encima de mi cabeza, entre los vastos parajes del firmamento, una triste y solitaria estrella se ha desvanecido. Los vestigios refulgentes de su constitución aún pueden vislumbrarse entre las retahílas de los diversos cuerpos celestes; mitigándose paulatinamente, entre las gélidas sombras henchidas de melancolía.

Aquella extensa superficie que se alza por encima de los suelos terrenales, de recodos fríos y con la penumbra rigiendo permanentemente, asemeja ser más cálida y acogedora que las concurridas y animadas calles de las ciudades, hedientas con el olor de las infelices muchedumbres.

Sin embargo, he encontrado a más de un amor entre las calles en las que pasé la mayor parte de mi vida. Una buena fémina de sangre animada, el sabor abrasador de una botella de whisky y un buen faso a la hora de la siesta. Sintiéndome libre como los aromas y los sonidos, con el tiempo circulando entre los poros de mi piel y dejando estragos a los que mi conciencia rehúye con insistencia.

Y estos instantes, en los que me encuentro meditando sobre vagos espíritus pasados con una frecuencia que frisa la obsesión, no son en absoluto diferentes a las escenas pasadas. Desplazándome entre las lúgubres penumbras de la medianoche hacia un destino el cual me es conocido, con el sedoso rumor del viento silbando en mis oídos y las ligeras gotas de lluvia estrellándose contra mis facciones; la libertad es convivir con tus pecados y aceptar a tus demonios.

Mis piernas me trasladan hacia el otro lado de la calle; donde el deshecho conjunto de apartamentos, con la pintura de las paredes corroída y el tenue fulgor de las lamparitas reflejándose a través de las ventanas, se esboza ante mis ojos.

En el apartamento número cuatro, aquel angosto espacio en el que presencié el nacimiento del Sol en más de una ocasión, se encuentra la mujer con la que comparto cama desde hace dos años: Karin Uzumaki no sólo es mi mejor amiga desde que ambos somos críos, sino que también es la fascinante musa de coño lascivo con la que comencé una aventura a los catorce años. Ella se sentía sola y yo me sentía libre, le adoctriné en el arte del placer y ambos acabamos buscándonos entre nosotros cuando sentimos que es menester.

Me elevo sobre los herrumbrosos escalones del establecimiento entre pasos sosegados. Momentos después, la abollada puerta de metal del apartamento —en la que se pueden apreciar varias frases y garabatos rayados— se eleva frente a mí. Golpeo tres veces y segundos previos esta se abre, revelando las abundantes curvas de Karin escasamente ocultas entre los pliegues de una camisa blanca y los rasgos de su rostro contraídos en una mirada sugestiva.

Como es habitual, es ella la que da el primer paso al abalanzarse contra mi cuerpo, mientras que sus labios se dedican a recorrer los míos entre briosos besos. Entramos al apartamento sin romper el abrasante contacto de nuestros cuerpos; la cocina, sector en donde se encuentra la entrada del alojamiento, y a su vez, el sitio en el que la mayoría de nuestros actos sexuales se originan, se encuentra mucho más sucia y desordenada que la ocasión anterior en la que estuve allí.

Rasgo la camisa de Karin con ambas manos y los botones de esta ceden con facilidad, dejando a la vista un abundante par de pechos a los cuales recorro con mi lengua. Escucho cómo ella se queja por la nueva prenda que le he roto y muerdo una de sus tetas como respuesta, recibiendo un suave gemido de su parte.

Entre ambos, nos despojamos con celeridad del resto de nuestra ropa, arrojando las prendas en distintos sectores de la cocina. Instintivamente, ella reposa su torso en la pequeña mesa de madera ubicada en el centro del lugar, acomodando sus caderas entre los extremos y abriendo sus piernas en una silenciosa invitación.

Posiciono mis caderas entre sus muslos y acomodo mi inflamada verga en los enrojecidos pliegues de su vagina. Froto mi sexo contra el de ella y le sonrío con mofa al percibir las muecas de impaciencia que su rostro compone inconscientemente. Una fuerte patada en mi rodilla izquierda provoca que mi cuerpo se tambalee y la sonrisa socarrona en mi rostro se expanda vastamente. Me fascina alargar la espera y hacerle sentir ansiosa.

