Mi nombre es Gemma Minguillón y odio profundamente a Kunihiro Morinaga. Mi amiga Laura Paty odia profundamente a Masaki Junya, de modo que decidimos hacer un fanfic sobre ellos para redimirnos, para aprender a ponernos en sus zapatos y ejercitar nuestra empatía. Y, saben, funcionó. Aquí les dejo la primera parte; si, al acabar de leerla, ustedes también han aprendido a amarles, entonces habremos cumplido nuestro objetivo. Esperamos que disfruten de la lectura, así como de la preciosa ilustración de nuestra amiga Gabriela Ibarra. El copyright de los personajes que aparecen en esta historia pertenece a Hinako Takanaga.
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LA MIRADA DE CRISTAL
Era una especie de comezón, una desagradable lluvia de ácidos que ascendían desde el estómago hasta la garganta, cada vez que entraba en casa y los veía ahí; sus zapatos, con franjas marrones sobre blanco, o aquellos otros, los negros, que parecían aptos para ir en monopatín, con su punta redonda y su suela regular, desde atrás hacia delante. Siempre al lado de los de mi hermano, un par junto al otro, Masaki junto a Tetsuhiro, en su cuarto. Música suave salía a través de la puerta y yo no podía entonces, detener mis pensamientos alrededor de aquella idea que martilleaba en mi cabeza quitándome, uno tras otro, los acontecimientos del día en el trabajo, con el jefe, con los compañeros, con las administrativas. Todo lo que me había parecido importante, útil, todo lo que me había hecho sentir que lo que hacía servía para algo se desvanecía de repente, como por ensalmo, a la vista de aquellas zapatillas de deporte, a veces blancas con franja marrón, a veces negras. Y mi mente volaba sobre ellos, tirados en la cama de mi hermano; sus conversaciones banales, «¿has escuchado lo último de Piko y Sekihan? Las chicas dicen que van a dar un concierto en Tokyo». Películas de James Bond recién estrenadas o algún manga, Ataque a los titanes, que parecía entusiasmarles especialmente, imaginando historias de luchas heroicas contra seres mitológicos aparentemente invencibles.
Abandonaba el pasillo y me metía en mi cuarto, tirándome en la cama con la americana puesta, aflojando a penas el nudo de la corbata. ¿Qué me estaba pasando? No era cuestión de hacer ningún planteamiento serio; Masaki era un adolescente; yo, aunque joven, un adulto. Me gustaban las mujeres, siempre me gustaron. Al menos, me satisfacían de manera razonable cuando lo necesitaba, y me agradaba su compañía. Jamás tuve fantasías con hombres, menos aún con muchachos. No, no era eso, ni mucho menos. Era algo mucho más complejo, y eso era lo que me desvelaba.
Había comenzado hacía apenas un mes, el día del cumpleaños de Masaki. Muchas veces le había visto antes merodeando por mi casa sin prestarle la menor atención, ni a él, ni a nada que tuviese que ver con Tetsuhiro. Simplemente ignoraba todo cuanto le envolvía, y eso incluía a Masaki, una sombra más que vagaba de vez en cuando desde la cocina hasta el cuarto o el salón, que miraba la televisión con él, que entraba y salía a su lado. Y así, llegó el día en que las cosas habían de cambiar radicalmente.
Mi hermano lo había traído a casa después de la fiesta de su cumpleaños para jugar a videojuegos. A ambos les complacía mucho más estar juntos, hablando de sus cosas, que pasar su tiempo entre demasiadas personas. Los dos, sobre todo Tetsuhiro, eran chicos sociables y razonablemente populares; quizás por eso huían, en ocasiones, del bullicio. Y sin duda había sido duro el día para Masaki, rodeado de chicos y muchachas que le besaban y le felicitaban por su cumpleaños. Por eso me sorprendió que, ya caída la noche, Tetsuhiro entrara en casa sin hacer ruido. Él sabía que nuestros padres no estaban; yo sabía que él había ido a una fiesta. Temiendo que se hubiera dejado llevar demasiado y volviese a casa borracho, salí dispuesto a reprenderle. Pero no fue eso lo que vi. En el umbral, sentados en el escalón, mi hermano y Masaki, como había visto ya tantas veces, se quitaban los zapatos. Aquel día llevaba los negros, los de skater. Al verme salir deprisa del cuarto, los chicos se asustaron y me miraron a la vez. Y entonces los ojos de Masaki se cruzaron con los míos y me quedé paralizado. Claros, muy claros, de un color que cambiaba según le diese la luz, sus ojos me hipnotizaron. «Cristal», pensé. Del más bello, del que los artesanos trabajan soplando en la lejana isla de Murano, o en Bohemia. Cristal limpio, puro, transparente, iridiscente. Clavado como un idiota, fue la voz de Tetsuhiro la que me sacó de mi ensalmo.
— Lo siento, Kunihiro. No queríamos llegar tarde, es que estábamos en la fiesta de Masaki. Pero no hemos bebido, eh. ¿Te molesta si jugamos un rato a la consola en mi cuarto?
Siempre tan correcto, tan amable, pidiendo perdón por todo. Me molestaba su actitud servil, esa actitud que yo mismo había estado alimentando durante tantos años, tiranizándole, aprovechándome de su cordialidad, de su debilidad. De su deseo de agradar, de complacer. Recordé la frase de Emily Bronte en Cumbres Borrascosas: «Cuanto más se retuercen los gusanos, más me complace aplastarlos». De modo que ya iba a contestar a mi hermano de manera humillante cuando, de pronto, Masaki se puso de pie y sus ojos volvieron a clavarse en los míos. Mi mente se quedó en blanco y balbuceé algo del tipo «da igual, está bien», creo, retirándome a mi cuarto con una zozobra que no me abandonó en toda la noche.
Fue así desde entonces; Masaki frecuentaba la casa a menudo, sus zapatos al lado de los de mi hermano me hacían dar un vuelco y sentir taquicardia, como un colegial enamorado. Idiota. Pero no era eso, nada de eso. Yo tenía suficiente edad como para distinguir ciertas cosas, y sabía que el amor no venía de golpe. En todo caso, eso pasaba con los falsos enamoramientos, los químicos, los que culminan y pasan a base de sexo. Y no era sexo lo que yo quería con Masaki. De hecho, ni siquiera pensaba en él como si fuera un chico. Me habría dado igual que fuera chica, la sensación habría sido exactamente la misma. No, no era él. Eran sus ojos, su gracia, su forma de moverse. Yo habría podido sentarme a mirar una pantalla donde sólo saliera Masaki caminando, riendo, hablando, durmiendo. Contemplando esa pantalla, habría podido, sin lugar a dudas, ser feliz por el resto de mi vida. No deseaba, no necesitaba hablarle, ni tocarle. No, en absoluto. Sólo verle, saber que estaba ahí. Tenerle cerca. Y cada día comenzó a repetirse el ritual. Mi llegada, sus zapatillas, mi sonrisa, sus voces tras la puerta, su salida del cuarto a la cocina por un refresco, su mirada en la mía, su sonrisa. Una palabra amable, un pasar cerca, el aroma de su pelo, fugaz, en mi pituitaria, mi deseo de morir en ese momento para no perder la sensación preciosa, valiosa, única.
Y así, sin quererlo, fue creciendo en mi interior mi anhelo hacia toda esa fiesta de sensaciones. Llegó a ser una necesidad, hasta el punto de mirar la hora nerviosamente en la oficina para salir corriendo, llegar a casa y sentir trotar mi corazón al abrir la puerta, al ver las zapatillas. Y se fue quedando corto, pequeño, todo ese mar de impresiones, y llegué a necesitar participar, estar presente, hablarle. De modo que un día pasé por una tienda de cómics y vi un Art Book de Ataque a los titanes. Era grande, con páginas satinadas y muy, muy caro. Con una gran sonrisa, adquirí el ejemplar y me dirijí a casa. Al entrar y ver las zapatillas ahí, en la entrada, mi corazón latió más fuerte que nunca. Me quité los zapatos y la americana, me miré en el espejo de la entrada, ordené mis cabellos y me dirigí a la habitación de Tetsuhiro con una sonrisa y aquel hermoso libro en mis manos. Abrí sin llamar y mi respiración se congeló de pronto.
Tetsuhiro y Masaki se estaban besando. Los labios de Masaki, los ojos de Masaki, las manos de Masaki, sus brazos, entregados a mi hermano, dados a mi hermano, regalados a mi hermano. Sus hermosos ojos de cristal clavados en mi hermano. Y mi mundo se vino abajo. El libro se cayó al suelo y abrí la boca. No sé, no recuerdo qué salió de ella. Mi impresión, la de haber visto a una virgen mancillada, una mancha de sangre en la nieve, un cubo de basura volcado en medio de un templo, no se borraba. Y dije, dije, dije. Herí, hice daño. A mi hermano, a Masaki. Sobre todo a Masaki. No me sentí aliviado en ningún momento, sólo recuerdo que tuve que salir del cuarto de Tetsuhiro para no matarles a los dos. Que me encerré en el mío y comencé a estirar mis cabellos, a golpear el colchón de mi cama. Que caí de rodillas en el suelo y, cuando lo logré, las lágrimas fluyeron durante horas. Desengaño, frustración, miedo. Había tocado el cielo, había visto las más hermosas luces, las sensaciones más bellas. Había hecho un viaje que no tenía retorno. Y ahora, de regreso, todo me parecía gris, sin luz, sin gracia. Masaki y mi hermano. Le había tocado, le había manchado su piel, su boca, con pensamientos y deseos que le embrutecían. Mi ángel. Nunca más podré volver atrás, pensé. Nunca más podré mirar a nadie y ver algo así en unos ojos.
