Había llegado a lo más bajo de su juicio; no tenía planeado en lo absoluto comenzar a sentirse de esta forma, mucho menos con una pequeña niña como lo era Marinette; sin embargo, para el severo Gabriel Agreste era inevitable no pensar en aquellas cosas cuando se encontraba en la soledad de su habitación junto a sus reflexiones que, día a día comenzaban a volverse mucho más turbias.
Por mucho que le costase admitirlo al hombre de cabellos rubios, era que comenzaba a tener una especie de pensamientos un tanto…muy sugestivos hacia Dupain-Cheng. Y era claro, que en su principio no los disfrutaba en lo absoluto, podría decirse que muy por dentro le asqueaba la idea de sentir y pensar aquellas cosas sobre una menor de edad, pero el tiempo solo le jugaba la contra y hacia mucho más frecuentes aquellas ideas…esas fantasías sexuales tan oscuras, que podría terminar de por vida en una prisión de mala muerte si aquello salía a la luz. Eran cosas sórdidas, pero que le provocaban mucho morbo al pasar el tiempo y podría decirse, que comenzaba a disfrutarlas llegando a hacer cosas que, él, consideraba totalmente impuras cuando se encontraba a solas.
¿Qué pasaba exactamente por la mente de Gabriel? No era tan difícil de adivinarlo además de imaginarlo, lo único complicado era asimilarlo. Deseaba profundamente tener a Marinette frente a él y poder desnudarla libremente sin que ella se opusiera, dejando aquel cuerpo virginal a su merced, poder acariciar cada rincón de su piel a su gusto, poder marcarlo con sus dientes y lamerlo con gula y lujuria. Recostarla en su cama con un beso fogoso y seguidamente estar ambos desnudos en la oscuridad hasta que solo dos siluetas pudieran divisarse en la habitación. Introducirse dentro de ella de forma lenta y robando suspiros y gemidos con cada estocada que pudiera darle, mientras que sus manos inquietas acariciasen, con devoción, cada centímetro de su blanco cuerpo y poder observar frente a sus ojos las expresiones de su rostro y aquellas mejillas sonrosándose de forma notoria, digna de poder tomarle una foto y conservarla a escondidas para poder admirarla cuantas veces quisiera.
Deseaba tomarla una y otra vez, hasta poder llenar su interior de su semilla y escuchar como gemía su nombre a lo alto sin importar que pudieran descubrirles, allí estaba la adrenalina y el morbo que tanto ansiaba, pero tenía que acallar por el bien de él y de su carrera, una triste realidad para Gabriel, pero que no dudaría en hacer realidad algún día.
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Como si fuera obra del destino, recibió una visita agradable a su hogar, la mismísima Marinette que se apareció en la mansión solo en busca de su hijo Adrien quien, para tal vez su suerte, no se encontraba en la casa, era su oportunidad.
—Apreciaria el favor de que me acompañases a la habitación. —dijo en un tono y expresión seria en su rostro y en su mirada, aunque todo fuera lo contrario en sus adentros. Marinette dudosa en su momento, acabó por acceder en seguirlo hasta su habitación.
Es allí cuando todo estaba por comenzar, más cuando se quedaron a solas, en aquella habitación oscura.