Afianzándola de los muslos con ambas manos, atraigo sus caderas hacia adelante y entierro mi pene en su ardiente interior con un raudo movimiento. Muevo mis caderas con ligereza, desplazando mi mano izquierda por la parte interna de sus muslos y apretando la exorbitante carne de su culo con mi mano restante. Mi respiración se ve perturbada por las desmesuradas oleadas de placer que recorren mi cuerpo; y mis manos, ahora transitando fuera de las curvas de Karin, se aferran con vigor a las orillas de la mesa, la cual oscila incesantemente al ritmo de mis fuertes embestidas. El cuerpo de Karin se sacude entre las oleadas del inminente orgasmo y su coño se oprime con más fuerza en torno a mi verga.

La percepción de mi próxima culminación causó que me retirara del interior de Karin y acercara mi verga a su rostro, cuando no llevaba puesto preservativo me gustaba esparcir mi semilla por sus facciones y hacer que la limpiase con su lengua. Mi boca desata continuos gruñidos y mi torso se estremece cuando un escalofrío asciende por mi columna vertebral y acaricia los músculos de mi espalda. Finalmente el orgasmo se consuma y obtengo mi liberación tras lanzar un improperio al aire. Los labios de Karin se abren en una erótica anticipación y mi semen se derrama por completo entre las húmedas paredes de su garganta.

Mis brazos soportan el peso de mi torso, e instantes previos, con el ritmo de mi respiración estabilizado y el ardor de mi verga sosegado, recojo mi ropa del suelo y cubro mi desnudez únicamente con mis calzoncillos, acomodando el resto encima de la mesa. Karin se encuentra establecida a mi derecha, permaneciendo desnuda y, probablemente, intentando rememorar en qué parte de la alborotada cocina fueron a parar la tanguita de leopardo y el sostén de color rojo que traía puestos.

Camino hacia la deteriorada nevera que se encuentra en un rincón de la cocina, y al pasar por su costado azoto con fuerza la abundante carne de su nalgas, obteniendo un bufido y un leve empujón de su parte. Tomo una botella de cerveza de la nevera y descanso mi cuerpo en el viejo sofá-cama situado al fondo de la cocina. Karin, nuevamente con su ropa interior puesta y sosteniendo dos cigarrillos entre los dedos de su mano, se acerca hacia donde me encuentro y reposa su figura junto al lado izquierdo de mi cuerpo. Acepto el cigarrillo que me ofrece y ambos entablamos una conversación sobre cuestiones banales, mientras gozamos de la habitual comodidad que existe entre nosotros.

Tras el acontecimiento de un par de minutos, experimento unas súbitas ansias de consumir algo más fuerte, por lo que me dispongo a plantearle a Karin la siguiente interrogación: —Eu, taradita, dime que sí tienes de la verde en alguna parte de este corral de gallinas.

—Mi departamento no es ningún corral de gallinas. Y si lo fuera, sería de cerdos, por algo siempre terminas parando aquí —sostuvo Karin, exponiendo dos largas cadenas de dientes torcidos y amarillentos a través de las comisuras de sus labios. Un sombrío rasgo de lo que el paso del tiempo y los vicios que detenta le produjeron a su aspecto; sin embargo, aquella sonrisa es uno de los motivos por los que constantemente acudo a ella. —Y no, ¿puedes creer que ya no me queda nada? Siempre tengo algo escondido en mi cuarto para convidarte, pero el otro día me la gasté toda con Suigetsu.

—Cielos, Karin, no puedes hacerme esto. Repentinamente quiero echarte de mi departamento por ser tan perra conmigo.

—¿Ahora es tuya esta pocilga? Qué gracioso eres. De igual forma, cuando vayas a tu propio corral podrás consumir toda la marihuana que gustes. El paraíso tendrá que esperar, my boy.

—El mío está seco, tendré que ir a la casa de algún amigo a manguear un poco. Y, ya que estamos, ¿qué pasa con Suigetsu? ¿Hay onda entre ustedes?

—¡No, para nada! A veces viene a joderme acá; yo lo dejo pasar para no ser amarga con él, aunque tengo que admitir que me es muy simpático. Pero no hay nada serio entre nosotros —excusa Karin con presteza, agitando insistentemente su cabeza de un costado al otro. —Pero, ¿sabes quien está en algo serio ahora? Shikamaru, tu gran amigo. El que tiene cara de odiar la vida las veinticuatro horas del día.

—¿En serio? Wow, ni estaba enterado. ¿Quién es la cuñada?

—Se llama Temari, una rubiecita que estudiaba en nuestro instituto y se graduó hace un año, y, según ella, van en serio. Es medio raro, pero ya te voy diciendo que no durarán ni dos meses.

Libero el humo de mi boca en una suave exhalación y mis labios esbozan una sonrisa socarrona. Mi garganta pronuncia una ligera carcajada apenas audible y los ojos de Karin se encuentran con los míos.

