"Viejos amigos".
Summary: Al cabo de diez años, Ciel Phantomhive regresa a su pueblo natal. Allí le esperan grandes acontecimientos: el divorcio de sus padres, la muerte de un viejo amigo, y el reencuentro con Sebastian Michaelis –su gran amor de la adolescencia–, que ahora, para colmo, se ha transformado en una estrella de rock internacional.
Prólogo.
Ciel P.O.V.
Tenía nueve años cuando le vi por primera vez. Recuerdo que en aquel entonces todo el mundo en la escuela soñaba con este chico. Era demasiado encantador, y junto a él las cosas parecían ir de maravilla. No ha cambiado mucho desde la secundaria, simplemente se ha vuelto tan popular que ahora no le basta un pequeño pueblito al norte de Inglaterra para sentirse admirado.
Hoy, el planeta entero es como un televisor con vida, y veo réplicas a tamaño gigante de su rostro, colgadas por la ciudad en pálidos edificios. Londres está repleto de personas que le idolatran, y en cada maldita revista o programa de televisión hay un segmento dedicado por exclusivo a él. Quisiera arrancarlo por completo de mi cabeza. Olvidar su nombre y su historia. Empezar de cero en un lugar donde nadie lo haya conocido.
Para mi desgracia, es imposible. La imagen de Sebastian está dispersa a mi alrededor, bien de forma explícita u oculta. Canciones en la radio cuando subo a un taxi, las hojas secas de otoño, alguien le menciona en las noticias, recortes de un viejo álbum, mi página de Facebook, una guitarra al fondo del diván. No puedo negar que le extraño.
El verano anterior regresé a casa, o al menos a ese sitio remoto donde viven mamá y papa. Para mi sorpresa, estaban resueltos a divorciarse. La noticia no me sentó bien. Un hecho de tal calibre no es fácil de asimilar, y pasé un rato muy triste con ellos. Tuve la oportunidad de toparme con Lizzy, no obstante. Se ha puesto bellísima, con ese pelo largo y lleno de rizos que le llega a la cintura. Hablamos mucho sobre el pasado y nuestras locuras de la adolescencia. La tía Frances me regañó por ser tan descuidado con la familia y el tío Alexis me estrechó con fuerza contra su pecho regordete. Parece que el tiempo nunca ha pasado, que todavía estoy allá viviendo los mejores años de mi juventud. Me prometí que visitaría a Tanaka, mi gran mentor y amigo cercano de la familia. Supe que estaba gravemente enfermo apenas llegué a Greenville. Cáncer de pulmón, me dijeron, y sentí que se me estrujaba el alma. Hice par de cálculos y decidí prolongar mi estadía, al menos por otro mes, con el fin único de ver a mi maestro y, esencialmente, despedirme.
Las cosas se enredaron cuando supe que, de casualidad, Michaelis también andaba por Greenville. Tenía lógica. Después de todo, el anciano Tanaka nos vio crecer juntos; nos enseñó, por igual, a esgrimir sables de madera, a redactar estrofas y preparar el té. El afecto que Sebastian le profesaba era, en múltiples sentidos, tan inmenso como el mar. Mi prima lo mencionó como algo insignificante, mientras tomábamos el desayuno. Fue el 7 de agosto, creo. Hubo algo de sorpresa en el rostro de papá –un cierto halo de desconfianza–. Segundos después se me volcó una jarra de leche sobre la alfombra. Corrí a encerrarme en la habitación con el pretexto de tener migraña, y tumbado en una esquina, pensé en él, en nosotros, en lo que pudo ser y no será jamás. Abrí un cajón junto a la cama y extraje del fondo un viejo anuario de preparatoria. Página catorce, justo en el centro. Sebastian Michaelis. Clase 4a. 2001.
Ver aquella expresión nuevamente, –no como luce hoy, transformada en máscara–, sino más pura e infantil, me ocasionó un profunda sacudida. A ese chiquillo de ojazos marrones y cabello flechudo, mirándome de pronto través del papel, con su chaqueta de cuero, la diabólica sonrisa y ese aire de aventura en torno a sí mismo, tan contagioso. Sin creérmelo me eché a reír, y una ráfaga de memorias tristes invadió mi mente. Dejé caer los párpados y volví hacia atrás, a esa perdida y remota época que parece enterrada, a esas voces y días lejanos que sólo me visitan en sueños.
