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I
Sobre la Honorable Familia Imperial
30 años atrás...
La fina pluma de oro dibujaba sobre el desgastado papiro esplendorosos trazos concordes al vaivén de la delicada mano que la sostenía. Los largos dedos de la joven se detenían ocasionalmente, remojaban aprisa la brillante punta del cálamo en el tintero y retomaban su ardua tarea de persistir transcribiendo los proverbios que su maestra le había hecho memorizar aquella mañana. En medio de las puertas corredizas, ensartadas en las más finas ranuras de madera tallada, una figura enana y delgada emergió desde la habitación contigua, con pasos cortos y ligeros, lanzando vistazos furtivos al silencioso entorno que acompañaba a la damisela en sus faenas.
—Lily oneesama, ¿me permitirías ser tu compañía?
La aludida reveló sus inmutables y deductivos ojos zafiro, dos mares ambiciosos de enigmáticos retos, y los hincó en la complexión infantil delante de ella. De pie, observándola con su tibia y suplicante mirada topacio, se hallaba el Príncipe Heredero Rinto. El principito lucía su vestimenta asignada para las prácticas de kyūdō, arte japonés de la arquería. Lily enarcó sus cejas e indagó detenidamente en la expresión ansiosa de su hermano menor, tratando de dar con la causa que arrastró al niño hasta aquel salón.
—Me rindo, Rinto—desesperó de repente, apartando su atención del infante y regresándola al papel con aún mucho espacio que rellenar. Preparó la pluma impaciente por continuar. Estaba muy ajetreada como para darse el lujo de detenerse a comprender al kōtaishi de Japón—. No tengo ni la más leve idea de qué cosa ha podido traerte hasta acá. ¿Podrías decirme qué es lo que deseas? Como puedes ver, oneesama está ocupada, por lo tanto no dispone de tiempo para jugar contigo.
—Oh, yo no vine a jugar… Yo solo quiero ver a mi querida Lily oneesama en sus quehaceres diarios—respondió amablemente el príncipe.
—¿Puede ser que Kōtaishi Rinto Shinnō esté huyendo otra vez de sus responsabilidades?—Bromeó gentil y educadamente la muchacha, adivinando certeramente las intenciones de su hermano. —Oh, querido otōto-san, eres tan predecible… Y ya te lo he dicho; sé más cuidadoso cuando utilices ese apodo conmigo dentro del Palacio.
—Yo no estoy huyendo, Lily oneesama. Simplemente decidí tomar un descanso momentáneo. Después de mis ejercicios con el arco en tierra, tendré que mejorar mis técnicas en el yabusame—sollozó apoyando su cabeza sobre sus rodillas—. Además, no hay nadie por aquí cerca porque todos están en los jardines buscándome, así que tengo la libertad de llamar a oneesama como más me gusta sin que alguien me riña por ello...—balbuceó sin revelar su rostro.
Lily compadeció a su hermano menor al notarlo tan triste. Ella sabía perfectamente que Rinto no disfrutaba en lo más mínimo montar a caballo, a raíz de un miedo súbito y disparatado que había desarrallado hacia los corceles, pero no podía ni debía hacer algo más que permanecer callada y quieta mientras veía como Rinto era regañado y obligado a realizar diferentes deportes con equinos de raza. Últimamente su madre tendía a exigirle mucho a Rinto, bajo una absurda y escandalosa idea de ser la culpable de una futura conducta inadecuada debida a las libertades que solían concederle. Esta paranoia infectó a la Kōgō nipona una mañana y se esparció como una detestable plaga entre los sirvientes más cercanos a Su Majestad.
—Rinto… ¿Tú quieres gobernar cuando seas mayor?—Preguntó suavemente la joven rubia a su hermanito pequeño sin despegar su concentración de los signos que impregnaban el papel acorde al meneo de su muñeca. Éste, con sus ojos palpitantes de incertidumbre y su tierna inocencia, contestó:
—¿Gobernar es en realidad tan divertido?—Su rostro se ensombreció con ligereza al recapacitar acerca de su poco conocimiento sobre ese deber. —Hahaoya está siempre tan enfrascado en su trabajo… ¿Yo también tendré que ser así de reservado y austero cuando crezca?
—No si no lo deseas así, pequeño Rinto—respondió Lily con una sonrisa gigantesca sobre su pálido rostro—. Yo puedo suceder la Corona en tu lugar y librarte de esa aburrida ocupación de Emperador si tú me lo permitieses, otōto.
—¿En serio?—La cara de Rinto se iluminó como las cálidas velas en las noches oscuras de invierno. Lily se hallaba tan o más complacida que él con el rumbo de la conversación—, entonces seré capaz de hacer lo que quiera, ¿verdad?
—¡Sí! ¿No te apetece la idea?