—La conoces, ¿verdad?

—Sí, es esa chica —respondo con la sonrisa afianzada en mis facciones. Recibo la botella de cerveza que Karin me extiende e ingiero un largo trago de su contenido. —Me la cogí cuando estaba en… ¿segundo año? En el baño de los profesores y con su cabeza apuntando al inodoro. Olía fatal, pero la pasé bien —agrego. —¿Sabrá Shikamaru que le gusta que la insulten cuando se la cogen?

—Siempre puedes decírselo tú —musita Karin, con los rasgos de su rostro adquiriendo matices joviales.

Agito reiteradamente mi cabeza en señal de negación. —No soy tan malo. Bien por él al salir con Temari, la rubia del baño de profesores. La va a pasar bien, eso seguro. Sólo tendrá que ponerle correa cuando la saque a pasear si quiere tener algo serio con ella.

La boca de Karin articula una suave carcajada y su mano derecha se afianza en mi hombro. Un plácido reposo se dispone entre nosotros y sólo el vago susurro del viento agitándose en el exterior altera el silencio que rige entre las cuatro paredes de la cocina.

—¿Te imaginas teniendo en un futuro algo como eso? Es decir, algo serio. Suena como una mierda, pero tal vez… —articula Karin, musitando la última oración.

Descanso mi cabeza en el hueco de mi mano derecha y doy un nuevo trago a la botella de cerveza. Mis hombros se encogen y mi vista se traslada por los múltiples objetos que reposan en el suelo del apartamento. —No lo sé. Me gusta ser libre, ¿sabes? Y tener algo serio significa cogerte siempre a la misma chica y no poder acercarte a otras sin que tu novia te haga una escena, te tiene vigilado como si fueras un crío y esa mierda no me va. Bien por Shikamaru y la perra del baño, pero yo… no creo estar aquí por mucho tiempo y quiero disfrutar de mi libertad.

—¿Por qué crees eso? No te pongas paranoico, es extraño.

—Sólo tengo la sensación de que caeré muy bajo y nadie detendrá mi caída. No sentiré mucho dolor, y espero que cuando eso suceda, me sienta en paz con mi pasado.

—Yo también espero lo mismo. Por ti, claro —murmura Karin mientras propina leves palmadas en mi hombro. —Pero mejor cambiemos de tema, está por venirme el periodo y me siento más sensible de lo normal.

Mi garganta desata una sucesión de suaves carcajadas, y segundos posteriores nuestra conversación se encuentra girando en torno a temas banales. Agotamos el contenido de la botella de cerveza entre nosotros y colmamos el cenicero, colocado en el centro del sillón, con la remanente de los cigarrillos que consumimos. Las horas avanzan entre animadas charlas y el amanecer vuelve a distinguirse por el horizonte en una nueva oportunidad.

Me dirijo hacia donde se encuentra el resto de mi ropa y termino de colocármela, con escasa celeridad. Introduzco mi mano en el bolsillo derecho de mis pantalones y tomo entre mis dedos las llaves de mi motocicleta. Karin se halla de pie a mis espaldas, preparándose para acompañarme a la salida y volver a despedirnos con la taciturna promesa de reencontrarnos en otra ocasión. Recorro la pequeña distancia que me separa de la puerta del apartamento, y tras abrirla, me despido de Karin plasmando un breve beso entre sus labios y proporcionándole una fuerte nalgada a la piel desnuda de su culo.

La tersa melodía del viento meciéndose entre gélidas ráfagas hizo eco en mis oídos al salir del apartamento. Estrecho con insistencia los extremos de mi chaqueta de cuero y escondo mi cuello entre sus solapas. Atravieso la ruta por la cual, horas atrás, sólo las sombras transitaban, y ahora fugazmente circulan varias hileras de coches.

Me encamino hacia el poste de luz en el que mi motocicleta se encuentra estacionada. Abro el candado y quito la cadena con la que la aseguré, desde la rueda frontal, instantes previos a mi entrada en el departamento de Karin. Me subo al vehículo, y tras calentar el frío motor a causa de una noche entera sin ser utilizado, procedo a conducir hacia mi casa.

Desde mis costados, las viviendas y los automóviles se vuelven puntos imprecisos y la claridad del sol naciente se vierte en mi silueta. El tenue tacto del viento alborota mi cabello y provoca que mis párpados se entrecierren. La extensa carretera por la que he transitado en incontables ocasiones se eleva frente a mis ojos entre vastos metros empinados, comprendiendo en cada centímetro de su extensión el ineludible camino hacia el lugar el cual años atrás llamé hogar.