Y allí estamos los dos, fugándonos al bosque con una botella de whiskey, dando brincos bajo la lluvia y huyendo del pobre oficial Abberline. Serían las cuatro de la mañana, el 13 de octubre de 2000, cuando el gruñón de Diederich, un viejo amigo de papá, nos subió a la patrulla por prenderle fuego al almacén de la tintorería con un cóctel Molotov y fósforos verdes. Pasamos la noche en la destartalada estación y Sebastian se quedó rendido con la mejilla apoyada en mi regazo. Tenía tantas ganas de besarle, y juraría que lo hice, aunque el alcohol me impide acordarme con nitidez de aquel episodio. Fue con él que probé los cigarrillos ilegales, que rescaté mi violín de un bote de basura y me enrolé en par de riñas callejeras. Teñí mis mechones de azul cielo y me perforé el labio.
Pasábamos las tardes en su garaje, recostados sobre un colchón roído, escuchando The Cure, leyendo cómics de horror y encerrados en cuatro paredes repletas de garabatos, quemaduras y uno que otro afiche. Una tarde me preguntó, de la nada: "¿Dónde estarás de aquí a diez años, Ciel Phantomhive? ¿De traje y corbata, en el altar? ¿Muerto sobre la hierba? ¿Tocando para una multitud en el Madison Square Garden?". Yo me encogí de hombros, y le pellizqué la mejilla. En este minuto exacto, sabría sin titubeos qué responder. "Estoy solo, en un rincón apartado de la Tierra, pensando en ti."
Teníamos la ilusión de conquistar el universo; ya saben, esas ambiciones hermosas que se abrigan a corta edad. Sebastian era el muchacho atractivo y misterioso que vestía de luto hasta en vísperas de Nochebuena, me cantaba cerca del oído cuando estaba borracho y hojeaba los poemas de Rimbaud con cierta nostalgia. Yo era sencillamente una sombra que deambulaba en silencio, a su lado, y actuaba de cómplice y co-autor en sus maquiavélicas travesuras. Él terminaba siendo el centro de la clase, hacía chistes ingeniosos y dibujaba con carboncillo. Obtenía estupendas calificaciones sin proponérselo, triunfaba en el deporte y la música se le daba de lo mejor. Yo, en cambio, me comportaba con cierta repulsión hacia los demás, y nunca hablé más de la cuenta. Ninguno de los dos podía apartarse del otro. Habíamos creado una conexión tan profunda que al principio, incluso a kilómetros de distancia, creía escuchar su respiración, –y sus palabras, que golpeaban como olas enfurecidas contra un acantilado–.
No es difícil adivinar lo que sucedía dentro de mí; desde el primer instante caí perdidamente enamorado de Sebastian, como un imbécil. Mantuve estos sentimientos atascados en la garganta, secándose entre mis manos y pudriéndose en mi cabeza como las rosas en invierno. Él trataba a las chicas con ternura, pero jamás le vi invitar a nadie a casa. Nunca supe si amó de veras a alguien, porque llegado un punto no veía más allá de mis propias e ingenuas esperanzas. ¿Qué éramos, en realidad? ¿Sólo un par de dementes, de extraños, a quiénes la insólita fuerza llamada "destino" colocó en un mismo mapa, en un mismo colegio, en el mismo banco del parque con las rodillas raspadas? ¿Dos almas idénticas, compatibles, separadas equívocamente en dos cuerpos físicos? Llegué a pensar que sí. De hecho, todavía lo hago.
Sebastian se ha vuelto famoso y cada día tengo que soportarle, indirectamente, cerca de mí. Debo reconocer, pese a tanto fastidio, que ha juntado a las personas adecuadas y ahora tiene un grupo espectacular. Se la pasan de gira por el mundo, arrastrando consigo a miles de seguidores, de una latitud a otra. Un fenómeno del rock'n'roll, como dicen los buenos críticos. Comenzaron en el 2005; grabando uno que otro cover de excelentes bandas inglesas. Al rato se hicieron bien populares y una disquera reconocida –los Grimreapers– les ofreció un sólido contrato. De más está decir que triunfaron en los medios inmediatamente. Llevan una imagen de grupillo gótico, con toques raros de aquí y allá: una mezcla loca de steampunk, Baudelaire y cultura alternativa. Sebastian, como han de suponer, es el compositor principal y la oscura voz del piquete. Faustus va en la guitarra, Hannah es la tecladista y el rubio psicópata –su nombre empieza con A, pero nunca lo pillo completo– se hace cargo de los bajos. El baterista es Joker, un tío simpático que se pone disfraz hasta para bañarse. Los cuatro se complementan de maravilla, como los colores mustios de un arcoíris fúnebre. Secretamente, les doy un voto de admiración. Y me encanta, se los digo, Trees in the ocean, la balada dulce que se escribió para los suicidas de Aokigahara. La he escuchado en tantas ocasiones que podría deletrear las notas en la arena, sin mirar. Y siempre he percibido algo de nostalgia, de honda desesperación, en el último verso:
"Y como un espectro sin voz, persigo un rastro de hojas hacia el turbio infinito…"
¿Qué te ocurre, Sebastian? No necesito verle ni hablarle para estar seguro: algo le persigue, le entristece y por instantes, le llena de pavor. Una emoción perversa, sin cura, que le ataca como una sombra, en pesadillas. Cada día despierto y me cuesta respirar. Me sudan las sienes y las tinieblas me abrazan. Estoy unido a ese joven por una cuerda fina, evanescente –una cuerda de violín que se nos enrosca alrededor del cuello, como los ásperos miembros de un fantasma–. Sus gritos y susurros me llegan desde el vacío –suplicándome, en franca desolación, que le salve–. ¿Cómo descansar en paz, me pregunto? Más allá de la fama, la fortuna, los pasillos interminables hacia la luz; vive un alma en pena que exorciza sus miedos a través de las canciones. El tiempo nos va matando, lentamente.