—Pero…—Rinto, quien había demostrado ser un niño listo y prudente para su corta edad, se detuvo a meditar sobre el asunto. Pestañeó un par de veces y continuó:—Hahaoya y chichioya han dicho que yo nací para gobernar. ¿No estaría desechando mi razón de vivir entonces? ¿Mi desobediencia no los enojaría?
—Rinto…—Lily se quedó sin palabras. Permaneció callada, examinando el taciturno y pensativo semblante de su hermano de 6 años, y se animó a romper el silencio, diciendo persuasivamente:—, ¿acaso sería sensato enojarse por verte feliz? Tú eres quien decide tu razón de vivir, no los demás Debes aprender a elegir tu propia satisfacción sobre las opiniones de terceros…
—Yuriko—la voz de su madre interrumpió la plática de los parientes, asustando a Lily notablemente. Ambos estiraron sus piernas y recibieron con una respetuosa inclinación a su madre. Detrás de ella se asomaron las agitadas niñeras de Rinto, angustiadas por la abrupta desaparición del príncipe—, tu padre quiere tener unas palabras contigo. Rinto, tú vienes conmigo. Sabes bien que es hora de tus prácticas con el arco y la flecha.
Sweet Ann, conocida ahora como Emperatriz Shizuko de Japón, retuvo en el umbral de la entrada su inigualable y elegante presencia mientras esperaba las reacciones de sus hijos a sus órdenes. Su porte era el de una dama de alta alcurnia, quien había sido educada con la más esmerada atención y en el entorno más estricto posible. Quien tuviese la oportunidad de verla de cerca perdía el aliento por la benevolencia y sinceridad en su carisma. Tenía una larga cabellera dorada, peinada con delicadeza bajo un fino tocado engallado con flores anaranjadas, y unos orbes azules oscuros, misteriosos, que compartían una enorme similitud con los ojos de sus hijos. Lucía un sencillo kimono color crema, adornado con estampados de cisnes blancos y plumas plateadas.
—Chichioya… ¿Tú te enfadarías conmigo si yo rechazara el trono cuando creciera?—Se le escapó a Rinto cuando se fundía en un cálido abrazo con su madre. Ella lo observó confundida e impresionada, esforzándose por entender el repentino comentario de su hijo. Levantó su mirada consternada y la posó peligrosamente sobre Lily. Ésta acomodó sus cabellos detrás de sus hombros, nerviosa ante la especulativa y suspicaz intuición de su madre, realizó una venia e intentó marcharse.
—Yuriko Naishinnō, ven a hablar conmigo una vez que hayas acabado con tu padre—sentenció su madre de manera firme, con sus párpados cerrados, dándole la espalda a su hija. Ésta contuvo la respiración, asintió y se escabulló fuera de la habitación.
—¿He dicho algo indebido?—Inquirió Rinto al ver a su hermana marchándose con atoro.
—No, querido. No has sido tú el del error—su madre acarició los tersos mechones rubios del niño. Se arrodilló frente a él y atrapó su rostro entre sus manos—. Rinto… pensé que tenías claro por qué has sido elegido como el heredero de esta nación. Entonces… ¿Con qué motivo me has hecho semejante pregunta, cariño? No hay nadie más apto que tú para recibir el poder de manos de tu padre.
—¿Qué hay sobre Lily oneesama, mamá? Ella nació antes que yo y aun así yo fui llamado el kōtaison antes de que el difunto … ¿Por qué? ¿Por qué ella no puede ser quien se convierta en Emperatriz?
—Lo entenderás cuando seas mayor, Rinto—contestó su mamá—. Por ahora, solo basta con que sepas que Yuriko ha nacido mujer y tú hombre, y es necesario darte prioridad a ti.
El pequeño Rinto manejó menguar y olvidar su pesada curiosidad acerca de la línea de sucesión, resignándose a obedecer y acatar las órdenes de sus padres a pesar de las inquietantes palabras de su hermana. En un futuro, Rinto entendería que su indiferencia ante la injusticia que fue aplicada inconscientemente sobre Yuriko Naishinnō desataría un aborrecimiento nocivo a las leyes que parecían inocuas para la reprimida princesa.
18 años después...
La tempestad batía con ímpetu las ventanas, estremecía las puertas y hundía al palacio en un pésimo humor. El abrasador temporal cubría el cielo nocturno sobre el Kōkyo, el Palacio Imperial Japonés, con monstruosos nubarrones, obstaculizando de esta manera el ameno claro de la Luna. Tanto por fuera como por dentro la Residencia Imperial estaba vuelta un desastre.
—¿Qué quiere hacer la pequeña Princesa Imperial?—Cuestionó con calma un hombre alto y fornido, de cuclillas frente a otra silueta más frágil, enseñando una rara sonrisa pusilánime. Tenía una mata castaña con mechones blancos muy bien aplacados sobre su cabeza. Sus ojos eran de un intenso dorado, inquisitivo y perspicaz.
