Capítulo 1: El primer lugar
Viktuuri
Bajar del podio con una medalla de plata era, en sí mismo, un grandísimo avance en la historia de su carrera. Claro, podía ser uno de los patinadores japoneses más notables, pero pocas veces había subido al podio.
Mientras caminaba al lado de su entrenador, sonreía internamente mientras observaba su medalla. Podía no ser de oro, pero él tenía bastantes ganas de besarla. Después de todo, tenía el mismo precioso color que el cabello de Viktor…
—Yuuri, vayamos de inmediato al hotel— pidió Viktor.
El ruso se tapaba la nariz con la manga de la chaqueta y fruncía el ceño de una manera que preocupó al japonés. Agudizó su olfato tanto cuanto pudo y finalmente logró percibir un ligerísimo olorcillo a feromonas omega.
Había un omega en celo cerca y Viktor podía olerlo… Cómo no iba a poder; Viktor era un alfa.
—¡Ngh!— soltó un ruido de preocupación y sujetó al ruso por la muñeca, jalando de su brazo para salir del lugar lo más rápido posible.
…
—Yuuri… Yuuri— llamaba Viktor, pero él no le soltó ni dejó de caminar aun cuando estaban ya en el interior de su habitación de hotel.
—¡Yuuri!— gritó el mayor, abrazando al japonés por la cintura para obligarle a detenerse—. Yuuri, está bien. Ya no puedo olerlo para nada. Tranquilízate— pidió, en un intento de sonar tranquilizador.
Tranquilizarse… ¿Cómo iba a hacerlo? Aquella era la segunda vez que algo similar ocurría. Estaba más que consciente del peligro que algo así representaba. Y es que Yuuri Katsuki era un beta. Solo un beta, que no tenía la capacidad de retener a Viktor de la manera en que un omega podría. Podían arrancarlo de su lado en cualquier momento.
—Viktor…— se giró dentro del abrazo para tenerlo de frente.
Sujetó su bellísimo rostro entre las manos y se acercó para demandar los besos destinados a su medalla.
No tenía ni la confianza ni el carisma para demandar que fuera suyo siempre, pero al menos podía hacérselo entender de otra manera. Al fin y al cabo, ambos eran expertos en usar sus cuerpos para contar historias.
Capítulo 1: Vínculo
Pliroy
Todos sabían que el entrenador Yakov creaba estrellas. ¿Cómo no? Se dedicaba a formar exclusivamente a los mejores patinadores. Su cuerpo entero de patinadores estaba formado por los mejores alfas de Rusia. Si su entrenador era Yakov, entonces el alumno triunfaría. El mejor ejemplo de ello era, quizá, Viktor. Aunque tras la increíble victoria del quinceañero en su año de debut, las apuestas hacia el nacimiento de una nueva leyenda comenzaron a aparecer.
Yuuri Plisetsky, al contrario de lo que todo el mundo pensaba, no era un alfa. Jamás lo había lamentado más que aquel día.
Mientras estaba en el podio, pudo sentir como su corazón comenzó a latir muy a prisa y como le entraba un curioso calorcillo. Lo reconoció de inmediato, incluso si jamás lo había sentido antes.
—Me estás jodiendo…— susurró para sí mismo a la vez que se apuraba para salir del lugar tan rápido como sus pies le permitieron.
Avanzaba sin permitir que nada ni nadie le detuviera. Debía llegar a su habitación y ponerse a salvo. No se podía descubrir su verdadera naturaleza. ¿Qué haría si Yakov se enterara de que había estado mintiendo desde el principio para ser entrenado por él? ¿Le desecharía?
—Mierda, mierda, mierda…— maldijo por lo bajo.
Estaba ya en el pasillo que le llevaba a su habitación de hotel, pero caminar se hacía difícil.
Su respiración era a jadeos pesados y superficiales, su corazón parecía querer escapar de su pecho y sus piernas temblaban bajo su peso. ¿Dónde quedaba el atleta que podía dar salto tras salto en la pista? A duras penas podía dar pequeños pasos sin desplomarse sobre el suelo.
—Aahh…— se le salió un gemido al sentir la fricción en su entrepierna al caminar.
Finalmente sus piernas se rindieron y el cayó de lado, chocando contra la habitación 502.
Para su horror, la puerta se abrió apenas un momento después, revelando en su interior a un canadiense bastante sorprendido.
Ojos verdes se encontraron con azules, y el mundo entero se fue a la mierda.
—Así que no era mentira, eso de los destinados…— había dicho JJ mientras se inclinaba ante él.
—¡Aléjate de mi!— fue la respuesta del rubio, que en un patético intento de huir se arrastró hacia un lado.
Sabía perfectamente bien que el patinador canadiense era un alfa. La prensa lo soltaba a diestra y siniestra y, en su caso, no estaban mintiendo.
Antes de poder intentar arrastrarse un tanto más, su cuerpo se elevó en el aire cuando el moreno le levantó por los brazos como si su peso fuera nulo.
—¡Suéltame!— le dijo, forcejeando para liberarse— … por favor, duele— añadió en un lloriqueo.
