Hola a todos de nuevo aqui les traigo otra Historia adaptada de uno de los libros de mi escritora favorita Nora Roberts.. Espero les guste.. Algunos de los personajes son de Stephanie Meyer los demas son de la escritora original de la historia.

Capitulo 1

El aire azotaba sus mejillas y se colaba entre su pelo; olía a primavera y a nuevos brotes. Rosalie alzó el rostro, tanto para plantarle cara al viento como para disfrutar de él. Bajo ella, su yegua, reluciente y elegante, se esforzaba por alcanzar mayor velocidad; mientras el sol brillara en lo alto ambas cabalgarían como dos seres libres.

Los cascos aplastaban la hierba, corta y dura, y las flores silvestres dispersas, a las que no prestó mayor atención. Se incorporó al sendero de tierra marrón bordeado de salvia, con su característico color plateado.

No había árboles en aquel llano vasto y abierto ni ella buscaba sombra. Galopó por un trigal que resplandecía bajo el sol, mecido apenas por una esquiva brisa. Más allá se extendían los campos de heno, acres y más acres de heno listo para la primera cosecha. Escuchó y reconoció la llamada de una alondra. Contra lo que pudiera parecer, no era granjera. Si alguien se hubiera referido a ella con ese término, se habría reído o enojado, dependiendo de su humor.

Sembraban cereal porque lo necesitaban, al igual que se sembraban y cultivaban los bancales de verduras. El hecho de producir los alimentos que consumían la hacía independiente y, a su juicio, nada era más importante. Los años buenos sobraba grano suficiente para proporcionar algunos ingresos suplementarios y con esos dólares extra se podían comprar más cabezas de ganado. Lo importante era el ganado.

Era ranchera, como antes lo habían sido su abuelo y el padre de su abuelo.

Los campos se extendían hasta donde podía abarcar con la vista. Sus tierras. Eran campos ricos y ondulados, acres y acres de cereal que brotaba rápidamente, y tras ellos venían los llanos y las praderas donde pastaban el ganado y los caballos. Ese día, sin embargo, no tenía que revisar el estado de las cercas, ni contar cabezas ni sumergirse en los libros de cuentas sobre el escritorio de piel y madera de roble de su abuelo. Ese día quería libertad y se la había tomado.

No se había criado en los vastos y agrestes llanos de Montana, no había nacido sobre una silla de montar. Era de Chicago: su padre había preferido la medicina al rancho y el Este al Oeste. No lo culpaba por ello, como había hecho su abuelo. Era cuestión de gustos; cada uno tenía derecho a elegir la vida que quería llevar. Por eso ella había vuelto allí, al lugar donde estaban sus raíces, cinco años atrás, tras cumplir veinte.

Detuvo la yegua en lo alto de la colina. Desde aquel punto se divisaban, más allá de los campos cultivados, los pastizales, delimitados por cercas de alambre que apenas se distinguían desde esa distancia, lo cual creaba la ilusión de un espacio abierto e ilimitado por el cual el ganado podía vagar a sus anchas. En otra época seguramente había sido así, reflexionó al tiempo que se retiraba el pelo hacia atrás por encima del hombro. Si entrecerraba los ojos, casi podía verlo, abierto y libre, tal y como debía de ser cuando sus antepasados se habían establecido allí. Habían llegado atraídos por la fiebre del oro, pero la tierra los había atrapado. Igual que a ella.

Oro, pensó moviendo la cabeza. ¿Quién necesitaba oro cuando aquel espacio representaba una riqueza incalculable? Prefería aquella extensión de tierra, con sus valles y sus montañas. Si su gente hubiera continuado hacia el oeste, hacia las montañas, sus tatarabuelos se habrían dejado la piel en los ríos y en las minas. E incluso si hubieran logrado establecerse allí, encontrar pepitas y extraer oro en polvo, nunca jamás habrían descubierto nada que tuviera más valor que el rancho. Ella había comprendido lo valiosa y lo atractiva que era la tierra desde el primer momento.

Tenía entonces diez años y, en respuesta a la invitación, mejor dicho, a la orden de su abuelo, se corrigió con una sonrisa, su hermano Marc y ella acudieron a Utopía. Marc ya había estado allí antes claro. Tenía dieciséis años, poseía las mismas cualidades que su padre y tampoco a él le interesaba convertirse en ganadero.

Su primera visión del rancho no la había sorprendido, a pesar de no coincidir con lo que la mayoría de los niños esperarían; la realidad no tenía nada que ver con la imagen de las películas del Oeste. Era inmenso y, en cierto sentido, ordenado. Potreros, establos, cuadras... y el robusto encanto de la casa principal. Incluso a los diez años, con una sola mirada ella había comprendido que no estaba hecha para las calles y las aceras de Chicago. A los diez años había experimentado lo que era amor a primera vista.