Aquel individuo, de personalidad seria, sobria e imperturbable, conocido en sus años de locuras como Big Al, era el actual Emperador de Japón. Su nombre era Atsuhito, primogénito de Su Majestad Imperial Daihito y Su Majestad Imperial Aiko. Había quedado viudo tras la partida de la querida Emperatriz Shizuko hacía un año atrás. Él era el padre de Sus Altezas Imperiales Rinto y Yuriko, y abuelo de la Princesa Imperial Rinko, a quienes sus padres llamaban Rin.
Atsuhito se encontraba en un pasillo largo y callado, sumergido en una penumbra que parecía perenne y devoradora. La tenue luz de los velones de unos antiguos candelabros contorneaba vagas siluetas a lo largo del corredor. Era muy tarde ya cuando la consorte de su hijo Rinto, Lenka Kagamine, Princesa Naoko, había sufrido la ruptura del saco amniótico y había anunciado la llegada del segundo nacimiento de aquella descendencia. Mientras Lenka se hallaba en su labor de parto a altas horas de la noche, Rinto le había encargado a su padre cuidar de su hija mayor, Rinko. La niña no contaba con más de 6 años, pero comprendía perfectamente que no debía espantarse ni entrar en pánico mientras oía cómo los gemidos y gritos de su mamá sacudían su cuerpo y rompían sus tímpanos en medio de las tinieblas, para después ser alejados por una suave brisa que mitigaba sus desatados nervios.
—Gran abuelo—llamó Rin con su voz angelical hecha añicos por el temor. Era claro que había fallado en mantenerse relajada durante aquel caos—, ¿qué va a pasarle a mi chichioya? ¿Y a mis hermanitos? ¿Por qué chichioya grita tan horriblemente…?
—No pasa nada, naishinnō. Solo es un complicado dar a luz a un bebé o, en este caso, a dos—un alarido mucho más fuerte y tremebundo rasgó como una traicionera flecha la tensión en el aire e hirió a la niña en lo más profundo de su ser. Rin se tulló, aterrorizada. Su abuelo estrujó su mano y la guió deprisa lejos de ahí—. Ven conmigo, Rinko Naishinnō. Vayamos a mi despacho mientras tus padres atienden el nacimiento de tus hermanos. Quédense aquí por si llegase a presentarse alguna inconveniencia…—Le indicó a sus guardaespaldas, sin condescenderse y permitir alguna réplica.
—¿Podemos hacer eso? ¿No se molestarán?—Atsuhito dejó escapar una risa casi forzosa. Negó con lentitud mientras apaciguaba su turbada expresión y menguaba el apresurado paso que acuciaba a Rin a huir de los temibles berridos de su madre.
—No pueden enojarse, naishinnō—susurró— porque mi decisión ha sido tomada por tu propio bienestar.
Avanzaron por las majestuosas galerías del Palacio Imperial hasta alcanzar la oficina que el Emperador ocupaba para ejecutar sus deberes diarios. Su escritorio era ancho, elegante y espacioso; había sido labrado con madera importada de Occidente. Sobre éste había numerosos documentos, sellos, plumas, archivos y carpetas con distintos tópicos remarcados en el exterior. Rin escaló un sillón en la esquina más lejana del estudio y se hundió entre los mullidos cojines que lo adornaban. Su abuelo rió.
—Naishinnō…—le llamó tranquilamente. La niña descubrió sus tiernos orbes y se regresó a su abuelo.
—¿Sí?
—Unos sirvientes me informaron sobre esto hace unos días y quise comprobarlo en persona. En efecto, lo que cuchicheaban era verdad. Últimamente se te ha visto triste y decaída… ¿Puedo saber el motivo que acongoja a la Princesa Imperial?
—¿A mí?—Repitió la niña ensimismada. Remojó sus labios rosados y clavó su vista en el suelo. —Yo no he estado triste, Gran Abuelo—mintió desasosegada.
—Rin Naishinnō, las princesas no deben ser deshonestas. Ése es un crimen inaceptable entre los miembros de la Casa Imperial. Por favor, sé sincera conmigo, nieta mía. ¿Qué ha hecho desaparecer la dulce sonrisa de su rostro en estos días?
—Gran Abuelo, ¿es malo que yo haya nacido siendo niña?—Musitó preocupada. Lo había oído semanas atrás de unas señoras que habían visitado el Palacio durante el cumpleaños de su abuelo. Quizás hablaban bajito y apartadas de la vista de todos los presentes, pero ella les había escuchado perfectamente cuando tomaba algunos aperitivos a las espaldas de sus niñeras. No dejaban de repetir lo problemáticas que eran las princesas imperiales como Yuriko, que esperaba que Rin no terminase siendo como ella y que todo sería más sencillo si manipularan la concepción de los bebés para solo dar a luz a niños... o algo así.