Desocupo mi mente de cualquier tipo de pensamiento y aprieto reiteradamente el acelerador; la fresca ventisca penetrando en mis facciones y el cálido fulgor de la mañana centelleando a mi costado no me permiten cavilar sobre las insistentes cuestiones que diariamente me acometen. Pues, momentos como estos, son en los que me siento flotar en una absoluta libertad; sin suplicio alguno, contemplando a la vida con ojos libres de aversión.

Pero el plácido reposo en el cual me encontraba abstraído se prolongó hasta que, después de doblar en varias esquinas y conducir las cuadras acostumbradas, avisté el polvoriento techo de tejas de la amplia y antigua casona en la cual he residido los diesiciete años que tengo de vida. Breves instantes después, el herrumbroso portón de barrotes negros se extiende a mi lado izquierdo, exhibiendo entre sus aberturas el desatendido jardín que en años previos habría brindado simpáticos brotes de todo tipo de flores. Con escaso apremio, bajo de mi motocicleta y abro el portón con la copia de la llave que guardo en mi bolsillo, cojo nuevamente el vehículo y accedo al patio de la estancia.

Tras abrir la gran puerta de madera de la residencia, atravieso el salón principal mientras contemplo con poco interés la variedad de desechos que se esparcen en el piso de baldosas blancas —botellas y latas de cerveza, envoltorios de snacks, cajas de comida rápida, colillas de cigarrillo y algún objeto el cual no alcanzo a distinguir entre las sombras del salón—. Asciendo hacia el segundo piso por los desgastados peldaños de madera barnizada de la escalera y me interno en las insulsas paredes de mi alcoba.

Existiendo entre las penumbras de aquel olvidado sector y confinado por los espectros que el entorno hospeda, soy más demonio que persona, represento los despojos de un pasado borrascoso y me disperso entre todo lo que aquel maldito entorno representa. Y a mi lado derecho, colocado para satisfacer el sádico menester de ser consciente del cruel paso del tiempo, se encuentra un polvoriento calendario señalando el mes de agosto. Fatídico es el propósito de rememorar todo lo que los años, meses y días significan para mí.

Puesto que, cuando los días abarquen el mes de Octubre y el Otoño se ilustre desde los acaudalados vecindarios hasta los bajos sectores del populacho, se cumplirán nueve años de aquel acontecimiento que me marcó perpetuamente.

Nueve años del día en que mi hermano mayor, Itachi, mató a mis padres sin motivo alguno. Atravesaba la cándida edad de ocho años y me encontraba en una excursión junto a mis compañeros y maestros de curso cuando la noticia me fue comunicada. Inmediatamente, la excursión fue suspendida y yo retorné a mi casa sin comprender enteramente qué había sucedido. Revelaba mis preguntas a los adultos e intentaba inútilmente encontrar algún fundamento a los actos de mi hermano.

Los rostros horrorizados de mis vecinos y maestros al verme pasar junto a ellos y recordar la noticia aún se esbozan explícitamente en mi memoria. Murmuraban entre ellos mientras sus facciones se contraían en muecas de preocupación, me compadecían en silencio y ofrecían cálidas sonrisas con el fin de brindarme comprensión. Aquellas personas, que en aquel tiempo se mentían a si mismas al sentir falsa aflicción por mi dolor, fueron las que me juzgaron años después por los caminos que he tomado.

Mi custodia cayó en manos de mi tío Madara, así como la antigua casona en la que ambos vivimos y la empresa inmobiliaria que mi padre poseía, la cual vendió al poco tiempo de adquirir. Los únicos dominios de mi padre que aún no han sido vendidos por el bastardo de mi tío son un par de hectáreas de verde y llano campo en la zona sur del país, que correrán el mismo destino que las demás pertenencias que mi familia poseía en cuanto la billetera de Madara comience a desocuparse.

Años después de aquel infausto día de Octubre, en una ocasión en la que pregunté a Madara si podría visitar algún día a Itachi en la cárcel, se me fue revelado, gracias a la respuesta de mi tío, que él se había suicidado horas después de haber perpetrado el crimen. Un completo desequilibrado, con pensamientos desatinados y el cual se encargó de hundir mi vida con sus propias manos. Cuánto le odié en ese entonces, colmé mi mente de profundos resquemores y prontamente simpaticé con los malos hábitos que aún he de conservar, sustituí el afecto de mis padres por el alcohol y las fiestas y evoqué, en reiteradas ocasiones, el nombre de mi hermano entre las tinieblas de la medianoche, pretendiendo citar el espíritu del productor de mis desgracias y obtener mi tan anhelada venganza.