Con su abuelo, el amor no había surgido a primera vista. Era ya un hombre mayor, severo, curtido y obstinado. El rancho y el ganado lo habían sido todo en su vida. No tenía ni la menor idea de qué hacer con esa niña larguirucha, la hija de su hijo. Habían rondado el uno alrededor del otro durante días hasta que él había cometido el error de dejar escapar una observación cáustica sobre su padre. De genio vivo, ella había saltado inmediatamente en defensa de éste y habían acabado a gritos, ella completamente congestionada pero sin dejar escapar una lágrima, incluso después de que su abuelo la amenazara con el cinturón de cuero.

Al finalizar aquella visita, se habían separado con una mezcla de mutuo respeto y desagrado. Luego, por su cumpleaños, él le envió un Stetson de piel de búfalo hecho a medida, y así había empezado todo...

Es posible que hubieran llegado a quererse tanto precisamente porque se habían tomado su tiempo para desarrollar aquel afecto. En su adolescencia, durante las esporádicas semanas que pasaba con su abuelo, éste le había transmitido sus conocimientos, aunque apenas parecía asumir el papel de profesor. Le había enseñado a predecir el tiempo a partir del olor del aire y el aspecto del cielo; a ayudar en el parto de un becerro que venía de cuartos traseros; a revisar las cercas y a guiar hasta la manada a un novillo extraviado. Lo llamaba Clay porque eran amigos; la primera y única vez que había intentado mascar tabaco, en lugar de sermonearla, le había sujetado la cabeza para ayudarla a aliviar la náusea.

Cuando la vista de su abuelo se debilitó, ella se hizo cargo de los libros de contabilidad. Nunca hablaron de ello, al igual que tampoco charlaron jamás sobre si su traslado al rancho el verano de su vigésimo cumpleaños sería definitivo. Cuando la enfermedad se agravó, ella fue asumiendo gradualmente responsabilidades, aunque sin intercambiar con su abuelo ni una palabra al respecto para oficializar la nueva situación.

Tras su muerte, el rancho pasó a ella. No necesitaba oír los términos del testamento para saberlo. Clay sabía que se quedaría, que había dejado atrás el Este. Si algunos recuerdos de su vida anterior todavía coleaban en su interior, los enterraría... Sin duda más fácilmente de lo que había enterrado a su abuelo.

Se estaba autocompadeciendo y darse cuenta de eso la impacientó. Clay había vivido muchos años y muy a fondo, haciendo lo que quería y siempre a su manera. La enfermedad había ido consumiéndolo y le habría reportado dolor y humillación de haber continuado. Si pudiera verla en ese momento, afligiéndose por su pérdida, no lo soportaría; denostaría su actitud.

« ¡Dios Todopoderoso, muchacha! ¿Qué haces aquí perdiendo el tiempo?, ¿es que no sabes que hay un rancho que dirigir? Reúne algunos hombres para que vayan a revisar la cerca del cuarenta oeste antes de que tengamos a las vacas vagando por todo Montana.»

Sí, pensó con una media sonrisa. Diría algo así, y se habría metido un poco con ella antes de marcharse gruñendo. Ella, claro está, también se habría metido con él.

-Eh, viejo oso sarnoso -murmuró-, voy a convertir Utopía en el mejor rancho de Montana sólo para fastidiarte -se rió y levantó la cara hacia el cielo-. ¡Ya lo verás!

Al darse cuenta de su cambio de humor, la yegua comenzó a moverse con impaciencia y a sacudir la cabeza.

-De acuerdo, Delilah -se inclinó para darle unas palmaditas en el cuello-, tenemos toda la tarde –con un movimiento diestro, hizo dar media vuelta al animal y éste avanzó con paso ligero.

No disponía de muchas horas libres, así que le resultaban preciosas. Haría lo que fuera con tal de disponer de momentos así y eso le hacía apreciarlos más. Si al día siguiente tuviera que trabajar dieciocho horas para recuperar ese rato, lo haría sin quejarse. Incluso echaría un vistazo a los libros de cuentas, pensó con un suspiro, aunque estaba ese novillo enfermo al que había que vigilar... y el maldito Jeep se había vuelto a averiar por tercera vez ese mes. Y estaba la cerca que marcaba los límites del rancho, la que marcaba el límite con los McCarty, pensó con una mueca.

La enemistad entre los Hale y los McCarty se remontaba a principios del siglo XX, cuando Noah Hale, su bisabuelo, llegó al sureste de Montana. Su intención era continuar hacia las montañas en busca de oro, pero se había establecido en aquel lugar. Los McCarty ya estaban allí, en su rancho, rico e inmenso. Para ellos, los Hale eran unos campesinos, intrusos condenados al fracaso o a ser expulsados. Rosalie rechinó los dientes al recordar las historias que le había contado su abuelo: cercas cortadas, robo de ganado, cosechas arruinadas.