Atsuhito desvió su impasible mirada hasta unos acuerdos que debía revisar. No reunió el valor para responder directamente, ahogándose en el recuerdo de su hija malagradecida e irrespetuosa, y de las repetidas críticas que los súbditos susurraban a su espalda, por lo que una atmósfera de inconformidad perpetuó el ambiente.
—¿Quién ha dicho que sea malo?—Alegó Atsuhito tras el engorroso mutismo que los rodeó a causa de la pregunta de la niña—, Rin Naishinnō es un capullo deslumbrante en este Palacio. Un delicado y tibio capullo, muy parecido a la fallecida Kōgō. Cuando tu belleza aflore, harás ver a los demás su equivocación por haberte juzgado sin derecho. No hay nada malo en nuestra Princesa Imperial.
—Gran Abuelo… Cuando si yo me casara, ¿tendría que renunciar a ser una naishinnō?—Su abuelo confirmó su infeliz suposición. La pequeña inclinó su cabeza y cubrió su rostro con un almohadón. El Emperador le miraba fijamente, desentendido sin culpa del motivo que reprimía la felicidad de la princesa.
Permanecieron un largo rato en un inquebrantable y prologando mutismo. La niña jugaba con los hilos de los encajes que decoraban las almohadillas del sillón mientras su abuelo ojeaba y releía unas viejas cartas sobre su escritorio. Rin estaba aburrida y quería irse a dormir, pero temía perderse algún suceso importante, como ser la primera en cargar a sus hermanitos, promesa que su madre le había hecho varios días antes. Según le habían explicado durante una ecografía, su mamá tendría mellizos, una niña y un niño respectivamente. Todo Japón estalló en gozo y alegría cuando se publicó que la Princesa Heredera daría a luz a un varón, a excepción de Rin, quien no justificaba que los medios prácticamente menospreciaran y olvidaran mencionar a la niña que venía en camino junto al varón. No obstante, cuando manifestaba sus protestas a los mayores, solo conseguía intensificar su disconformidad. Estos se limitaban a responderle monótonamente que su hermano menor sería el kōtaison, es decir, el Nieto Imperial, legítimo heredero del trono, y que por ello merecía ser bien acogido y reconocido a pesar de que eso implicara tratar a su melliza como una insignificante sombra. Rin tenía presente que a partir del nacimiento de su hermano el único lazo que la uniría a la Casa Imperial era su estado de soltería, porque si llegase a contraer matrimonio con un miembro fuera de la Familia Imperial, o sea un plebeyo, perdería el apellido del Japón y con él todos los favores que le eran otorgados al ser parte de la rama principal. Y, ¿saben qué? La simple idea congelaba a Rin. Abandonar la Casa Imperial le producía escalofriantes sensaciones de vulnerabilidad e indefensión.
—¡Tennō Heika!—El Gran Intendente, un hombre llamado Alpha Haiiro, se apresuró dentro de la oficina, alertando a la niña y al abuelo, junto a los guardaespaldas que el Emperador había dejado atrás. Atsuhito subió sus ojos centelleantes y observó las ensombrecidas facciones de sus trabajadores.
—¿Qué ha pasado?—Su empleado de más confianza, asistente y asesor real, se inclinó hasta su oído y susurró algo que entumeció al Emperador—, imposible… ¡¿Cómo sucedió eso?!
Rin no pudo entender las palabras que su abuelo articulaba. Tampoco las que Alpha respondía. Intentó leer sus labios, pero la escasez de luz y la cercanía que guardaban Alpha y su abuelo evitaron que sus esfuerzos fuesen fructíferos. Tanteó sus ojos celestes entre el Kōtaigō de Japón y Alpha, pero ninguno prestaba atención a las indagadoras miradas de la niña. Estaban inmersos en su conversación. Por otra parte, Rin comenzó a sentirse intimidada por el aura espeluznante y adusta que Alpha emitía. Desde el momento en que conoció a Alpha, supo que nunca podría tolerar su siniestra personalidad ni aguantar su humor negro. Mucho menos era capaz de soportar sus punzantes ojos grises que taladraban con severidad a las personas hasta descubrir quiénes eran en realidad. Alpha era el concepto vivo de frialdad, displicencia, desentendimiento e inflexibilidad. Si cometías un error bajo su mando, por más insignificante que fuera, la única opción factible que te restaba para continuar felizmente con tu vida era abandonar el país antes de que Alpha te encarara para reprimirte por tu equivocación. Alpha era el hombre más aterrador con el que Rin hubiese tratado jamás y era también el hombre en el que el Emperador se fiaba con mayor seguridad. Todos sabían que los principios de lealtad y servicio que Alpha defendía eran inalterables.