Nunca olvidaré aquel fatídico segundo, cuando le vi por última vez, antes de irme. Le temblaban las manos, y llevaba puesta una bufanda roja. Fue la madrugada después del baile de graduación. Las calles estaban repletas de nieve. No había electricidad. Mi padre nos recogió en su Mercedes-Benz. Había tomado un poco, y titubeaba frente al volante. Sucedieron tantas cosas y, nada, yo escapé tan lejos como pude.
Me fui a estudiar música en Nueva York, cruzando el océano. Yo también canto, por si no lo imaginan. Canto a solas, mientras camino por un sendero del parque, de vuelta a casa. Voy tarareando una melodía que no conozco, y me abrocho los botones del suéter, porque ha bajado la temperatura. Tanaka ha muerto. Hoy es primero de septiembre, y recibimos una llamada del hospital. Paro respiratorio, durante la madrugada. En la tarde acudiré a una pequeña ceremonia, en la catedral de St. Lazarus. Los medios tratarán de colarse en el recinto para captar la presencia de Sebastian y el grupo, pero ya nada importa. Se han encerrado en una flamante mansión, en las afueras del pueblo, para evitar la imprudencia de fanáticos o periodistas. Lizzy no cree que debamos vernos, pero hay páginas e historias que es preciso desempolvar, por muy trágicas que parezcan. Es hora de reencontrarme con mis viejos demonios. ¿Ya lo notan? Por mucho que he tratado, no conseguí, finalmente, desarraigarme de él. Pasaron los años, y todo se transformó, excepto nosotros. Él sigue siendo mi monstruo, y yo su eco. Es como una tétrica maldición. Le he vendido mi alma al Diablo y ahora viene por mí, en solemne silencio, a arrebatarme todo lo que soy. Nunca debí regresar a Greenville.
¡Hola! Y aquí retorno con una idea loca que me viene rondando la cabeza desde hace semanas. Chicos, les seré del todo sincera. No tengo mucha motivación para escribir en FF, dado que el público que busca materiales en español se hace cada día más reducido. Es una lástima, pero así sucede y para aquellos que escriben es un hecho irremediable. Con frecuencia publico historias que reciben -como máximo- uno o dos reviews por capítulo. Las cifras en inglés superan las expectativas de cualquier usuario -alrededor de veinte comentarios por actualización-. No les voy a engañar, este es mi último intento por salvar esta cuenta. Si no recibo al menos 5 REVIEWS en el primer capítulo, me rindo y borro todos mis fics para siempre. Porfa, no se lo tomen a mal, pero sin una respuesta de los lectores no tiene mucho sentido postear nada. Es como tener una idea maravillosa, pero infértil, que no va a ninguna parte. Cuando nadie se toma la molestia de leer lo que escribes, pierdes el interés siquiera por continuar el fic. Y es doloroso, lo admito. He visto morir ideas fascinantes sólo porque nadie, ABSOLUTAMENTE NADIE, deja un review. Y lo gracioso es que cuando revisas el gráfico de hits, MÁS DE 200 PERSONAS HAN ENTRADO A TU HISTORIA. ¿Qué pasa, chicos? ¿Por qué la timidez? Les agradecería que si han llegado hasta acá, si les gustó lo que he creado y quieren que continúe el fic, al menos me dejen una carita sonriente de review. No pido un párrafo extenso y meticuloso, una crítica de 1000 caracteres ni remotamente; me conformo con una ":)" y punto. Sólo para saber si vale la pena seguir con esto, o abandonarlo para siempre. Muchas gracias, y, por favor, no dejen que las historias se mueran.