Costó seguir. Las zapatillas de Masaki desaparecieron de la entrada de mi casa. Dolía, dolía mucho. Me cerré, no quise saber, no quise preguntar. Trabajar, trabajar. Ir y volver, comer, dormir. Trabajar. Nunca más, nunca más.
Y un día supe que Tetsuhiro había abandonado a Masaki. «No lo merecías», pensé, mientras volvía una parte de lo que había sentido tiempo atrás, mientras pensaba en el corazón destrozado de mi pequeño ángel. Tuve ganas de golpear a mi hermano. Sentí que le odiaba. Después, la gente comenzó a decir que Masaki había cortado sus venas, que había deseado morir. No alcancé a comprender la magnitud de aquello. «No ha muerto. Si lo hubiera hecho, las flores ya no florecerían nunca más, ni saldría el sol. Él está vivo».
Fui al hospital de noche, muy tarde, cuando nadie podía verme. Llegué y le vi en la unidad de vigilancia intensiva, entubado, con las muñecas vendadas y varios tubos de transfusión sanguinea colgados de palos cerca de él. «Que fuera mi sangre, que fuera mi vida la que devolviera la suya», pensé absurdamente. Y me quedé sentado hasta la madrugada, vigilando el aparato de sus constantes, asegurándome de que no se detenía.
Lo hice durante tres días. Al cuarto, Masaki ya no tenía tubos, ni aparatos. Antes de que pudiese verme, me fui del hospital. Le dejé atrás y supe que lo hacía para siempre. Yo no le amaba. No amaba al muchacho, a la persona. Amaba la belleza, la languidez, todo lo que no podía aprehender de ningún otro modo que no fuera observándole. Pero aquel recuerdo, pensé, me acompañaría siempre. Mirase lo que mirase, durante toda mi vida, todo me parecería deslucido y sin gracia. Yo había visto la Belleza, como ente, en estado puro. Nada podría nunca igualarla, y mucho menos superarla en mi corazón.
Mi hermano se fue a Nagoya. Estaba avergonzado ante mis padres por su tendencia sexual y ante todo Fukuoka por haber abandonado a Masaki y provocado con ello que el pequeño ángel se cortase las venas. Quiso alejarse y yo no hice nada por evitarlo. Nada mejor que pagar por los pecados para recomponer el alma, pensé. No quería darle más vueltas. Tetsuhiro no merecía otra cosa, tiempo habría de reflexionar. Sin duda, maduraría y comprendería que jugar con los sentimientos no era algo que podamos hacer sin más, sin consecuencias. Se llevaba una lección de vida que, sin duda no iba a olvidar.
Por mi parte, me acostumbré al gris. Cada día salía de mi casa con mi traje gris, caminaba por la calle gris, tomaba el tren gris, entraba en mi oficina gris y saludaba a mis grises compañeros y a mi gris jefe. Obtuve una novia gris con la que practicaba sexo gris y pensé que podríamos tener grises niños y que, posiblemente, eso haría que pudiéramos tener una vida larga y gris. Tenía las noches, en la cama, cuando por fin me giraba a dormir, para cerrar los ojos y ver aquellos otros, los de cristal, y entonces mi mundo se pintaba de mil colores, y veía de nuevo las zapatillas en la entrada de casa, y sonreía, y me dormía feliz.
Ante mi inminente boda, creí mi obligación ir a Nagoya a anunciarle a mi hermano el acontecimiento. Él me dijo en varias ocasiones que no quería venir, pero yo sabía que eso sería feo de cara a mis padres y a la sociedad de Fukuoka, de manera que me decidí a ir a buscarle y a tratar de convencerle. No me esperaba en absoluto lo que me encontré.
Mi hermano vivía con una especie de basilisco de cabellos plateados y largos, con un tono de ojos peculiar y una hermosa cara que quedaba totalmente desvirtuada por su eterno ceño fruncido y su manifiesto mal humor. Tuvo contenida paciencia mientras yo hablaba con mi hermano, mientras surgían sin querer nuestros reproches, los míos, sobre todo, que él aguantó con su eterno buenismo, con su aceptación, con su sumisión. Finalmente, no quiso seguir hablando y se fue del apartamento, y entonces el basilisco rubio comenzó a vomitar en mi cara con violencia unas realidades que me habían sido completamente ajenas durante todos aquellos años y me cayeron como lápidas, abofeteando mi cara una tras otra, cada una con mayor fuerza que la anterior.
Me dijo que Tetsuhiro había estado enamorado de Masaki, pero que Masaki tan solo le había utilizado para estar cerca de mí. Que iba a mi casa tan solo para verme a mí. Que se cortó las venas por las barbaridades que le dije al descubrirle besándose con mi hermano. Que se lo confesó todo a Tetsuhiro y le hizo jurar que jamás le diría a nadie que había sido yo y no mi aniki el causante de su desgracia. Que Tetsuhiro había cargado con todo ese peso a su espalda y se lo había llevado consigo de Fukuoka, para dejar a mi familia, y sobre todo a mí, libres de ese peso. Como un moderno Cristo, mi hermano había redimido con su exilio toda la culpa de Masaki, la mía, la de mis padres. Nos había limpiado a todos y se había desvanecido de nuestras vidas.
Me fui de casa de Tetsuhiro con un mar de confusiones en mi cabeza, con los gritos de Tatsumi senpai rebotando, constantes e insistentes, en mi mente. Masaki enamorado de mí. Trató de suicidarse por mi culpa. Mi hermano cargó con todo para evitar mi vergüenza. Demasiado. No podía con tanto. Necesitaba tiempo para digerir todo aquello, que por otro lado me costaba creer.
Ni en mi boda, ni en mi luna de miel, ni en mis primeros días de matrimonio, pude quitarme de la cabeza la mirada de Masaki. Poco a poco, las piezas fueron encajando. Sus ojos en los míos, sus palabras suaves, sus sonrisas. Su pasar junto a mí lo bastante cerca como para que su aroma me invadiese y acompañase. Se había enamorado. Ese amor adolescente que puede con todo, que le llena a uno hasta el tuétano de los huesos. Ese que yo no había sentido jamás, hasta conocerle a él.
Y me divorcié. No estaba en absoluto en condiciones de estar con una mujer, ni con nadie. No tenía nada que ofrecer. Sentía mi vida acabada. Comencé a beber al salir del trabajo. Mi romería por los bares era inacabable, necesitaba ahogarme en algo, y elegí el ron negro. Y un día le encontré. Entré en un bar y, detrás de la barra, con un mandil largo y su sempiterna sonrisa, mi ángel servía copas. Me quedé clavado en medio del bar y, de nuevo, como si no hubiera pasado el tiempo, mis ojos le buscaron y su mirada de cristal encontró la mía, dejando caer el vaso que en ese momento tenía entre las manos.
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Masaki Junya
Desde aquella vez que mis ojos se posaron en ese hermoso y serio rostro, mi corazón palpitó como sacándome de la realidad en la que siempre supuse que todo podría ser sencillo.
Mis padres me criaron para suponer que las cosas eran algo demasiado simple. Seguir reglas todo el tiempo, ser lo que ellos pretendían que yo fuese y, por supuesto, vivir de la forma que todo el mundo esperaba de mí.
Lo conocí gracias a Tetsuhiro, su hermano pequeño; un chico algo mayor, pero de cierta forma tan distinto a todo aquello que las imposiciones sociales trajeron para mí. Como nunca antes, mi cabeza se halló confundida, pues esa forma de mirarme casi desnudándome impactó mis sentidos.
Me hallé como un chiquillo que por primera vez entiende las verdades del mundo, un mundo que parecía perderse en representaciones tediosas, en la visión que mis padres forjaron en mi cabeza y todo esto, por primera vez, desapareció para llevarme de la mano a una realidad distinta. La cosa más absurda se volvió comprender que todas las cosas aprendidas se tornaron fútiles, vacías y sin un significado real, no como lo es él, que bastó mirarlo para sentir la voluptuosidad que floreció en mi anatomía.
Necesité por primera vez mirarlo nuevamente como una estrella en el firmamento, tan lejano, tan distante y con una luz propia que puede calentar mi corazón como nada antes lo había podido hacer. Su nombre en mis labios se escuchó prohibido, como si incluso mis instintos más básicos me tornaran un muñeco burlándose de mis deseos. ¿Será que estas emociones son de verdad una maldición?
Tetsuhiro, tan dulce, tan frágil y encantador, perdió todo brillo que pudiera producirme. La fascinación que experimenté al sentirme admirado y reconocido de una manera tan tajante por ese chico de cabellera azulada, se perdió en el instante en que quedé prendado de su hermano mayor. Sin embargo supe de inmediato que mi entrada a poder continuar conociendo y admirando a mi estrella, quedaría sujeta ante los caprichos del chico que con la misma admiración que profeso por Kunihiro, me mira con aquellos ojos verdes que parecen invitarme a perderme en ellos.
El anhelo egoísta de mis sentidos me procuró continuar con una farsa, tanto para mí como para mis progenitores; pretender convincentemente que no se es algo, que amas y que sigues los preceptos no es cosa sencilla. Pero como con todas las cosas, tiendes a acostumbrarte, a vivir de aquella forma, a procurar persuadir tus propios deseos, hasta que un día los alcances de las mentiras te atrapan, te comprimen y te llevan a los límites de la razón y los sinsentidos del mundo te aplastan hasta perderte.
Así fue aquella vez que arrastrado por mis propios deseos placientes, el objeto de mis verdaderos anhelos me señaló como pecador, como una abominación de lo bueno y de la belleza. Sus ojos que me miraron todo el tiempo con embeleso en cada uno de nuestros encuentros durante la cena o en la entrada de la casa Morinaga, ahora se tornaron tan distintos, con desprecio, con repulsión y un rechazo que jamás había conocido antes.