Odié a Itachi y sigo haciéndolo por todo lo que él representa. Por el dolor que suscitó en mi corazón tras asesinar a mis padres, por las siguientes desgracias que sus actos desencadenaron; y a su vez le odio, porque después de informarme acerca de su muerte, sentí un desgarrador desconsuelo. Sangré por dentro durante interminables días, y prestamente, una tenaz culpa me acometió al reparar en los buenos sentimientos que seguía profesando hacia una persona como él. Porque aún vagaban libremente entre mis pensamientos las memorias de cercanos días pasados en los que ambos estábamos unidos por el grato entendimiento que hay entre dos hermanos, lacerándome insistentemente como sólo el tiempo sabe hacerlo.

Y sin embargo, el tiempo, a su vez, ha procedido en una sucesión de prolongados años los cuales me han adiestrado en desatenderme del dolor que el pasado concibe en mi interior. Los recuerdos de aquel remoto mes de Octubre se manifiestan en cortas piezas de estructuras vívidas y frescas, fantasmas conocidos con los que he aprendido a convivir y apartar el dolor al evocarlos.

Traslado mi cuerpo hacia el delgado colchón que se encuentra desplazado en una esquina de la habitación y procedo a recostarme. Hundo mi rostro en la áspera tela de la almohada y deshecho cualquier tipo de pensamiento que no sea el de internarme en un profundo sueño. Con los párpados entrecerrados y el suave contacto del sol desplegándose en mi cabello a través de una abertura en la cortina, desciendo lentamente al tan anhelado estado de somnolencia mientras emito un último pensamiento:

Desearía ir a un lugar en el que no me sintiera un extraño.


El instituto público South Hawk; situado en el centro de la ciudad y escenificado constantemente como un punto de encuentro entre amigos y parejas, me recibió aquella templada mañana con el animado alboroto característico de un establecimiento concurrido por decenas de adolescentes.

En el amplio salón principal, primer sector del instituto y en el cual se ubican diferentes espacios destinados a varias funciones —la oficina del preceptor en el lado derecho, el kiosco en el lado izquierdo y la oficina del director en el pasillo del mismo costado—, se distribuyen desorganizadamente gran parte de los trescientos estudiantes que asisten a la preparatoria en el horario matutino; mezclándose entre ellos y engendrando un espeso conjunto de diferentes clases sociales, aspectos, modas, subculturas y personalidades.

Naturalmente, son características básicas que cualquier persona desarrolla en los plenos años que se disponen entre la niñez y la adultez: intentan encajar en círculos sociales, acondicionarse al aspecto que las modas actuales implantan y congeniar con personas que posean sus mismas aficiones, restringiendo sus personalidades y mermando sus existencias a las de meras imitaciones impuestas por sus propios caprichos de instaurarse un lugar dentro de la sociedad.

Aquellos hábitos comunes entre los adolescentes me son totalmente ajenos, puesto que yo nunca me he mentido a mí mismo al intentar asignarme una imagen simulada de mi personalidad. Nunca he intentado pertenecer a un grupo social o destacar mi imagen entre la de las demás personas; y, así mismo, puedo manifestar los puntos buenos y malos de mi forma de ser abiertamente, sin preocuparme por la opinión de la gente. Tengo libre albedrío en las decisiones que tomo y los caminos que escojo, gozo de la posibilidad de ser yo mismo y alejarme de la compañía de las falsas multitudes.

Recorriendo el salón entre paulatinos pasos, atravesando las densas masas farisaicas, consigo divisar una silueta conocida situada al fondo del sector. Naruto Uzumaki, idiota número uno y viejo compañero de salidas, se encuentra apoyado en la pared trasera del salón mientras conversa animadamente con otros dos amigos —Neji y Shikamaru— pertenecientes a nuestro pequeño grupo.

Me encamino hacia ellos con una recurrente propuesta rondando en mi cabeza: desde que me internase minutos atrás en las monótonas extensiones del instituto, supe que aquella espléndida mañana no la pasaría allí. Porque, aún después de evitar las clases por dos semanas enteras, las entretenidas calles de la ciudad, bañadas con el refulgente oro del Sol y con las aromáticas ventiscas danzando suavemente, me invitan a recorrerlas en una nueva ocasión. Así, pues, saldré con mis amigos por la puerta en la que instantes previos accedí, evadiendo a los profesores como hemos hecho en reiteradas ocasiones, y recrearemos nuestros conocidos vicios y aficiones entre la libertad que la ciudad nos proporciona.