A pesar de todo, los Hale se habían quedado, habían sobrevivido y habían triunfado. Cierto, no poseían tantas tierras como los McCarty ni tanto dinero, pero sabían sacar el mejor provecho de lo que tenían. Si su abuelo hubiera topado con petróleo, como les había pasado a los McCarty, pensó con una sonrisa de medio lado, también ellos habrían podido permitirse dedicar el rancho únicamente a ganado de pura raza. Había sido cuestión de suerte, no de habilidad.

Se dijo que tampoco le importaba lo del ganado de pura raza. Que se quedaran con sus medallas en los concursos y vanagloriándose de mejorar la raza. Ella continuaría criando sus Hereford y las vendería al mejor precio en el mercado. La carne de los Hale era de primera calidad y todo el mundo lo sabía.

¿Cuándo había sido la última vez que los McCarty habían revisado a caballo la cerca de su rancho, sudando bajo el sol mientras se detenían para hacer una pausa?, ¿cuándo la última vez que uno de ellos había tragado polvo conduciendo la manada? Sabía de buena fuente que Paul J. McCarty, que era de la misma generación que su abuelo, no se había molestado en revisar el cercado del rancho ni en conducir el ganado desde hacía más de un año.

Dejó escapar una carcajada burlona. Esos sólo entendían de números, los de sus libros de cuentas, y de politiqueo. Cuando ella hubiera hecho todo lo que se proponía, comparado con Utopía, el Double M parecería uno de esos ranchos para turistas.

La idea la puso de mejor humor y la arruga que se marcaba entre sus cejas desapareció. Ese día no pensaría en los McCarty, ni en que al día siguiente tendría que deslomarse trabajando desde antes del amanecer, pensaría únicamente en lo maravillosas que eran aquellas horas robadas, en el fragante olor de la primavera y el azul intenso del cielo, interminable.

Conocía bien aquel camino, discurría por el extremo más occidental del rancho. Aquella zona era demasiado agreste para el arado y no lo bastante fértil como para servir de pasto al ganado, de modo que la habían dejado de lado. Allí era donde iba siempre que buscaba algo de soledad. Nadie más acudía a aquel lugar; ni de su propio rancho ni del de los McCarty, cuyas tierras se extendían en paralelo a las suyas. Incluso la cerca que en una época había marcado el límite se había caído años atrás y nadie se había preocupado de repararla. A nadie le importaba aquel pedacito de tierra inútil salvo a ella, y eso hacía que le importara aún más.

Había algunos árboles; el álamo de Virginia y el álamo temblón estaban empezando a verdear. Por encima del ruido de los cascos de la yegua, distinguió el canto de una curruca. Probablemente habría también coyotes y, sin duda alguna, serpientes de cascabel. Estaba tan encantada que no se había acordado de eso. Llevaba un rifle, engrasado y cargado, sujeto a la parte trasera de su silla.

La yegua olió el agua de la charca y ella le dejó mover la cabeza. La idea de deshacerse de la ropa empapada de sudor y darse un chapuzón le atraía muchísimo. Nadar cinco minutos en aquellas aguas heladas y transparentes resultaría tonificante, y Delilah podría descansar y beber antes de emprender el largo camino de regreso. Se quedó contemplando la superficie reluciente del agua y aflojó las riendas; se relajó. Su abuelo la habría regañado por su falta de atención, pero ella ya estaba pensando en el inmenso privilegio de adentrarse desnuda en aquellas aguas frescas y secarse después al sol.

Pero la yegua olió algo más. Bruscamente se encabritó y corcoveó de tal modo que lo primero en lo que pensó ella fue en una serpiente de cascabel. Mientras trataba de controlar a Delilah con una mano, alargó la otra para agarrar el rifle, pero antes de darse cuenta, ya estaba volando por los aires. Apenas le dio tiempo a murmurar una blasfemia antes de aterrizar con el trasero en la charca. Para entonces ya había visto que aquella serpiente de cascabel tenía piernas.

Consiguió ponerse en pie farfullando, furiosa, y se retiró el pelo de los ojos para mirar airadamente a aquel hombre sentado a horcajadas sobre su caballo. Delilah no dejaba de moverse, nerviosa, mientras él mantenía quieto al resplandeciente semental.

No hacía falta que desmontara para apreciar que era alto. Por debajo del Stetson negro asomaban varios mechones de cabello negro y ondulado, los cuales oscurecían un rostro curtido de mandíbula prominente. Tenía la nariz recta, elegante, y una boca bien dibujada de expresión solemne. Ella no se entretuvo en admirar el modo en que montaba el semental, relajadamente, con un dominio que rezumaba confianza en sí mismo y poderío. Lo que sí vio fue que sus ojos eran casi tan oscuros como su pelo, y que sonreían. Ella entrecerró los suyos.

-¿Se puede saber qué está haciendo en mis tierras?


a ver.. ke tal les ah parecido el primer cap... ke pasara ahora? con kien se abra topado Rose?

se los dejo de tarea

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Bye- kisses