Lo más terrible de aquello fueron sus palabras, aquellas frases de maltrato y desestimación, que de cualquiera pude haberlas aceptado, menos de aquél en quien procuré sumergir mis esperanzas y sueños ideales. Fue justo ahí cuando las mentiras se derrumbaron como paredes, no pude sostener aquellas falsedades ni para mí mismo. De ahí todo salió a la luz, lo dije fuerte y claro para el chico que se había tornado mi amante, rompí su corazón sin detenerme a pensar un segundo en sus sentimientos y me marché aquella noche a saciar mi desesperanza en lamentos.
El siguiente día se tornó pesado, no pude levantar un solo músculo para salir de la cama, mis padres intentaron hacerme cumplir con mis deberes pero rehusé, pues las cosas perdieron su brillo. Aquella oscuridad me envolvió hasta consumirme lentamente mientras olvidé el motivo para continuar en el tortuoso y vacío camino que me impuso mi propia vida. Los días se tornaron noches sin que nada me devolviera de aquel oscuro lugar.
Siempre supe que nunca le importé a nadie, sin embargo cuando mis padres intentaron forzarme a regresar al mundo, fue cuando no pude más y nuevas mentiras aguardaron para salir de mi boca con tal de liberarme de mis imperfecciones. Le culpé a él de todo. Tetsuhiro, mi pobre y abnegado Tetsuhiro, que convertí en un demonio lascivo, con tal de yo ser una víctima de las circunstancias. Les dije que me obligó a todo, que me forzó a ser un repulsivo y desagradable homosexual y que luego me abandonó.
A pesar de ello, mis padres me miraron como extraños, como si su único hijo fuera una abominación y el asco por mi persona no pudieron ocultarlo. Entonces lo supe de inmediato, la única solución a una vida sin sentido se cernió sobre mí. Tomé una filosa navaja y me recosté en la tina tibia del baño. Los latidos de mi corazón como única compañía se alentaron relajando aquella pena que me dejó de importar.
Cuando desperté en aquella fría habitación de hospital, luego de permanecer un año en coma, según los médicos, me sometieron a tratamientos psicológicos con tal de «aliviar mi mal». Además, la profunda vergüenza que profirió mi condición se tomó muy enserio en mi familia y fui desterrado, ya que me mandaron lo más lejos de ellos, hasta la capital, a un internado donde comencé a perderme a mí mismo encontrando otro tipo de saciedad a la vida.
Conforme crecí alejado de ellos, me percaté de que el valor de todo cayó directamente a mis manos. El conocer gente nueva, estudiar para entretenerme y perderme en placeres simples se convirtió en el único mundo válido, fue así que pretendí olvidarme de los viejos pesares y me centré en continuar sin una meta real.
No logré concluir la universidad, me salí luego del primer semestre en medio de muchas camas que aguardaron para darme el calor que requería. Mi camino me llevó a laborar humildemente en un pequeño bar de la enorme ciudad de Tokio, y fue ahí donde volví a ver aquella persona que jamás había podido olvidar.
— ¿Masaki? — Expresó con incertidumbre mientras me miró de aquella forma, como si nada hubiera cambiado en todos estos años.
Como si fuéramos viejos amigos que se aprecian, me invitó a charlar con él, incluso me exhortó a irnos juntos una vez que mi turno finalizara. ¿Cómo podría? Simplemente rehusé y cada vez que tuvo oportunidad charló conmigo aguardando por mi salida al amanecer. Intentó deshacerse de la culpa, dijo no corresponder mis sentimientos de antaño como si yo pudiera todavía sentir algo por él, pero aunque intenté negarlo creo que tan sólo con verlo mis tontas fantasías regresaron para atormentarme. A pesar de mi arrepentimiento con Tetsuhiro, saber que contó todo a Kunihiro me molestó, ya que yo le pedí aquél día que lastimé su corazón no decir nada. ¿Pero cómo no podría decirlo después de lo que yo le hice?
Mi turno terminó, para mi asombro noté que Kunihiro todavía seguía ahí. Lo cargué despidiéndome de mis compañeros, justificando mi acto a mi propia cabeza en una simple ayuda a su persona.
Traerlo apoyado en mi hombro me devolvió a mi adolescencia y aquella desesperación por acercarme al hombre de mis fantasías obligó a mi propia razón a abandonar mi cabeza, por lo cuál en vez de mandarlo en un taxi a su casa lo llevé a la mía. Al llegar al complejo de departamentos, con trabajos caminé con su pesado cuerpo hasta el ascensor y casi arrastrándome entramos al departamento.
No pude resistir más aquellos impulsos; al mirarlo dormir sobre mi cama, sin importarme nada lo encadené para evitar su huída. Un par de esposas de las muñecas a los barrotes del cabezal y otras sujetando ambos pies juntos. Así me recosté a su lado a intentar dormir, pero no pude hacerlo de pensar en tantas cosas pasadas.
Por la mañana le di de beber un poco de agua mientras abrió sus ojos cansados preguntando:
— ¿Dónde estoy?
— Ayer te quedaste dormido y muy alcoholizado en el bar.
De inmediato trato de sentarse, siendo jalado hacia atrás por las esposas.
— ¡Qué rayos estás pensado! ¿Por qué me tienes atado?
— Personas egoístas como tú no merecen respuestas, si jamás les importa lo que los demás sienten. Me encuentras luego de tanto tiempo, en las circunstancias en las que nos dejamos de ver y lo primero que vienes a decir son cosas para calmar tu conciencia. ¿Acaso preguntaste por la razón para cortarme las muñecas? Sólo me hablas de los problemas con tu ex esposa y su intento de separación en secreto mientras que ocultas a la vista de todos cuantos te conocen la verdad de tu enorme egoísmo.
En ese instante acaricié su cuerpo con lascivia, no pude contenerme, sentí sus tetillas bajo la camisa endurecerse con mis dedos.
— ¡No te atrevas!
— Sigo enamorado de ti maldito egoísta. Siempre intentando parecer perfecto y desde tu «perfección» pretendes juzgarnos a todos los demás.
— ¡Detente, Masaki! …Ah. — Gimió, mientras acaricié su miembro sobre la ropa.
Decidido desabroché sus pantalones y bajé la cremallera mientras se sacudió para que lo soltara con palabras suplicantes. Sus acciones en vez de mermar mi deseo de poseerlo, alebrestaron mis instintos que había procurado ocultar desde hacía tanto tiempo. Con las ansias locas introduje su eje completamente duro en mi boca y comencé a moverme produciendo en él espasmos, en todo su cuerpo, que se contrajo envuelto en pasión y deseo. Acaricié la extensión de su pene lentamente, para extasiarlo más pues sus gemidos dejaron de pedir que lo libere, ya que parecía sentirse desesperado por correrse.
Los ruidos de las esposas sonaron mientras se sacudió acompasadamente. Apretó la quijada con fuerza cuando aumenté la velocidad en mi boca y en la mano que sujetó su miembro apretándolo. Con aún mayor ahínco succioné de prisa comprimiendo con la garganta hasta notar el líquido caliente llenando mi boca.
Levanté el rostro triunfante de lograr mi cometido; con él deshecho de placer y jadeante me burlé de su situación:
— El Señor Perfecto acaba de tener un orgasmo gracias a la boca de otro hombre, ¿no te parece divertido?
— ¡Eres un pervertido! — Grito enojado.
Ahora con él a mi merced no pude parar, con mucho esfuerzo le retiré los pantalones zafando uno de los grilletes de sus pies tomando ventaja de la debilidad de su reciente orgasmo. Tomé del buró el gel lubricante y dilaté su entrada con un dedo para luego meterle lentamente un vibrador de bolas anales. Se sacudió con cada una de ellas entrado y lo encendí para dejarlo acostumbrarse. Lo tapé hasta la cintura para evitarle más bochorno y yo partí a la cocina por algo para desayunar. Preparé comida para ambos y comí esperando a que él dejara de quejarse en la habitación. Al cabo de un rato llegué con la comida y observé su gesto de placer con las pupilas totalmente dilatadas.
— Traje algo de comer.
— Por favor… me siento extraño.
Sus súplicas no hicieron más que mermar mi cordura que finalmente latió en una erección en mis pantalones. Lo destapé para mirar sus piernas contraerse en excitación mientras saqué despacio el vibrador diciendo:
— Veo que ya estás ansioso y debes estar mucho más relajado ahora.
— ¡Detente! — Gimió desesperadamente.
Lo voltee para tener su trasero cerca de mi hombría que liberé de mis pantalones y de inmediato me introduje en su estrechez que me recibió succionando. El calor de su interior me estremeció al tiempo que la compresión lentamente desapareció.
— Tú te lo buscaste al venir por mí.
Jadee envuelto en lujuria, por alguna razón todas y cada una de sus miradas en mis memorias se tornaron cargadas de deseo. Teniendo su espalda sujeta por mis manos y su cadera pegada a mi pelvis comencé las embestidas lentas observando al detalle sus manos sujetando las cobijas. Sus jadeos trastornaron aún más mi juicio y aceleré las cosas, moví mi mano tocando su eje totalmente escurriendo y decidí que su orgasmo tendría que ser desde su interior, de manera que dirigí cada una de mis embestidas a esa parte que lo puso totalmente sumiso ante cada uno de mis movimientos.
Tenía que consumirlo por completo, hacerlo mío de una vez por todas y demostrarle que su cuerpo me pertenecería por lo menos en una pequeña parte, así que me agaché continuando con los movimientos y lamí detrás de sus orejas sintiendo las pulsaciones de su orgasmo comprimiendo rítmicamente forzando la culminación de mi placer.
Recosté mi cuerpo a su lado mirando sus ojos cerrarse de cansancio, sin embargo yo me sentí mucho más vacío, totalmente incompleto y culpable de forzar y abusar de aquella persona que confiadamente me permitió transgredir los límites de lo que el pretendió se volviera amistad.