—¡Miren quien vino! —exclama Naruto al notar mi presencia. Llego a donde se encuentran mis amigos y los saludo brevemente. —¿Dónde andabas, idiota? Me cansé de llamarte y siempre me daba con que tenías apagado el celular. Creí que por fin habías pasado al otro mundo.

—¿Me extrañaste, perrita? —respondo con sorna. —Estuve por ahí. Y en ningún momento salí de este mundo, si eso te tranquiliza.

—Vete a la mierda —agrega Naruto mientras me proporciona un fuerte empujón. —Da igual, ¿qué piensan hacer? No tengo ganas de quedarme dentro de este loquero.

—Nos vamos, ¡qué más! —agrega Neji. Su mirada se sitúa en mí, en una nueva ocasión, y prosigue con mofa: —Te quedas, ¿cierto, Sasuke? Digo, ya faltaste demasiado.

—Por supuesto, no quiero llevarme una materia más para Enero. Aunque ya me llevo todo el puto año —replico con sarcasmo. —Dale, vámonos. Ya está por tocar la campana.

Dirigimos nuestros pasos hacia la puerta de entrada, vigilando constantemente por nuestros costados que ningún profesor se encuentre cerca para detenernos. A pocos metros de nuestro destino y con el cometido a punto de ser llevado a cabo, siento un ligero impacto en mi hombro derecho y, tras esto, el desplome de un objeto.

—Perdón —un suave murmullo, más semejante a un silbido que a una palabra, acude a mis oídos. Ignorando la procedencia de aquella voz, volteo mi rostro y busco percibir la presencia de la persona que acaba de abordarme.

Pero ella se ha marchado. Y sólo una densa cortina de cabellos del color de las rosas puede distinguirse entre los transeúntes que circulan por el área del salón; el tenue aroma de una fragancia nunca antes conocida por mis sentidos puede apreciarse flotando en el aire, cautivándome como si de dulce néctar se tratase.

Aquellos sentimientos pasaron al olvido cuando atravesé las puertas de entrada del instituto, luego el patio, y emprendí junto a mis amigos el camino hacia el centro de la ciudad.

—Ey, Sasuke ¿viste a esa chica? —interroga Naruto, ubicado tras mi espalda.

—Sí, ¿qué tiene? —pregunto con neutralidad.

—Nada, sólo es nueva en el salón. No te diste cuenta porque casi no pudiste verla —contesta. —Bueno, no es nada del otro mundo, es media rara y no da ganas ni de mirarla. ¿Y adivina en dónde se sienta? Vamos, hazlo.

—¡Qué sé yo! ¿Y por qué tendría que importarme?

—Se sienta contigo. El preceptor la puso en el banco libre que está junto al tuyo. Nunca deja que nadie se siente junto a ti por el tema de que distraes a los demás con tus jodas y toda esa mierda. Pero ahora tienes una compañerita, ¿no es curioso? —contesta Naruto, añadiendo socarronería a la parte final de su respuesta.

—Y eso que había un montón de bancos libres en donde ponerla —continúa Shikamaru. —Qué estupidez, preferiría que te siguieras sentando solo. Siento celos, de repente.

Gestos y risas burlescas sobre aquel tema me acometen por un par de segundos, hasta que el asunto finalmente es desechado. Por mi parte, aquellas mofas y la excesiva importancia que mis amigos le otorgaban a mi compañerita de banco no originaron ningún cambio en mi humor, ni provocaron que mis pensamientos divagaran en aquellas cuestiones tan triviales. Si bien era cierto que ningún profesor permitía, desde el año pasado, que algún estudiante se sentara conmigo, habría algún motivo por el que esta decisión fuera anulada, y dicho motivo me tenía sin cuidado.

Durante el trayecto conversamos y bromeamos sobre temas pueriles, riendo con cualquier tipo de comentario y alternándonos entre nosotros para elaborar alguna estupidez. Nuestro recorrido por las concurridas avenidas fue animado por el alegre comportamiento que todos presentábamos; aquellas mañanas entre amigos, en las que deberíamos estar ocupando nuestros pensamientos al estudio y nuestro futuro, son en las que una patente magia es palpable entre nosotros. La magia de la libertad; de poder dirigir tus pasos a donde quieras y ser libre de pensar y actuar como tú quieras. Poder reír un buen rato, alejarte de las personas y actuar como un niño pequeño sin ninguna inhibición.