Lágrimas de ira corrían por sus mejillas, sus uñas se clavaban en sus palmas por la fuerza con que apretaba sus puños y sus dientes dolían de lo apretada que estaba su mandíbula. Maldito fuera el día en que había nacido como un omega…
—Mierda…— soltó el canadiense entre dientes fuertemente apretados.
Deseaba aquello tanto o menos todavía como el ruso. En su mente no podía hacer más que gritar una y otra vez el nombre de Isabella mientras intentaba que la razón le ganara al instinto.
¿¡Y qué si el ruso era su destinado!? Isabella era su prometida. Isabella era a quien amaba… Y el maldito aroma del rubio le ponía más duro de lo que jamás había estado.
—No está bien… no esta bien… no es lo que quiero… no…— se repitió en voz alta una y otra vez.
No es lo que quería. No estaba bien hacerlo con el rubio, que era tan pequeño. No era tampoco lo que quería el menor.
—Cierra la puerta con seguro y quédate ahí dentro— rugió mientras jalaba al rubio hacia el cuarto de baño y lo aventaba dentro.
Era el único sitio en que podría estar a salvo. Si lo dejaba salir, alguien más lo encontraría… el alfa en su interior rugía de solo pensar en entregar a su destinado a cualquier otro. Sí, ahí dentro estaría bien. Ahí podría protegerlo sin ser él quien acabara lastimándole.
El rubio hizo lo que le habían pedido. Cerró con seguro y se arrastró hacia el otro extremo de la habitación, haciéndose un ovillo junto a la bañera.
El miedo pasaba, pero su celo solo se hacía más intenso. Las feromonas de alfa que JJ liberaba se habían pegado a sus ropas por la cercanía y le enloquecían aún más. Aquel era su alfa. Suyo… hecho especialmente para él, para satisfacerle…
—Ahh… ngh— intentaba ahogar sus gemidos, pero tenía tanto éxito como lo tenía ignorando su celo. Era imposible.
Se retiró los pantalones con desesperación y comenzó a tocarse. Nunca lo había hecho antes, si bien le había surgido la curiosidad de manera reciente. Sus manos temblaban mientras intentaba tocarse, más toda caricia no hacía más que dejarle aún más insatisfecho.
Llama a JJ, seguro el sabe cómo hacerlo. No, no hay jodida manera en que lo quiera cerca. Lo quiero adentro. ¡A la mierda! Lo quiero. Lo quiero. Lo quiero.
—Lo necesito…— soltó, a la vez que se arrastraba hacia la puerta.
Afuera de la habitación un pequeño grupo de alfas se había aglomerado ya, atraídos por el fortísimo aroma del pequeño omega.
Tomaba todo el autocontrol de JJ el no abrir la puerta y rugirles que se largaran de ahí, que aquel era su omega. Se paseó frente a la puerta de manera protectora. Sus feromonas aumentaban con creces y anunciaban desvergonzadamente que aquel era su territorio.
No soy más que un animal… se dijo a sí mismo.
La puerta del baño se abrió entonces. El rubio se tambaleaba, sujetándose de la puerta. Sus esbeltas piernas brillaban por el sudor y la humedad que resbalaba desde su trasero. Y, quizá más importante, la intensa concentración de feromonas que se había acumulado en el estrecho baño, salió y llegó de golpe a la nariz del canadiense.
—JJ… por favor— fue todo lo que alcanzó a decir antes de verse en brazos del canadiense.
La ropa desaparecía sin que lo notara y, antes de que se diera cuenta, ambos estaban desnudos sobre la cama, frotando sus necesitados cuerpos.
El canadiense se lo comía a besos que le robaban el aliento y le nublaban aún más la mente. Su vista desenfocada solo podía percibir el rostro del moreno. Sus preciosos ojos azules.
—¡Aahhh!— no reconoció su voz como propia; su cuerpo entero le parecía ajeno y, sin embargo, cada una de las sensaciones le gritaba que era suyo.
Los movimientos del canadiense en su interior le hacían cantar con placer, a la vez que sus caderas se movían al ritmo marcado por el mayor.
Tenía la mente en blanco. Mientras sostenía debajo el pequeño cuerpo del rubio, no podía pensar en más que en éste. Su inmaculada piel pálida, los mechones rubios que se pegaban a su frente por el sudor y las largas pestañas doradas que lanzaban destellos por las lágrimas que derramaban sus ojos. Su pequeño cuerpo corría el riesgo de ser aplastado por el propio, y era aquel miedo el que le permitía tratarlo con un poco de delicadeza.
Rodeaba al menor en un abrazo, pegándolo completamente a sí, mientras éste rodeaba con sus piernas la cintura en un agarre férreo.
¿Cuánto tiempo estuvieron en aquello? Las voces de ambos se habían enronquecido. El menor no hacía ya más que dar pequeñas bocanadas ante cada embestida, envuelto en el inmenso placer que el canadiense le daba.
Mientras sentía su nudo expandirse en el interior del menor, el canadiense finalmente se inclinó para dejar su marca en ese blanco cuello. Mío.
Una solitaria lágrima resbaló por la mejilla del rubio al saberse del canadiense. No había vuelta atrás. Se habían vinculado.
Su mente se apagó y, en los brazos de su alfa, cayó dormido.