La culpa comenzó a sofocarme, desaté sus muñecas con marcas rojas y corrí al baño a darme una ducha. Mis manos y pies temblaron luego de ese acto tan despreciable. Pretendí darle una lección; no obstante salí mucho más lastimado, totalmente herido por transformar un afecto puro revolcándolo en la inmundicia de toda mi vida.
Cuando despertó lo exhorté a salir, a pedir ayuda, quizá para torturarlo más haciendo que salga semidesnudo y humillado, tal como me sentí en aquella ocasión con sus desprecios. Las contradicciones de mi cabeza me azoraron, por una parte esperaba recibir un castigo y por otra castigar a quienes me habían dañado. Pero nadie me ha causado tantos males como el amor, aquel amor que me había maldecido.
Me marché al trabajo esperando llegar a mi casa y ser llevado ante la justicia, pero grande fue mi sorpresa de volver y encontrarlo durmiendo en mi cama tranquilo, con ese bello rostro que me hace perder el rencor.
El afecto que produjo en mi interior salió sin que pudiera evitarlo, toqué usando mi mano con suavidad su perfecto rostro devolviéndolo a la realidad. No comprendí su perdón, no quise sentirme exonerado de mis pecados, aunque en ese preciso instante en que al hablarle con toda la verdad sobre mí, mis malas decisiones, el rechazo a Tetsuhiro y haberle ultrajado, el hecho de que pudiera caber en él la expresión del más casto y puro afecto me conmovió. No únicamente aquello; saber que el más dulce amor de Tetsuhiro jamás defraudó mi más grande secreto, sino su pareja lo hizo contra su voluntad, me hizo dejar en libertad a Kunihiro devolviéndole sus prendas, quitando sus cadenas y mandándolo de donde provino.
— Ve a tu casa y no vuelvas más — dije sinceramente, con tal de no volver a hacerle daño.
— Iré a casa pero volveré…
Con sus palabras que se perdieron en la inmensidad de sus lejanos pasos, me quedé aguardando en la puerta del departamento, con un fragmento de mi espíritu expectante por un poco del afecto que toda la vida me ha sido negado. De cierta forma pretendí creer falsamente en volver a encontrarlo, en recuperar el tiempo, pero mi parte racional me devolvió los pies a la tierra y cerré la puerta retornando a mi propia oscuridad.
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-Kunihiro Morinaga-
Entre nubes de alcohol que distorsionaban mis percepciones, me desperté en una cama que no conocía. Sin comprender, con un inmenso e insoportable dolor de cabeza, sentí el infinito deseo de darme una ducha; sobre todo, de derramar agua fría sobre mí, sentirla caer, con la convicción de que se llevaría consigo todo mi malestar, mi incomodidad, el dolor y el aturdimiento que sentía. Estuviera donde estuviese, habría sin duda un cuarto de baño. Ya pensaría luego, ya vería luego qué había pasado, dónde estaba y por qué. Intenté levantarme, pero algo tiró de mí hacia abajo de nuevo. Un juramento salió de mi boca. Impotencia, dolor, malestar, «necesito ponerme de pie, joder, joder».
Una voz suave llegó entonces hasta mí.
–¿Ya te despertaste?
Masaki. ¿Qué hacía ahí? ¿Era aquella su casa? Le veía como en un sueño, mi ángel, el duende que me había mostrado lo que era la belleza, tanto tiempo atrás. Su cabello había crecido un poco; su cuerpo, sin duda, era ahora el de un hombre. Un hombre extraordinario. Desde la cama, sin comprender, sin poder moverme, no pude por menos que admirar su figura hermosa. Su expresión burlona, su tono irónico, no parecían los del Masaki que yo había conocido. Con miedo, alcé la vista hacia sus ojos; su mirada de cristal seguía ahí, inamovible. Fuera lo que fuese, nada había logrado prostituirla, borrarla, ensombrecerla. Aquellos ojos vitreos y transparentes eran cuanto quedaba de la expresión infantil que me enamoró. El resto, un hombre malvado, con una sonrisa ladeada, que se complacía en observar mi miserable estado.
–¿Dónde estoy?– le pregunté, tratando de contener mi miedo.
–Ayer te dormiste alcoholizado en el bar.
No recordaba nada; tan solo que le había visto ahí, que había esperado por él. Después, sólo el sopor, el sueño pesado. Ahora, mi cuerpo maniatado. No comprendía la situación. Y entonces, Masaki comenzó a acariciarme. Sus manos sobre mi camisa, sus dedos buscando mis pezones, mientras mi mente se hallaba todavía tan confundida, me trajeron un escalofrío que me recorrió toda la espina dorsal.
–¡No te atrevas! –, le grité. Pero él no me hizo ningún caso. Comenzó a lanzarme reproches que, aún dentro de mi dolor de cabeza y mi sensación de irrealidad, me parecieron completamente justos. Yo le había contado lo que el basilisco rubio me había dicho, pero sin especificarle que no fue mi aniki quien me lo había revelado. Y me había estado quejando de mi propia desgracia, de mi vacío, del abandono de mi esposa. Aquello había sido demasiado para Masaki. Me tiró en cara mi egoismo, mi total ausencia de empatía al no preocuparme de él si no era para lo que me concernía directamente. Masaki, el que había jurado amor a mi hermano sin amarle, el que se había cortado las venas y le había exigido a su despechada pareja que guardase silencio sobre sus motivos, me llamaba egoista a mí. Pero no me importaba; al margen de quién o de qué fuera él, tenía razón con respecto a lo que decía. Yo era un egoísta. El mundo giraba en torno a mí, a mis desgracias, a mis problemas. Ya había comenzado a intuir algo de eso cuando Tatsumi senpai me había hablado. Mi pobre Tetsuhiro. Toda la vida buscando un afecto que no obtenía, recibiendo mi rechazo y el de mis padres, había terminado en manos de un tirano que le gritaba y le maltrataba. Aunque era fácil darse cuenta de la devoción de Tatsumi senpai por Tetsuhiro; esa y no otra había sido la razón de que me gritase a mí de aquél modo, de que me dijese todo aquello que tanto me dolió, pero que era la pura verdad. Unos reproches de esas dimensiones no habrían podido venir nunca de alguien que no le amase incondicionalmente.
Y ahora venían de otro lado, de la boca del ángel que me había arrebatado el sentido común, que me había hecho ver en color gris todo cuanto acontecía en mi vida; el ángel con el que todavía soñaba. Él no era abnegado ni bueno, como mi hermano, ni sentía un amor incondicional, como su tirano senpai. Él era sólo un niño egoista que no había obtenido lo que quería, al menos no de la forma en que lo quería. Y todo lo que se le había ocurrido para enfrentar sus problemas había sido cortarse las venas, como quien corta de raiz una sensación ingrata. Viendo la oscuridad de su alma, la incomprensión de su espíritu, sentí todavía más dolor de verme a su merced, atado a su cama. Pero, por alguna razón, aquello me hacía sentir una excitación desconocida hasta entonces.
Entre sus reproches, Masaki comenzó a tocarme, y yo comencé a enloquecer. No podía creerlo; sus manos en mi sexo, en mi cremallera, buscando mi pene, tocándolo. Habría podido morir entonces, como el día que su pelo pasó bajo mi nariz accidentalmente y me hizo ver el cielo por dentro. No podía ser; mi pequeña figura de porcelana perfecta, mi muñequito de vidrio, que tanto me dolió ver mancillado por un beso, ahora se entregaba a las más sucias caricias a mi miembro, caricias que me brindaba entre insultos y vejaciones, atado como me tenía. Aquello era demasiado terrible. Y me lo puso tan duro como el hierro.
Al notar la potencia de mi erección, me asusté. ¿Cómo era posible? ¿Cómo podía excitarme ver a Masaki succionando mi pene, más grande que nunca en su boca, entre sus labios, bajo su lengua? ¿Porqué no me horrorizaba aquél ángel caído sin remisión, la destrucción de aquella belleza por el peor de los vicios, la lujuria, que se llevaba por delante cuanto tocaba?
La mezcla, mi sentido del orgullo, del deber, mis principios mancillados y pisoteados, junto con su cara de niño hermoso con la boca abierta, recibiéndome en ella una y otra vez, como si fuera una golosina que le placía especialmente devorar, me hicieron correrme sintiendo que la vida se me escapaba por la punta del glande. Y pensarlo, pensar en llenar su boca con mi esperma, en ensuciar yo mismo, y no mi hermano, su belleza, su pureza aparente, no me permitieron relajarme cuando vino a mí a decirme:
–Acabas de correrte por la mamada de un homosexual, ¿cómo te sientes?
«Con ganas de atarte yo a ti y follarte hasta que te abras en dos, cabrón adorable», pensé. Pero sólo pude insultarle, pedirle que me soltara. Lejos de hacerlo, Masaki continuó practicando perversiones en mi cuerpo. Me introdujo unas bolas que vibraban cuando me movía, causando con ello espasmos en todo mi ser. Y se fue a la cocina, me dejó solo con aquel placer extraño, lleno aún de deseo, de miedo, de repugnancia, de tantas cosas que sentía. Era como si mi vida no hubiese comenzado hasta aquel momento y no fuese a ir más allá. Como cuando venía a mi casa de adolescente y se eternizaban los instantes de mirarle, de contemplar sus ojos. Pero todo sucio, roto sin remedio. Y tan, tan intenso como nada de lo que nunca había sentido. Cómo deseaba que regresara, que hiciera lo que fuese, que me matara si quería. Habría valido la pena.