Así, olvidada y desapercibida, Rin se esfumó del estudio antes de que aquel descendiente japonés de Medusa se atreviese a petrificarla con su mortífera mirada. Ni su abuelo, ni Alpha, ni los otros servidores y guardaespaldas del Emperador notaron su ausencia, por lo que no contó con ningún centinela andando detrás de ella. Rin disponía su trayectoria de vuelta al pasillo que conducía a la habitación donde su mamá era auxiliada por el personal médico cuando unas pisadas irregulares se escucharon a lo lejos y captaron su atención. Se trataba de un grupo de varias personas que marchaban por un corredor paralelo al que ella atravesaba. Los pasos se detuvieron unos instantes y luego empezaron a sonar más lejanos.
—Deben ser los guardias en un recorrido nocturno...
La pequeña rubia había alcanzado la cima de unas escaleras de mármol al momento en que alguien la empujó de improviso.
—No te muevas, pequeña—advirtió una voz extraña y desafiante desde su espalda. Tenía un acento tan raro. Ella se heló. Algo resplandeciente y filoso incomodó a Rin la altura de su garganta. ¿Acaso era un cuchillo?—. Oh... Parece que a la pequeña Rin Himesama no le enseñaron a no andar por ahí sin la protección de sus magníficos guardianes. Qué lástima ¿no? Bien, Himesama, espero su total cooperación con su servidor...—Se burló con un cinismo atormentador. Rin sostuvo sus lágrimas y contuvo el aliento.—¿Dónde está tu abuelo?
—¿Q-Quién e-eres?—Musitó, víctima del terror, al transcurrir unos segundos eternos. Sus manos sujetaron con desespero el dobladillo de su suave suéter verde manzana.—¿Po-Por qu-qué haces es-to?—El intruso se carcajeó. Su risa era aguda e iba acompañada por una sombría jovialidad. Las piernas de Rin flaquearon.
—No ha contestado mi pregunta, Himesama. Ignorar a los demás es de muy mala educación... ¿O es que Himesama desea tener una fea cicatriz en el medio de su cuello como castigo por su falta? A mí parecer, Rin Himesama luciría fascinante de esa forma, pero dudo que los superiores opinen lo mismo. Suficiente cháchara. Dime dónde está tu abuelo, o te rajaré la garganta en dos.
—...No puedes hacer eso...—El hilo de voz era oscilante y casi inaudible—, es un crimen...
—¿Qué cosa?—Bramó con amargura. Estrechó la hoja de la navaja a la piel inmaculada de Rin y sonrió con ironía.— ¿Meterse con los integrantes de Kōshitsu? Oh, perdóneme, Rin Himesama. Le prometo que no volverá a ver una fechoría como ésta. No volverá a ver nada si no colabora, claro está.
—N-No... Es un crimen... lastimar a los demás... es li-libertinaje...—Consiguió articular, entrecortándose por la opresión de la cuchilla contra su frágil cuello. Unas inocentes gotas mojaron la hoja del arma de hierro perverso. Rin ya no podía contener sus lágrimas aterrorizadas.
—No tengo tiempo para esto. Pero sería bueno que supieses la verdad, dado que obviamente te están encarcelando en un mundo perfecto, ficticio e ilógico—El sujeto haló los cabellos de Rin, doblando brutalmente su cabeza hacia atrás, mientras acercaba su boca al oído derecho de la niña. Ella gimoteó y apretó sus párpados, deseando que alguien apareciese y la salvase—. Tú dices que es de villanos lastimar a los demás... Déjame informarte, pequeña ingenua, que no hay personas más corruptas y descorazonadas en todo Japón que los miembros de la Casa Imperial. ¿Por qué no te quejas con ellos sobre tus pensamientos de no hacerle daño al prójimo?—Rin soltó unos hipidos y frunció sus labios para no dejar salir sus sollozos—; ustedes no hacen más que abusar y pisotear a los plebeyos para obtener lo que quieren. Son unos falsos con máscaras principescas...
El efímero sonido de un gatillo siendo halado cortó las palabras del extraño amenazador. El cuerpo del sujeto se sobrevino encima de Rin, quien plañó cuando sintió el peso de aquella monstruosidad derrumbándose sobre ella. Una vez derribados en el suelo, la rubia luchó para liberarse y arrastrarse lo más lejos posible del individuo que la aplastaba. Su ropa estaba manchada con la sangre sucia de aquel criminal, quien batallaba por respirar adecuadamente tras el repentino disparo. La bala le había dado en el abdomen.
