Trasimeno…

Niebla, frío, miedo. No es algo que te deje pensar. Avanzas sin saber. O quizá sí. No te enfrentas sólo al enemigo. También a los fantasmas del Trebia y el Tesino. Los legionarios tiemblan unos contra otros. Repican los escudos. Pasos. Un suspiro. Y maldiciones. Oraciones.

Nadie sabe dónde están. Ni cuándo aparecerán. Sujetas el pilum y el coraje con el agua por las rodillas. Huele a intensidad. Quieren pelea. Siempre.

No lo ven. Vienen por la izquierda. Por la derecha. De frente. Cortan, avanzan, gritan.

Se oye la muerte.

El final es tan sencillo como agua roja. Silencio. El único que queda de pie es Roma. Chorrea sangre, respira y no respira. Quiere morirse pero sabe que no puede. Y que no debe. Mira a todos lados, sólo hay cuerpos.

Grita.

Es Cartago quién le oye primero. Luego Aníbal. Se acercan, uno por delante del otro. Roma les fulmina con ojos de fuego, violentos, desesperados y rabiosos.

—Ya basta. —Es lo único que dice el general púnico. Cartago nada.

—¡Me da igual lo que hagas, seguiré peleando!— La voz del romano estalla después y se yergue digno, aún en su derrota.

Cartago y Aníbal se miran de reojo. El general medio sonríe, como pensando que adónde va a ir una pobre nación vencida como esa. Hace una seña, se retira y deja a su ciudad púnica atrás. Cartago vacila. Roma le gruñe, al principio por lo bajo.

—No sé a qué esperas para irte.

Cartago frunce un poco la frente, quizá le rechinan los dientes.

—No es como si quisiera irme, romano cabeza de chorlito…

Se da la vuelta. Se va. Sigue al general. Dejando atrás el resto de lo que le queda.

Desearía quedarse, como en los tiempos de antes. Y aunque a cada paso que da, esa idea se hace más grande, aun así es capaz de avanzar.

Con los ojos de Roma clavados en la espalda. Intensos, anhelantes.

Suyos.