Y volvió, todavía sin dejar de humillarme con sus palabras, haciéndome notar mi propia excitación, riéndose de ella y de mí. Me quitó aquellas bolas y sentí de nuevo un intenso escalofrío. Entonces, me penetró. Todo lo que salió por mi boca no lo recuerdo, deseaba odiarle, hacerle saber mi rechazo. Pero, Dios mío, cómo se sentía. Me habría gustado prolongar aquella penetración por el resto de mi vida. Y el triunfo de escuchar sus gemidos, los movimientos de sus caderas, cada vez más acelerados, y por fin, su orgasmo dentro de mí, con un pequeño temblor mientras se vaciaba, mientras me usaba a su antojo como un recipiente en el que gozarse. Odié aquello. Pero lo adoré aún más. «Te he tenido. Te he pertenecido y tú has sido mío», pensé. Sin darme cuenta, él ya no estaba. Y me quedé dormido.
Desperté por el suave toque de su mano en mi cara. Abrí los ojos y la dulzura volvió a los suyos. Cómo deseé un beso, una prueba. Pero no llegó. Le conté entonces mi visita a Tetsuhiro, que él se había ido, que su senpai había sido quien me había contado lo de su intento de suicidio. Masaki me miró con sorpresa. Por un momento, pensé que su beso iba a llegar, pero no fue así. Me desató, me pidió que me fuera. Me permitió darme una ducha y me devolvió mis ropas, girándose hacia la ventana. Me vestí y, a su espalda, muy cerca de él pero sin tocarle, le dije que volvería. Deseaba ese beso. Pero deseaba que fuera él quien quisiera dármelo.
Dejé pasar una semana antes de regresar al bar. Esta vez dormí toda la tarde y acudí en la madrugada, cuando sabía que ya no le podía quedar mucho rato para salir. Acerté de lleno; al poco de llegar, vi como Masaki salía del local con una mochila a su espalda y el pelo mojado. Sin duda, se había dado una ducha antes de cambiarse. Me puse a caminar a su lado.
–Buenas noches. –Me miró, sorprendido. Pensé que se enfadaría, que me mandaría a paseo o, simplemente, me mostraría indiferencia. Pero su labio inferior se adelantó ligeramente y sus cejas se alzaron un poco.
–Kunihiro, yo... Lo que pasó... –Sonreí. No comprendía bien su reacción–. Tú...¿no me denunciaste?
Solté una sonora carcajada. Había esperado cualquier cosa menos aquello. Le miré con ternura, mientras él me miraba a mí con cara de pasmo.
–No, no lo hice. ¿Crees que debería haberlo hecho?
–Yo... –parecía avergonzado. No era eso lo que yo quería hacerle sentir–. No sé qué me pasó, necesitaba... Yo me sentía tan mal, es que...
Parecía estar haciendo grandes esfuerzos para que no brotasen sus lágrimas. Comprendí que había estado nervioso todo ese tiempo, pensando en que había cometido un delito. De nuevo, poco que ver con sus sentimientos o los míos.
–Masaki, es obvio que no te he denunciado, ni voy a hacerlo. Tú me forzaste, es cierto, pero también lo es que nos gustó a los dos –Me miró con asombro–. Sé que es enfermizo, no me lo explico, pero es así. No somos niños, debemos afrontar las cosas.
–Pero es que no puedo creer que me perdones. Ni siquiera te lo he pedido.
–Lo sé, y no es que te perdone. Es que no dijiste nada que no fuese cierto, y lo que hiciste fue desquitarte. Y no tengo que decirte que me gustó, los hombres no tenemos demasiada opción de fingir los orgasmos.
No creía posible que un chico como él pudiera sentirse avergonzado ante las palabras de nadie, menos aún de las mías. Pero lo cierto fue que bajó la cara y siguió caminando despacio, con la esperanza de que le siguiera, sin saber qué decir.
–Masaki –se paró en seco, me miró– Te invito al cine.
Su cara se iluminó. Por un lado, parecía estar encantado. Por otro, era obvio que pensaba que yo estaba completamente loco.
–¿...Cuándo?
–Vete a dormir ahora. Vendré a buscarte cuando caiga la tarde. Mañana es tu día libre, ¿no? –De nuevo, me miró sorprendido.
–Sí... De acuerdo entonces –dijo, con resolución–. ¿A las seis?
–Bien, ahí estaré.
Comencé a caminar de prisa, en sentido contrario. Sabía que estaba parado mirándome sin saber qué pensar. De modo que, a los dos pasos, me detuve y me giré a mirarle.
–Ponte guapo.
Asintió, con una sonrisa, sin creerse lo que estaba pasando. Y yo me alejé con otra.
«Te lo voy a robar. Un beso largo, caliente, más excitante que la felación que me hiciste. Me lo vas a dar. Vamos a enamorarnos, Masaki Junya».
.
-Masaki Junya-
Kunihiro… no pude sacarlo de mi cabeza a pesar de los días que habían transcurrido desde nuestro encuentro. Esa sensación tan desagradable en mi pecho, una nausea con angustia que recorrió mis pensamientos torturando mi cabeza tantas veces. Arruiné nuestro reencuentro pero me alegré, me alegré de torturarlo, de mancillar su perfección, por lo que mi estrella se había vuelto un profundo agujero negro que me consumía en culpa y a la vez calmaba mi frustración.
Bastante tarde, una voz profunda, casi imaginaria, me aterrorizó mientras caminaba de vuelta a casa. Un día algo cansado de trabajo en el bar, pero aquella voz fue capaz de despertar mis sentidos que se encontraban adormilados. Casi salido de entre las sombras, Kunihiro me dio las buenas noches. Mi corazón comenzó a palpitar de inmediato casi saliendo de mi pecho. No pensé encontrarlo nuevamente desde aquél incidente en el que mi cabeza me jugó trucos trastornando mis propias ideas, tornando lo malo en bueno y lo bueno en malo.
Mis manos temblaron bajo la chaqueta que las cubría en los bolsillos. De inmediato como cualquier adulto normal, pretendí seguridad y respondí tranquilamente con tal de indagar la visita de ese hombre:
— Kunihiro, yo... Lo que pasó... Tú... ¿no me denunciaste? — Tartamudee sin poder evitarlo.
Una risotada me preocupó aún más. De inmediato recordé a detalle mi pecado, con la suciedad de mi interior ultrajando el más dulce anhelo de mi adolescencia. Mis justificaciones salieron atorándose en mi garganta, como forzándome a desarmarme de inmediato. Sin embargo, jamás creí que en mi destino la redención pudiera llegar de quien menos esperé en todo el mundo. Kunihiro no me denunció, había aceptado ese castigo implacable que le fue impuesto por la locura momentánea de mi cabeza e incluso fue capaz de decir que le gustó.
El enorme pesar no cesó, el hecho de obtener aquellas palabras me indicó que simplemente era libre de problemas exteriores, aunque todas las cosas podridas de mi cabeza continuaran torturando mis pensamientos. Tantas personas que habían sido lastimadas por culpa mía, incluso mis propios padres. ¡Cómo si realmente me importaran ellos o cualquier otra persona! Cada uno de ellos, incluso Kunihiro, se han merecido eso y mucho más.
Una voz me llamó trayéndome a la realidad:
— Te invito al cine.
Algo salido de una historieta, el hombre de mis fantasías y que despreciaba en alguna manera ¿pidiéndome una cita? En realidad, ¿era posible esto o será alguna treta para vengarse? A pesar de mi incredulidad, accedí sin pensarlo mucho, pues de alguna forma no me importaba lo que pudiera ocurrir, no perdería una oportunidad como esa.
Suspiré mientras lo observé alejarse, no miré sus ojos un solo momento y ahora me preguntaba qué cosa de todo lo que acababa de pasar era verdad… ¿Mañana? Volví a reflexionar…
— Ponte guapo. — Nuevamente su voz en la distancia para recordarme que estas contradicciones en mis deseos me hacían sentir tan chocante. ¿Podía odiarme a mí mismo por el hecho de querer una cita con él?
Impresionado por las circunstancias tan extrañas, caminé a casa y rendido me recosté a dormir. Al levantarme saqué una vieja foto que nos tomó en una ocasión la madre de los Morinaga, con él y Tetsuhiro sentados a mis lados, la nostalgia que olvidé por tantos años regresó a golpearme. El único recuerdo de un amor fallido, de la experiencia más devastadora de toda mi vida pero que guardé celosamente entre mis papeles importantes y volvió a mí en cuanto me llevaron mis cosas al internado.
Lo miré a él, con ese par de ojos serios, su ceño ligeramente fruncido y esa belleza inalcanzable que nuevamente me iluminó. Pero no me sentía como un niñato tonto que cree en cuentos de hadas. Algo tan repentino no podía ser duradero, una persona no puede cambiar súbitamente, sin duda fue el rompimiento de su matrimonio que lo hacía desear probar cosas nuevas. Decidí aprovecharme de ello hasta que terminasen las cosas y él se alejara para encontrar una mujer que satisficiera sus deseos. Sin querer sentir aquello, una alegría me invadió ¿Cómo podía sentirme feliz aunque no quisiera?
Muy temprano, del armario saqué muchas prendas y me probé cada una de ellas pues él dijo «guapo», por lo que debía esforzarme con tal de verme lo mejor que pueda. Finalmente me decidí por un pantalón de vestir en color gris y una camisa negra. Peiné mi cabello y di un par de vueltas por el apartamento ansioso. Me senté frente al televisor, pero al cabo de veinte minutos, después de las seis de la tarde, salí a la puerta y lo encontré parado justo ahí. Me miró y me di cuenta de que no llevaba sus lentes. No pude ver nada más salvo sus ojos; sin duda los míos denotaban asombro, lo que provocó una sonrisa pícara en los labios de Kunihiro.
–¿Qué ocurre? –preguntó divertido.
–Tus lentes... –balbuceé, perdido todavía en aquel fascinante mar de chocolate. Él acentuó su sonrisa.
–Me puse lentes de contacto. Y me alegro de haberlo hecho, nunca habías clavado así en mí tus hermosos ojos violeta.