Al llegar al centro de la ciudad compramos una botella de cerveza rubia y un paquete de cigarrillos, adquiriendo los productos al haber reunido un puñado de billetes que encontramos en nuestras mochilas y bolsillos. Naruto agregó a la lista de nuestra compra un vino en caja que, por la marca y el precio, debería saber más a vinagre que a bebida alcohólica. Guardamos los productos en la mochila de Neji y reanudamos nuestro paseo por la ciudad.

Condujimos nuestros pasos unas cuantas cuadras más, y finalmente, en la vereda derecha de la carretera y circundada por una extensa cerca de malla color cobriza, se ilustró el instituto público Gran Viaites, en el cual varios amigos cercanos y conocidos recientes cursaban sus estudios. El acceso hacia el interior del instituto, como en cada ocasión previa en la que nos hubiéramos internado en dicho lugar, fue totalmente sencillo y no se presentó ningún tipo de inconveniente una vez que nos encontramos en el interior. Pasamos por las diferentes aulas en las que nuestros amigos estudiaban y les saludamos brevemente, presentándoles la concurrente propuesta de reunirnos nuevamente por la noche y salir a pasar un buen rato.

Después de haber efectuado aquel propósito, partimos nuevamente hacia las calles y pasamos las posteriores horas en diferentes sitios de la ciudad, empleando el tiempo en llevar a cabo numerosas y variadas acciones que nos mantenían entretenidos y sacaban frecuentes carcajadas. Las bebidas que compramos fueron consumidas por completo en el proceso, y pude revelar, con sorpresa, que aquel vino barato no me era desagradable en absoluto, llegando a tomar más de la mitad del envase.

Nos encontrábamos sentados en las herrumbrosas hamacas de una plaza retirada del centro de la ciudad, fumando un cigarrillo y abstraídos en una conversación, cuando Neji recibió un mensaje de nuestro amigo, Kiba, en el cual escribía que las clases estaban por finalizar y teníamos que ir a buscarle para poder partirnos el culo por habernos marchado sin él. Así, pues, marchamos de la zona en que nos encontrábamos y caminamos con presteza las cuadras correspondientes, hasta que nos presentamos nuevamente en la entrada del patio de la preparatoria.

Una vez allí, me establezco en la pequeña vereda de baldosas que se encuentra frente al cercado que rodea el establecimiento. A mi costado izquierdo, un macizo árbol de hojas color cetrino reposa con inalterable prudencia y despoja al sector en el que estoy del ardiente fulgor del Sol. En mi costado contrario, mis amigos se encuentran ahora sentados y sosteniendo una nueva conversación de la cual no soy partícipe.

La campana del instituto suena y los estudiantes marchan por las calles con habitual premura; una vez vacías nuevamente, Kiba sigue sin acudir hacia donde nos encontramos.

Ligeras pisadas resuenan por la ahora deshabitada ruta ubicada frente al instituto. Segundos previos, la delicada silueta antes desconocida de una chica acude a mis pupilas, desplazándose por la carretera con un reposo tan sutil y apacible como cada parte de su anatomía. Los lacios cabellos rosas de su melena, acondicionados con un listón color escarlata y descendiendo por debajo de sus hombros, me mencionan la procedencia de aquella figura: se trata de mi designada compañera de banco, la cual habría yo de encontrarme horas atrás en el salón del instituto.

Su estatura debe frisar el 1.60, de extremidades menudas y facciones candorosas. Las propiedades de las curvas de su cuerpo son totalmente disimuladas por los amplios pliegues de su vestimenta —conformada por una camisa blanca de mangas cortas y pantalones de jean holgados—. Dos suaves manos, de trazos finos y piel aperlada, sostienen entre sus dedos las riendas de una mochila color plomiza. La postura inestable en la que su cuerpo se traslada, y sus ojos asentados perpetuamente en el pavimento, me privan de poder explorar plenamente en los rasgos de su semblante.

A simple vista, no es el tipo de mujer que sobresalga entre los adolescentes, incluyéndome a mí en tal afirmación. Su forma de caminar, las ropas con que viste y el modo en el que sus ojos contemplan el pavimento como si fuese lo más emocionante que ha visto en todo el día: dichos aspectos expresan, sin reserva, el tipo de cargo que ella ocupa dentro del instituto: cumple el papel de la rara de biblioteca que desborda inseguridad, la estudiante seria y de carácter amargo que prefiere pasar toda la clase mirando su carpeta, antes que socializar contigo. No siguen ninguna moda en específico, pero suelen buscar personas similares a ellos con el propósito de crear su propio grupo y manifestar sus extraños gustos y aficiones libremente.