—¡Rinko Naishinnō!—Noto Korotomurasaki, uno de los guardaespaldas de Rinto y autoproclamado niñero de Rin, guardó el arma que portaba y con la que había erradicado los libres movimientos del secuestrador, y corrió hasta la niña para actuar como escudo en caso de que aquel intruso se pusiese de pie y buscase revancha. Sus ojos amatistas refulgían en conmoción y temor por el bienestar de la menor. Rin se aferró a su cuello y lloró desconsoladamente. Noto palpó el tibio líquido rojo que humedecía el vestido de la princesa y jadeó.
—Noto, oí un dispar- ¡oh Dios!—Ren Sekiiro, un trabajador de la Agencia de la Familia Imperial, se congeló en la cabeza del pasillo. Observó el cuerpo moribundo tirado en el suelo y el charco de sangre a su alrededor. Agitó su cabellera pelirroja y dirigió su atención a la niña que chillaba aterrorizada en los brazos de Korotomurasaki. Lo primero que admiró en ella fueron sus vestimentas manchadas. Los cabos fueron atándose en su mente. Pronto consiguió asimilar la situación—. ¡Rin Naishinnō! ¿Se encuentra bien? ¿Está herida? ¿Qué ha sucedido?
—Rápido Ren, llama a una ambulancia. Tenemos que atender a ese sujeto—el aludido acató la orden, aún ligeramente desubicado, y rebuscó su celular. Marcó el número de emergencias y pidió una ambulancia, la segunda de esa noche—. Avísale a Haiiro-san lo que ha ocurrido... Y llévate a Rinko Naishinnō—la niña se apegó aún más a Noto. Éste tragó, compadecido. Debió ser un horrible shock ser amenazada como un rehén en su propio hogar, proclamado como una de las fortalezas más inaccesibles y custodiadas de toda Asia.
—Está bien. Yo me encargaré de este intruso. Tú lleva a Rin Naishinnō-sama con Leti y Tia—sugirió, refiriéndose a las institutrices de la Princesa que hasta hacía media hora se hallaban coadyuvando en el parto de Lenka.
Noto agradeció su consideración y desapareció con Rin colgando de su cuello. Ren Sekiiro pateó con repudio el arma metálica que el extraño había utilizado para refrenar y doblegar a la inocente princesa. Se aproximó al herido tendido en el piso, ensangrentado, y se quedó analizando su figura y contextura. Demasiado pequeña y esbelta para ser la de un hombre. Descubrió el rostro tapado del delincuente y halló la cara delicada de una mujer. Sus ojos eran morados, al igual que su cabello recogido. Ren jadeó. La mujer, con tan solo verlo, había perdido la conciencia.
—¡¿Qué rayos está sucediendo aquí?!
—Rin Naishinnō, venga conmigo, la llevaré a su recámara. Ya es hora de ir a la cama...—la gentil voz de Tia espantó los pesares de la niña. Rin hundió su rostro en la reconfortante y tersa melena blanca de la muchacha, embriagándose del dulce aroma a moras que Tia siempre dejaba detrás de sí. La tierna mirada celeste de la niñera exteriorizó toda la preocupación que había estado disimulando una vez que la Princesa se desmayó en sus brazos.
—¿Qué fue lo que pasó, Noto-san?—Inquirió entristecida Leti. Sus ojos violetas habían perdido su brillo de alegría aquella noche tan oscura para la Familia Imperial—, Kaname-san ha dicho que son varios los que se han escabullido en el Palacio... ¿Qué haremos?
—Por ahora es imprescindible que ustedes cuiden a Rinko Naishinnō con su vida. Iré a ver cómo van las cosas con el intruso que capturamos amordazando a la Princesa. Las mantendré al tanto de lo que...
—¡Noto!—La voz de Kaname Sumireiro retumbó en el corredor como el aullido de un trueno. Su cabello blanco estaba desgreñado y tenía varios rasguños en el rostro. Kaname era la cabeza del servicio especial del Emperador. Un estratega innato, impávido experto en técnicas de defensa personal; otro de los personajes más admirados dentro del Palacio.
Leti contuvo el aliento. Sus ojos profundizaron en el hombro enrojecido de la camisa de Kaname y luego perforaron el inédito semblante de turbación del intrépido maestro. Los brazos de Noto le previnieron una caída lamentable. Kaname tosió un par de veces y haló a Noto por el cuello de su traje.
—No pierdas tiempo. Tenemos un traidor entre nosotros—Kaname jadeó e intentó recomponerse—. Ese novato destacado, el tal Andy, nos ha atacado mientras perseguíamos al grupo que se inmiscuyó en el Palacio. Les ayudó a huir por las escalinatas que conducen al Jardín del Este... Son seis en total—detrás de Noto apareció un escuadrón entero de guardias. Kaname gruñó—. Persígueles. Estoy seguro de que utilizarán a Sekiiro como rehén, si escapan con él, lo asesinarán una vez que ya no les haga falta. ¿Has entendido?