Algo me alertó. Estaba bajando la guardia, comenzando a sentirme indefenso de nuevo, como cuando era adolescente, ante aquel joven serio y formal. No, de ninguna manera. Sacudí la cabeza y me alejé dos pasos. Entonces vi que llevaba en las manos un ramo de flores. ¿Para mí? Ese tonto gesto ridículo, cursi y meloso no hizo más que molestarme al punto del enfado, pues no soy una boba mujer de las que seguro había intentado conquistar con ese gesto de «hombre conquistador falso». Si lo que quería era acostarse conmigo debió decirlo, no pensé negarme a ello.
— Son para ti Masaki, disculpa la demora.
— Entonces pasa mientras las pongo en la cocina.
Tomé aquella muestra de cortesía que pensé tirar en la basura, aunque las dejé en la mesa y volví por él con tal de marcharnos. Parado mirando justo a la puerta de entrada, dándome la espalda finalmente lo pude ver, pues la sorpresa de sus ojos desnudos y el estúpido gesto de las flores me habían impedido observar debidamente al atractivo hombre que de inmediato desvestí con la mirada. Un par de pantalones ajustados de mezclilla y una playera muy ceñida a su anatomía, junto con su chaqueta de piel en la mano; algo inusual en él, ya que siempre lo vi con aburridos trajes oscuros.
De inmediato caminé sigilosamente e irresistiblemente olí el aroma de su perfume combinado con su propia esencia. Aquella seductora esencia que recordé percibir en mi cama, la cual me causó algunos orgasmos mientras olí la almohada donde apoyo su cabeza ese par de días. Sin pensar dos veces desde su espalda comencé a devorar su cuello con pequeñas mordidas y besos ante los que sólo gimió sin detenerme. Con ambas manos acaricié su pene sobre la ropa y lo saqué para agitarlo directamente. Empujé mi pelvis contra sus posaderas deseoso de embestirlo. Se dejó guiar al sillón en donde retiré los pantalones y con saliva en un par de dedos lo preparé dilatando el lugar que habría de recibirme. Ni un segundo miré su rostro, no podría romper el encanto de nuestro encuentro, simplemente se apoyó con ambas manos en el respaldo dejándome la libertad de tomarlo.
No escuché una queja que me detuviera, sólo los gemidos de placer hasta que nos corrimos ávidos, entre respiraciones acortadas y una profunda calma.
— ¿Puedo usar el sanitario? — Preguntó con la cara roja y un gesto de incomodidad.
— Adelante, ya sabes dónde está. — Caminó apenas y en cuestión de no sé cuánto tiempo, regresó con el cabello peinado, el rostro sin sudor pero el gesto de incomodidad no desapareció de su cara.
— Masaki, creo que debo marcharme. Estas cosas son nuevas para mí, supongo que entiendes.
— Por supuesto, siento haber actuado de esta forma yo…
— No te disculpes ¿Qué te parece si nos vemos en tu próximo descanso?
De prisa intercambiamos teléfonos pues percibí su vergüenza y se marchó a prisa. Sonreí para mí pensando en que quizá había conseguido un tipo que complacería cada uno de mis deseos. La justificación que buscó los anteriores días mi cabeza, llegó para librarme de mis contradicciones, ya que no quería de ninguna forma alguna relación. Él era perfecto para experimentar, ayudarme a dejar ir su recuerdo y superarlo, trastornando cada parte de las memorias que tan celosamente guardaba mi cabeza sobre este tonto amor adolescente.
No esperé verlo tan pronto, puesto que a media semana se presentó en el bar y terminamos teniendo sexo tras la puerta de uno de los sanitarios del lugar. Sin embargo se retiró poco después de aquello causando intrigantes sensaciones.
El día de mi descanso del trabajo finalmente logramos salir, pero no al cine, se me hizo demasiado cursi y supliqué por ir a tomar un café, ya que no sabía si por estar en un lugar a oscuras acabaríamos haciendo cosas indebidas, o simplemente yo tenía ganas de hablar, de saber un poco más sobre él, para desmitificarlo y así lograr sacarlo de mi cabeza definitivamente. En esta ocasión preferí citarnos lejos de mi apartamento con tal de no ver flores nuevamente. Aunque para mi sorpresa en el café me esperaba con un ramo todavía más grande que el anterior y su vestimenta juvenil nuevamente. Caminé hasta él y justo al llegar me interrumpió antes de hablar:
— Traje esto para ti.
Avergonzado me senté y debía decirlo, así que lo hice tajantemente sin tocarme el corazón:
— No hagas eso Kunihiro. No me gustan las flores y no soy una mujer, si me quieres llevar a la cama mejor dilo, en vez de traerme un regalo de este estilo.
— ¿Qué tiene que ver un ramo de flores con sexo?
— No son las flores precisamente sino que me las traes como un ofrecimiento, un compromiso. Algo que haces con tus conquistas seguramente.
— No es así, en realidad no he salido con nadie desde mi divorcio y nunca la engañé a ella. Pensé que te gustaría un pequeño regalo y como no sé qué cosa se hace en una cita con un chico… Olvídalo, sólo voy a deshacerme de esto.
En el instante que se levantó con el ramo en mano, algo dentro de mí quería detenerlo, después de todo es un regalo para mí, pero la amargura de mis reflexiones me detuvo y lo vi tirarlo a la basura. Esa expresión de ternura desperdiciada…
La charla se hizo amena, descubrí entre sus historias al humano tras de la máscara, completamente frágil como yo. Tan temeroso de sus padres y preocupado por un millón de cosas que compartimos apesar de la diferencia de edad y de los mundos en los que nos desempeñamos.
Me sentí tontamente alegre mirando sus ojos una y otra vez sentados frente a frente, riendo con aquellas anécdotas de su trabajo. La confusión desapareció cada momento más y olvidé mis resentimientos. Aquellos ojos café sin lentes me miraron tan profundamente que yo desee besar su boca. Mi corazón palpitó emocionado pero justo cuando me perdería a realizar ese acto se apartó y miró alrededor de nosotros. Sus prejuicios…
No me había percatado que nosotros no nos habíamos besado una sola vez desde que esto empezó, pero creo que es mejor de esta forma, así podría verlo de manera objetiva sin dejarme llevar por algún sentimiento, más que estos que se marchan uno a uno al derrumbarse la idealidad de mí imaginación.
La confusión se hizo más grande, ya que nuestra conversación llegó a Tetsuhiro, el chico que lastimé por este detestable amor. Su pequeño hermano ha sabido salir adelante, me dijo que vivía con alguien ¿Será posible que sea feliz luego de lo que yo le hice? Entonces supe que las cosas no le fueron sencillas después de mis mentiras, simplemente le arruiné su adolescencia y él jamás habló mal de mí. ¿Cómo puede alguien perdonar algo imperdonable o superarlo?
Al cabo de un rato caminamos juntos por la ciudad hasta pasear en un parque. Ir a su lado era como casi pretender e imaginar algo con lo que fantaseé tantas veces cuando fui un chico. Ser tomado entre sus brazos… poder mirarme al espejo y sentirme cómodo con ello. ¿Acaso alguien como yo merecía un poco de felicidad? De pronto la confusión de mi cabeza, junto con las luces artificiales de la ciudad que nos rodearon, me hicieron verlo como en aquél entonces, un astro, una luz, una divinidad inalcanzable. Sin embargo cada sueño, cada imagen falsa de mis anhelos cobró sentido entre sus fuertes brazos rodeando mi cintura. Pretendí escapar, me agité hasta que no pude más y me rendí ante aquella dulzura. Sus labios suaves ligeramente humedecidos con su propia saliva, gentilmente se movieron sobre los míos. El aire escapó de mis pulmones y me asfixiaron aquellas tiernas emociones. Los golpeteos apresurados de mi corazón ensordecieron mis pensamientos negativos y permití manar mi propia esencia hasta él. Entregué esa parte que supuse perdida en mi corazón y me llenó con su profunda calidez.
Perdí el aliento, me perdí a mí, a la oscuridad que llenó cada minuto de mi vida, resquebrajando la realidad, el suelo bajo mis pies. Entonces el enfado creció, ya que nadie tiene derecho de cambiarme, mucho menos él que era capaz de lastimarme profundamente. Lo aparté temeroso y molesto, las lágrimas bajaron desde mis ojos inconteniblemente y expresé todo mi rencor finalmente:
— ¡No tienes derecho! No puedes volver de la nada y hacer esto conmigo. Dímelo ahora ¿Tu serías capaz de ser un sucio marica?
–Kunihiro Morinaga–
No pasaba el tiempo, tic-tac, cada minuto, cada segundo repiqueteaba en mi cabeza, como si el segundero del reloj de la oficina se hallase congelado en el tiempo. Un día, dos, tres. «Masaki». ¿Era aquello posible? Hastiado, me levanté a tomar un café de la máquina del pasillo. Una compañera me dijo algo, pero no la oí. ¿Qué me estaba pasando?
Desde que recordaba, nunca había sentido nada parecido. Nadie me había hecho palpitar fuerte el corazón; tan sólo entrar en casa y ver sus zapatos, entonces, tum-tum, ahí estaba. Ahora lo recordaba todo con una claridad meridiana, sin la angustia de la inseguridad que tan corta edad lleva consigo. Ahora era un adulto, no tenía caso intentar negar lo innegable. El diablo sabía que no podía explicarme todo aquello, pero lo que estaba claro es que aquel sentimiento, el que reprimí, el que odié cuando comencé a advertir que lo sentía, había retornado a mí con tal violencia que había arrasado con todo, con la educación represiva que Tetsuhiro y yo habíamos recibido, con mi matrimonio. Y le encontré de nuevo, y me acerqué, y me dejé atar, violar. Y Dios, cómo lo disfruté.