Dichas personas me son indiferentes, al igual que a los demás adolescentes que cursan sus estudios. Tal tipo de estudiantes sólo pueden ser útiles para gastarles un par de jodas en los recreos o pedirles algún favor, sabiendo que por su nata docilidad no podrán negarse o protestar.

Y, sin embargo, aún siendo dueño de tales prejuicios displicentes, una simple curiosidad irrumpe en mis pensamientos al ver aquella delicada figura atravesando el panorama que se alza frente a mi perspectiva, con la entera fisonomía de su rostro siendo aún incomprendida por mis ojos.

Llevo los dedos índice y corazón a mi boca y emito un prominente silbido, el cual suspende momentáneamente el discreto sigilo en el que el sitio se encontraba inmerso. Sus pasos se presentan, ahora, en suaves y pequeños movimientos, y finalmente obtengo los resultados de mi cometido cuando ella detiene su caminata por completo y voltea su rostro hacia donde me encuentro.

Posee dos grandes ojos verdes, refulgentes y cristalinos como el agua de un manantial; los detalles de su cara se exhiben en una frente lisa y amplia, un mentón ligeramente pronunciado y dos abultadas mejillas jaspeadas con un tenue tinte color carmín, armonizando perfectamente con el albar terciopelo que conforma la piel de su rostro.

Mi mano derecha se eleva y le saludo, un tanto vacilante. Como respuesta a tal acción, ella voltea su rostro bruscamente y reanuda con celeridad su caminata.

—Cielos, Sasuke ¿te gustó la nueva? —escucho preguntar a Naruto desde mi lado derecho. Sus dedos sostienen un nuevo cigarrillo y en sus labios se encuentra plasmada una sonrisa socarrona. —Estábamos jodiendo cuando dijimos que podría haber algo entre ustedes.

—Es linda, ¿o no? —respondo, mientras mis labios se curvan en un gesto semejante al suyo. Arrebato el cigarrillo de las manos de Naruto y le doy una calada.

—No es fea. Tiene una carita encantadora, realmente —concuerda Neji. —Pero... hombre, ¿por qué se viste así? Y cómo camina, y se comporta. Es bastante lamentable.

Encojo mis hombros y enfoco la trayectoria de mi vista en un punto impreciso. Expulso de mi boca el humo del cigarrillo y se lo devuelvo a Naruto. —No es como si fuera a cogérmela, de todas formas.

—Dejen de ser unas mierdas por un momento. Ahí viene Kiba —dice Shikamaru. —¡Dale, hermano, apúrate! ¡Por ser tan lento siempre nos vamos sin ti!

—Siento no despertarme todas las putas mañanas ansioso por volver al instituto como ustedes —responde Kiba. —Levántense de una buena vez. Naruto, convídame un cigarrillo. A todos ustedes, voy a patearles el culo por cada vez que la vieja de Matemáticas me tocó los huevos esta mañana.

Nos levantamos de la vereda y marchamos por la misma dirección en la cual retornásemos minutos atrás. Sin un rumbo determinado, nos dispusimos a disfrutar de las horas venideras.


Hola a todos, este es el primer fanfic que voy a empezar a publicar. Lo estuve escribiendo desde... Febrero¿? de este año, por supuesto. Actualmente estoy trabajando en el capítulo número 5. Al principio, planeaba comenzar a publicarlo cuando contara con, por lo menos, la mitad de la historia escrita, pero la emoción me pudo, y acá estoy.

Me gustaría tomar esta ocasión para hacer algunos breves y muy importantescomentarios sobre esta historia.

1. Tendrá poco lemon.

2. Algunas escenas y mi técnica de narración pueden llegar a ser un poco... densas. [?] Perdón por eso.

3. Será un longfic, abarcando toda la palabra. Va a ser muy largo, queda a su elección si quiere seguirlo o no.

4. La trama comienza un poco floja. Y no voy a mentirles, se pondrá emocionante como por el capítulo 9•10.

5. Como pequeña curiosidad, el nombre de este fanfic [que, probablemente, encontraron muy extraño] proviene de la canción Desarma y Sangra del grupo de rock argentino Serú Girán.

Bueno, eso es todo. ¡Gracias por leer el primer capítulo! Si les gustó, agréguenlo a favoritos y háganmelo saber con un review. Muchas gracias, nuevamente.

«30 / 07 / 18 1:51 a.m»