Kurotomurasaki obedeció sin titubear. Se unió a los otros y marchó con ellos rápidamente a la zona indicada. Kaname se hubo recostado en una silla mientras Leti aplicaba en él sus conocimientos en primeros auxilios. Tia había desaparecido ya con Rin en sus brazos.
—Kaname-san, ¿cómo es que ha sucedido todo esto?—Inquirió Leti presionando la herida. Kaname había corrido con suerte. La bala había entrado y salido fugazmente a través del hombro, sin amenazar de forma terminante su vida.
—Hemos sido descuidados. Gracias al inesperado parto de Naoko-sama y su traslado de emergencia, todos bajamos la guardia y nos enfocamos en su bienestar. Dado que Andy es un cómplice de esos sujetos, han aprovechado este desbarajuste para infiltrarse en las oficinas de la Agencia de la Familia Imperial y en el despacho del Emperador. Planearon cuidadosamente sus movimientos... Demasiado, diría yo. Solo los miembros de la Familia Imperial y sus sirvientes conocen tan bien el interior de este castillo.
—¿Qué? ¿Un miembro de la Familia Imperial?—Se escandalizó Leti—, ¡no es posible!
A los dos días del incidente se publicó en la primera plana de cada periódico un sumario de los sucesos ocurridos dentro y fuera del Kōkyo durante aquella desgraciada velada con sus nefastos resultados. Todos los ciudadanos estaban al tanto de que Lenka presentaba complicaciones para concebir y había experimentado abortos naturales en tres ocasiones; una antes de la concepción de Rinko y dos después su nacimiento. La preñez de mellizos fue vista como una bendición que trascendía lo milagroso, pero la noticia revelada y discutida por la prensa después del parto tildó su embarazo como uno de los sucesos más trágicos en los últimos años. Los artículos, en síntesis, iban casi todos de esta forma:
El pasado miércoles 14 de noviembre, la esposa del Príncipe Heredero Rinto, la Princesa Naoko, rompió fuente alrededor de las 11:46 pm. El obstetra que había atendido el parto de la fallecida Emperatriz Shizuko fue llamado inmediatamente para que trabajase en la labor dentro del Palacio. Se suponía que sería tratado como un nacimiento natural, pero se detectó un enrollamiento crítico del cordón umbilical en la placenta de la niña y un prolapso del cordón en la del varón, quien venía después. Se recurrió pues a una operación cesárea, sometida a parámetros muy limitados, para luego proceder al traslado inmediato de la consorte del Príncipe al hospital. El bebé varón, llamado Nero, sufrió una asfixia perinatal y se le fue diagnosticado encefalopatía hipóxica isquémica estadio 2. Neru, por otro lado, fue tratada a tiempo y su complicación quedó resuelta, sin generar estragos mayores. En este momento los bebés prematuros se encuentran internados y monitorizados junto a Naoko, quien quedó delicada tras el parto, mientras se aguarda su recuperación.
Asimismo, otro suceso inesperado y preocupante fue la intromisión de un grupo de seis personas en el Palacio Imperial alrededor de las 1:40 de la mañana del jueves 15. Según han informado Kaname Sumireiro, líder del servicio de seguridad del Emperador, y Alpha Haiiro, Gran Intendente de la Agencia de la Familia Imperial, los intrusos se escabulleron con la ayuda de un cómplice encubierto, Andrew Maxwell, conocido entre sus colegas como Spicy Andy, quien hirió con un arma de fuego a Kaname y retuvo como rehén a otro miembro de la Agencia, llamado Ren Sekiiro. La persecución se llevó acabo en los jardines del este del Palacio alrededor de las 3 am. Tras la apertura de un combate armado, dos de los intrusos escaparon con vida y tres fueron heridos gravemente, muriendo en las ambulancias camino al hospital. Ren Sekiiro fue asesinado a manos de Spicy Andy, quien terminó suicidándose después de matar a su ex compañero. Se desconoce la información hurtada por los criminales que huyeron ilesos del incidente.
—Ren Sekiiro...—Rin deslizó sus dedos sobre la brillante superficie azabache del gélido ataúd donde yacía inerte el cadáver del pelirrojo. Una punzada lastimó su estómago y tuvo muchas ganas de vomitar. Se alejó del renombrado héroe y caminó entre las personas reunidas.