Confundido, totalmente perdido, decidí que por una santa vez iba a intentar escuchar mi corazón. El mío, no las razones de otros, no lo que la sociedad me impusiera. Si Masaki estaba incrustado de ese modo en mi cabeza, entonces yo tenía que dejar fluir lo que llevaba dentro. Sin duda, si no lo hacía así iba a terminar volviéndome loco. De modo que, pensé, adelante y que salga el sol por donde quiera.
El día de nuestra cita me vestí diferente. Yo era poco mayor que Masaki, no tenía porqué ir siempre con traje, aparte de mi trabajo, donde no tenía más remedio que usarlo. Así que me vestí de manera casual, me despeiné hacia atrás con los dedos y saqué del botiquín mis lentillas. Sólo las había usado una vez, cuando mi ex esposa me había aconsejado llevarlas a veces, para evitar las heridas que, en ocasiones, los lentes me hacían sobre la nariz. Las lavé con cuidado y me las coloqué sin problemas. Sonreí ante el resultado; no parecía la misma persona. De hecho, me parecía algo más a Tetsuhiro vestido de ese modo y sin mis gafas. Masaki se llevaría una grata sorpresa.
Por el camino, le compré un ramo de flores. No sé qué me impulsó a ello; quizás la mirada enamorada de una chica que se cruzó conmigo y acababa de recibir unas rosas de su novio. Estúpidamente, se me ocurrió que me gustaría ver una mirada así en los hermosos ojos de Masaki, de manera que compré las flores.
Pero su mirada se fue directa a mis ojos al verme en el umbral de su puerta sin mis lentes. Casi me hizo reír su cara de pasmo. Me lo habría comido ahí mismo. Entonces recordé lo que más me obsesionaba: besarle. Deseaba besarle más que ninguna otra cosa. Pero él enseguida cambió su gesto a uno de fastidio al ver las flores. Las aceptó, pero era obvio que no le había gustado recibir un regalo de mi parte. Se fue a la cocina y me quedé mirando hacia la calle, sin saber qué pensar. Algo no estaba yendo correctamente. Era como si Masaki estuviera manteniendo una rara lucha interna. En ocasiones parecía feliz, pero entonces de pronto se obligaba a volver a su eterna expresión de enfado y me decía algo desagradable. Entonces, sin esperarlo, sentí sus labios en mi cuello y un escalofrío me recorrió la columna vertebral, sintiendo toda la piel erizada. Esperé sus manos sobre mi pecho, bajo la camiseta. Esperé sus dedos en mis pezones, caricias en mi espalda, un abrazo. Peso sólo obtuve unas manos que fueron directamente a mi pene, sin más. Y unos brazos que casi me empujaron hasta el sofá, que me despojaron de mis pantalones. Los dedos en mi interior, su penetración, sus embestidas. Jadeos en mi oído, pero ni una palabra. Su brazo pasando por delante de mi cadera, estrechándome hacia él, que iba y venía con una cadencia enloquecedora, me condujo a un orgasmo animal, automático y breve. Luego me soltó, se apartó. Fue la sensación más desazonadora que había tenido nunca. Yo había ido en busca de un beso, sin saber muy bien qué era lo que quería con todo aquello. Y él me había vuelto a utilizar únicamente para su placer, como si se hubiera masturbado con mi cuerpo. Tendido boca abajo en el sofá, con Masaki a menos de un palmo de mí, me sentí más solo que nunca. Y sentí la imperiosa necesidad de irme, de alejarme.
–¿Puedo ir al baño? –, le dije, levantándome ya del sofá.
Me encerré y me miré al espejo. Mis lentes de contacto, mi pelo hacia atrás. Las flores. Idiota, idiota. ¿Qué esperaba de él? Ya no sentía nada por mí, ya había sanado todas sus heridas. Simplemente, me estaba utilizando. Y yo me estaba enamorando como un imbécil. Sin darme cuenta, mis ojos se llenaron de lágrimas. Los cerré, para evitar perder las lentes. Bajo ningún concepto quería que viese mis ojos rojos, mi gesto miserable de impotencia. De modo que me lavé la cara, me humedecí de nuevo el cabello y me erguí en toda mi estatura. Miré mi imagen de frente y no supe quién era el que me la devolvía al otro lado del espejo. ¿Podría algún día conocer a ese hombre, saber cómo era en realidad su alma? Una cosa estaba clara, al menos: había empezado a hacerlo. A aceptar lo que sentía, a no engañarme. No importaba si Masaki no me quería; saber qué era lo que quería yo sería bueno para mi corazón, para no volver a equivocarme más.
Salí del baño y no pude mirarle a los ojos. Me despedí diciendo que no me sentía bien. Por un momento, vi un pequeño gesto de preocupación en su expresión, pero sólo duró un instante. Y tuve la certeza de que, cuando Masaki se cortó las venas, su sangre se llevó consigo todo lo que su corazón sentía y lo dejó vacío, sin alma. ¿Sin alma? Eso no era posible. Todavía seguía herido y era todavía un niño, aunque ya no tuviera edad para ello. Odiaba al mundo, me odiaba a mí. Y se escondía detrás de ese odio porque tenía demasiado miedo a que volviesen a herirle. Al darle la espalda para abandonar su apartamento, sonreí. «Voy a quitarte esa máscara. Voy a devolverte todo cuanto te quité. O poco valgo, o tú vas a volver a sonreirme con tu mirada de cristal».
Fui a verle a los pocos días. No quería perderme en mis cábalas, en mis habituales pérdidas de sueño dando vueltas a todo. Era mucho mejor encarar las cosas, de modo que fui a buscarle a su bar. Y de nuevo, sin saber cómo, volví a caer en la vorágine de su pasión, de sus abrazos, de sus caricias toscas, que me utilizaban tan solo para su placer. Y terminámos teniendo sexo de pie, detrás de la puesta del baño.
Y en nuestra siguiente cita le llevé de nuevo un ramo de flores. Me pidió que no volviese a hacerlo más. Lejos de sentirme herido, hube de aguantar una sonrisa. «Muy bien, chico duro. Si quieres jugar rudo no seré yo quien te lleve la contraria». Estábamos lejos de su casa, con lo que no corría el riesgo de volver a ser forzado. Eso me alivió; por un momento, me dio la impresión de ser más dueño de la situación que él. Y hablamos, hablamos, hablamos. Recordamos, le conté de Tetsuhiro y su senpai, de lo mucho que este le quería a pesar de ser un hombre insoportable. Y a Masaki pareció gustarle saberlo, saber que, a pesar de lo que le hizo, Tetsuhiro había logrado rehacer su vida. «El mundo no gira a tu alrededor, superman», pensé.
Hubo un momento en que intentó besarme. Sin duda, habría sido un beso rápido, fugaz. Me sentí violento, me aparté. Simplemente, no era eso lo que yo quería, ni creía que lo quisiera él. Aquella noche mandaba yo, eso era todo.
Y salimos del bar. Caminamos uno junto al otro, protegidos por la luna y el manto negro de la noche. Llegamos a un parque, sin parar de hablar, de reír. Y entonces, me detuve ante él, le miré a los ojos y él me devolvió la mirada. Lentamente, acerqué mis labios a los suyos y comencé a devorar su boca, muy despacio; el labio inferior, grueso, húmedo; el superior, los dientes. Su boca se abrió lentamente para mí y metí despacio la punta de mi lengua que, al encontrar la suya, provocó en mí un estremecimiento de placer y un gemido sordo en Masaki. Me lo dio todo. Me invadió con su lengua en aquel beso desesperadamente lento, caliente, tan, tan deseado. Nos fundimos, nos abandonamos. Sentí mi erección crecer y crecer contra la suya, bajo nuestros pantalones. Y entonces, bruscamente, me apartó. Sus ojos estaban llenos de lágrimas, su boca fruncida tratando de contener su rabia. Y me habló.
— ¡No tienes derecho! No puedes volver de la nada y hacer esto conmigo. Dímelo ahora ¿Tu serías capaz de ser un sucio marica?
Su realidad, al fin desnuda ante mí. Su máscara en el suelo. Y su verdad, la verdad que tanto había ocultado, sobre todo ante sí mismo, me era arrojada como un arma directa a mi corazón. Le miré fijamente, con la serenidad que mi excitación me permitió.
–Yo no soy un sucio marica. Y tú tampoco, Masaki. Ni lo es Tetsuhiro. Cometí un terrible error que he pagado todo este tiempo, que me ha costado mi matrimonio y mi vida. Pero ya está, no estoy dispuesto a seguir errando. Quiero tenerte conmigo, quiero saber qué somos capaces de hacer juntos.
Intenté tomarle de nuevo por la cintura, pero él me lo impidió. Me dio la espalda sin parar de sollozar, con el rostro anegado en lágrimas.
–¡Tú no sabes nada! ¿No lo entiendes? ¡Yo ya no siento nada, ni por ti ni por nadie!
Le obligué a girarse, traté de alzar su rostro para encarar sus ojos, pero los cerró fuerte y bajó la cara. Entonces, se dejó abrazar. Su llanto era cada vez más y más copioso, mis brazos no soltaban su cintura. Y abrió los suyos, volviendo a cerrarlos en torno a mí. Hundió su cara en mi clavícula y me abrazó muy, muy fuerte. No pude decir nada, sólo acompañarle en su llanto, que ya era mío, y lloré con él, tomando su cabeza contra mi pecho, estrechándole contra mí hasta que no cupo entre nosotros un alfiler.
–Te equivocas, Masaki. Tú sientes muchísimas cosas. Yo debería ser el más perdido, el menos seguro de los dos, pero todo está girando a mi alrededor y cambiando muy deprisa, apenas tengo tiempo ni ganas de pensar en ello. En cuanto a ti, al primero que has de comenzar a amar es a ti mismo. Es necesario que te perdones por ser diferente, por no ser como los demás. Es necesario que hagas las paces con el niño que fuiste, con el que se enamoró de mí. Es necesario que abraces a ese niño y lo quieras tal como es. Sólo entonces podrás comenzar a ser la persona maravillosa que llevas dentro. Y, si para ello tengo que renunciar a ti, lo haré con gusto.
Masaki alzó entonces su cara y me miró. Sus ojos brillaban bajo las estrellas, que reflejaban su luz en cada una de sus lágrimas. Le sonreí, tomé su cara con mis manos y volví a besarle despacio. Una vez, otra, de nuevo los labios, la lengua, de nuevo el fuego que se fue encendiendo dentro y acabó por quemarnos. No podía más.
–¿Podemos tomar un taxi?
–¿Dónde quieres ir? –me preguntó, con total indefensión en su voz.
–A mi casa.
En el taxi traté de comportarme, más por él que por mí. Pero en el ascensor de mi casa volvímos a comernos a besos. Entramos en mi apartamento sin abrir los ojos, quitándonos la ropa el uno al otro por el pasillo, entrando en mi cuarto y dejándonos caer pesadamente sobre la cama. Necesitaba tenerlo, ¡oh, sí! Necesitaba sentirlo, hacerle entender que no estaba, que no estaría solo nunca más, que me tendría mientras él quisiera. Por eso le desabroché la camisa despacio, le acaricié el vientre liso, precioso, marcado, delgado. Sus pezones rosados estaban duros antes de que mi lengua los encontrara, pero jugué con ellos hasta escucharle sollozar de deseo. Sólo entonces bajé mi mano y descubrí que su ropa interior estaba un poco húmeda.
–Mmmm...Sí, amor, deja que te toque, quiero darte placer.
Lo dije sin pensar, «amor». No me importó; nunca se lo había dicho antes a nadie, y a quién mejor que a él, a la única persona que me había tenido tantas noches en vela, que me había hecho llorar, sentir de aquel modo tan intenso. Mis manos tocaban su piel mientras mi corazón seguía perdido entre dos mundos, el recien encontrado y el que tan recientemente acababa de abandonar. Cada vez más claro, más vivo, el reflejo de cuanto pensaba y sentía se hacía presente en mi mente y de pronto se alejaba de mí; la lucha entre mis complejos, mis antiguos deseos y los verdaderos se continuaba librando mientras yo, caballero cansado, había tomado casi la decisión de deponer las armas definitivamente.
Y Masaki me dejó tocarle. Le desnudé, le acaricié, bajé mi boca hasta su pene y lo lamí con tanta fruición que casi le hice correrse sin querer; agarró mi pelo y me apartó un poco.
–Espera...condones...¿me pones uno? –me dijo, con un hilo de voz.
Rápidamente, los saqué del cajón de mi mesita de noche y tomé uno del interior de la caja.
–Espera –repitió de nuevo–. Deja que te prepare...
Le sonreí.
–Mejor quédate quieto –le dije, cogiendo una de sus piernas y colgándola sobre mi hombro.
Me miró con asombro, mientras yo deslizaba mi mano por su muslo y buscaba su entrada, que empecé a masajear suavemente.
–O...oye...no querrás...tú no...pretenderás...
Tapé su boca con mis besos y su lengua se enredó en la mía al sentir mis dedos penetrarle. Empecé a oir sus quejidos, sus suspiros, dentro de mi boca, mientras le acariciaba y encontraba sin problemas su punto de placer. Arqueó la espalda, separó su boca de la mía y dejó escapar un fuerte gemido. Yo le introduje entonces un dedo más y comencé a moverlos hacia dentro y hacia fuera, tal y como él me había hecho a mí en las anteriores ocasiones. Entonces sentí que su orgasmo estaba muy cerca y me detuve. Abrí con los dientes la funda del preservativo, me lo puse deprisa y monté a Masaki con cuanta suavidad pude permitirme. Por todo el estímulo previo, mi pene entró solo. Alcé la otra pierna de Masaki sobre mi hombro y comencé a cabalgarle despacio, cada vez más hondo, cada vez más rápido. Sus jadeos aumentaban, los míos alcanzaban los suyos y, en un momento, tuvimos un convulso y violento orgasmo, donde sentí que me vaciaba por dentro como nunca antes me había sucedido en toda mi vida.
–Me gustaría saber qué estás pensando.
La cabeza de Masaki reposaba sobre mi pecho, que se alzaba y bajaba despacio, acompasadamente, con mi brazo estrechándole junto a mí. Jamás había sentido aquella paz, aquel sosiego.
–Nada en concreto –le dije–. Tan solo me siento feliz. ¿Y tú?
Calló un momento. Me asusté, no sabía qué me diría. Pero al poco, sus palabras brotaron en un tono fluido y calmado que no le había oído desde que habíamos vuelto a encontrarnos.
–Yo también. Estoy bien. Pensaba en lo que me dijiste en el parque.
Estreché más su cuerpo contra mí.
–¿Lo de quererte a ti mismo?
–Sí. Creo que tienes razón –Alzó su cabeza para mirarme– ¿Me ayudarás?
Sonreí.
–¿Tienes que preguntarlo? Claro que te ayudaré. No quiero tener sexo contigo, darme una ducha y olvidarlo, Masaki. Quiero ir contigo de compras, ayudarte a elegir tus zapatos y que me enseñes a cocinar. Quiero que me digas qué camisa me queda mejor e ir a esperarte al trabajo en coche. Quiero estar ahí para todo cuanto necesites de mí.
Apartó su mirada. En un momento, le sentí muy lejos. Tan entregado, tan cercano como había sido hacía sólo un momento, ahora su mente viajaba a otros mundos y otras dimensiones que me eran velados. Un dejo de tristeza en sus ojos me mató.
–Estoy cansado –me dijo sin mirarme.
–Te entiendo.
–No, no lo creo. Estoy cansado de luchar, de huir... No sé. Cansado.
Le besé el pelo.
–Masaki, ¿qué es lo que más te duele, la cosa que cambiarías si pudieras? –Su mirada se perdió en el techo de la habitación.
–Tetsuhiro... –me dijo, con un hilo de voz. Yo sentí un nudo en la garganta.
–Entonces, ¿no crees que deberías hablarle?
–¿Debería? –contestó, con voz débil–. ¿Qué podría decirle?
–Lo que tengas en el corazón –le contesté, con el mío en la garganta.
–No sé, no creo –me dijo–. Me asusta demasiado la idea.
–En todo caso, toma –le dije, tomando de mi mesilla de noche una tarjeta–. Esta es su dirección en Nagoya, y su teléfono. Si en algún momento te ves con fuerzas, no lo dudes. Sabes de quién estamos hablando, sabes que su corazón es tan grande que no le cabe en el pecho. Si necesitas hablarle, él te escuchará.
Dubitativo, tomó la tarjeta y la dejó en la mesilla de su lado.
–Gracias, Kunihiro. Pero no creo, duele demasiado...
Su tono me hizo sentir una punzada de dolor, que enseguida deseché cuando se acurrucó de nuevo sobre mi pecho y noté su respiración acompasada y plácida en pocos segundos. Dormido sobre mí, apenas notaba su peso. Y me quedé dormido también, navegando entre esos dos sentimientos, esos dos mundos extraños que me traían de cabeza; la persona que había sido y la que estaba naciendo en mí, en tan breve espacio de tiempo.
Desperté con una sensación extraña. Masaki. No notaba su peso sobre mi pecho. Miré a mi lado y la cama estaba vacía. Una sensación de desolación absoluta me invadió. ¿Dónde estaba? ¿Se había ido sin decirme adios? Le llamé, pero no me contestó al teléfono.
Me levanté deprisa, me di una ducha, me vestí con unos jeans y una camiseta, y salí a la calle. Mientras caminaba, le volví a llamar: nada. Fui a su casa, pero no me abrió. No parecía haber nadie. Masaki. Dios mío, ¿qué hice mal? ¿Dónde estaba? ¿Porqué me había dejado así? Y de pronto, me detuve. ¿Qué estaba haciendo? Corriendo tras un chico cuyo corazón hacía ya mucho tiempo que no me pertenecía, sólo porque habíamos tenido sexo un par de veces. ¿Qué pasaba conmigo? ¿Qué pasaba con él? ¿Dónde, dónde demonios, dónde estaba? Mareado, me senté en un banco. «Me llamará. Me dirá algo él mismo. También está confundido, tampoco sabe a qué atenerse. Yo soy heterosexual, le insulté, le dañé. Su experiencia fue traumática. No es tan fácil, ni para mí ni para él. Tiempo. Debo darle su tiempo y tomarme el mío». Algo más tranquilo, regresé a casa. Todo estaba bien. Él me llamaría. Tenía que aclararse, y yo debía aclararme también. Entonces, ¿porqué esa lágrima acababa de mojar mi zapato?
Los días pasaban y no me llamó. Acudí a su bar, esperando verle, hablarle como si no pasara nada, preguntarle si podíamos vernos de nuevo. Y cuál no fue mi sorpresa cuando me dijeron que había pedido la cuenta, que ya no trabajaba ahí. Sentí que el suelo se hundía bajo mis pies y necesité sentarme.
–Está pálido, señor, ¿le sirvo algo?
No, claro que no. Tenía que irme. No estaba en casa, no estaba en el trabajo. ¿Dónde? Entonces, me detuve en seco. Tetsuhiro. Nagoya. La tarjeta no estaba donde él la había dejado, eso ya lo había visto días atrás. El alma se me hizo del tamaño de un puño. ¿Habría vuelto a por él? Y Tetsuhiro, ¿qué haría? Aquél demonio rubio...él le amaba, pero su senpai le trataba tan mal... ¿Y si Tetsuhiro decidía...? Di la vuelta y regresé a casa. Habían pasado unos pocos días, todavía podía encontrarle, quién sabe si hacer algo. Tomé cuatro prendas, hice una pequeña maleta y marché hacia el aeropuerto.