Su vestido negro asesinaba su ánimo. Los recuerdos de la madrugada del jueves se mantenían frescos en su cabeza. Cuando sus ojos capturaban el resplandor de los collares, relojes, anillos y demás accesorios de metal que la gente vestía con sus trajes de duelo, la mordaz cuchilla plateada volvía aparecer en la boca de su garganta y cortaba peligrosamente su piel. Rin sentía escalofríos bajando por su espina cuando atisbaba joyas en los invitados al funeral, más cuando tenían incrustaciones de rubíes o escarlatas. Rojo. Su invocación revivía la sensación de sangre caliente bañándola otra vez. Tan temibles memorias acumulaban en sus ojos una capa de lágrimas. Pero, si se autorizaba llorar, las personas le verían con una lástima inútil en lugar de intentar ahuyentar aquella pesadilla que la perseguía estando despierta. Se mantendrían quietos, compadeciéndola en silencio y desde lejos, mientras ella sufría por el fantasma que le pisaba los talones, sin ningún valeroso que se animara a protegerla.
Se acercó lentamente a su padre, seguida en todo momento por el considerado y confiable Noto. Quizás se equivocaba cuando se creía totalmente desamparada, pero quien le culpara estaría en la obligación de cortarse su lengua por pecador. A pesar de que Noto había sido su consuelo los últimos dos días, a pesar de que él había estado ahí para ella cuando nadie más parecía ser capaz de reunir el valor de arrodillarse a su altura y asegurarle que todo pasaría en menos de lo que creía, su preocupación y cuidado no le bastaban a Rin. No era suficiente. Él no era el refugio y la seguridad que ella buscaba para ahitarse.
—¿En realidad pudo haber sido ella?—Los hombros de Rinto se tornaron rígidos cuando sintió la delicada mano de Rin sobre su brazo. Se giró y detalló el rostro consumido de su guardaespaldas. Era probable que Noto no hubiese dormido nada después del homicidio de su amigo Ren. Posiblemente sufriría de insomnio de ahora en adelante hasta que consiguiese superar su muerte. Su interés viajó hasta la niña rubia, quien escudriñaba con sus mansos ojos celestes las expresiones de su padre.— Hija... ¿Por qué no permaneces con Leti-san y Tia-san?
—¿Ah?—Rin buscó a sus institutrices en el sitio del entierro. Estaban acomodadas en unas sillas muy lejanas de la Familia Imperial, envueltas en ropajes fúnebres. Noto entendió la indirecta del Príncipe, tomó con gentileza a la Princesa por su mano y la guió lejos de la conversación. Rin se entristeció. Ser rechazada de esa manera tan agria por su sublime y amable padre la atormentaba más que los espejismos de la viva cuchilla en su cuello. En los pasados días él se había mostrado tan tenso y distante que empezaba a preocuparle.
La tarde del viernes comenzó a desfallecer con la partida del sol. Noto le arrastraba cuidadosamente. Rin miró las matices del atardecer y suspiró. En aquellos momentos su corazón extrañaba tanto a su madre y sus sonrisas reconfortantes, pero era imposible para ella verla. Una restringida lista de visitantes limitaba el acceso a la habitación de Naoko en el hospital y Rinto había excluido, Rin no sabía si a propósito o por descuido, a su hija de dicha lista. Por ende, la niña no había tenido la oportunidad de compartir con su madre desde la noche del parto y comenzaba a verse terriblemente afectada por ello.
Los colores rojizos pintaron el cielo y Rin se vio obligada a apartar la mirada. Otra vez. Otra vez imágenes plateadas y rojas brotaban en su memoria y se mezclaban en un torbellino de pánico y terror. La horrible voz de aquella persona resonaba en su mente.
"... te están encarcelando en un mundo perfecto, ficticio e ilógico..."
Rin regresó su cabeza y le dirigió una última mirada a su papá y a su abuelo.
"... no hay personas más corruptas, frívolas y descorazonadas en todo Japón que los miembros de la Casa Imperial..."
Sacudió su cabeza.
—¿Después del entierro pretendes regresar al hospital?
—Mi esposa me necesita ahí, padre.
—Tu hija también te necesita, Rinto. ¿Acaso te has detenido a verla? La vida de Rinko fue amenazada de rehén en su propia casa—Rinto alejó sus ojos topacio y los hincó en la pequeña niña ahora sentada sobre el regazo de Leti. Tenía la mirada gacha y una expresión vacía.
—Yo...
—Pasarás la tarde de hoy con ella—anunció su padre—. Es una orden, no una sugerencia. Deja de preocuparte por la Princesa Naoko. El médico ha dicho que necesita reposo. Mientras ella descansa, tú te ocuparás de la persona que en realidad requiere de tu atención inmediata por su propio bien.
—¡Pero...!
—Noto se encargará de informarte sobre el estado de Naoko y el progreso de Neru y Nero.
Rinto calló y volvió a mirar a la princesa. Tan quieta y muda... Le consideraba fabulosa por sobrellevar lo que le mataba cuando veía a todos tan sobrecogidos, tal cual como su madre lo haría. Aceptó el plan de su progenitor. Nada malo podría acontecer mientras tomaba cuidado de su hija...
Continuará...
