Disclaimer: Nada de esto me pertenece, todo es propiedad de J.
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Este fic participa para el reto especial de aniversario "Lo bueno viene de a cuatro" del foro La Noble y Ancestral Casa de los Black.
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I.
Guerra
1346. Crécy, Francia.
Era el campamento militar más grande en el que había estado, sin lugar a dudas. Y sin embargo, los murmullos entre los soldados rasos insistían en que el rey de Francia había conseguido un ejército aún más descomunal, pagando a mercenarios bohemios e italianos para que pelearan por su flor de lis.
Godric no tenía miedo. Había partido con sus escasas pertenencias hacia Flandes henchido de orgullo a pesar de que no le habían dado para cambiarse los harapos que traía después de varias jornadas de viaje, y había consolado a un chiquillo de su pueblo, Daw, en el terror de las primeras noches lejos de casa, embarcados en la más grande aventura que pudiesen imaginar.
En ese momento, esperando indicaciones en la retaguardia de la enorme arquería inglesa, podía sentir vibrar sus extremidades de expectación, aferrando su lanza con la misma firmeza que su padre seguía sosteniendo la azada a pesar de los años y la gota que lo atacaba con más fuerza cada invierno.
—Increíble, ¿verdad?— susurró a su lado Daw, tan esmirriado que parecía confundirse con las lanzas y las flechas que se removían con inquietud. Había conseguido pegarse a Godric durante todo el viaje, sintiéndose seguro bajo su influencia, y ese día, ya dispuestos en el segundo grupo de arquería, la suerte había terminado por dejarlos juntos. El muchacho tenía manchas rojas de excitación bajo la piel blanca. —Que podamos verlo tan de cerca.
Godric siguió la mirada de aterrado embeleso hacia adelante, mucho más adelante, más allá de la marea de cuerpos casi desnudos, lanzas y arcos que podrían contarse de a miles, para divisar la brumosa figura de varios jinetes a la cabeza del nutrido grupo de infantería preparado para el ataque.
El muchacho parecía genuinamente entusiasmado, y Godric se reservó su juicio, aunque esperando que recuperara la cabeza en cuanto dieran la señal de inicio.
Las primeras experiencias en escaramuzas y pequeñas batallas que había desatado el ejército de Eduardo III le habían enseñado a Godric que la extrema atención lo era todo si deseaba sobrevivir. Y él deseaba seguir viviendo, porque nunca había experimentado tal sensación de riesgo y adrenalina que lo sumían en un estado de éxtasis sin parangón.
Quería seguir peleando esa guerra. Realmente quería hacerlo.
Había descubierto cuál era el sentido de su vida.
Sin embargo, no podía dejar de lado la molesta idea de tener cierta ventaja por sobre sus compañeros rasos que no paraban de echarse miraditas de soslayo, esperando al primero que sucumbiera al pánico de enfrentar a la muerte a la cara. Vestidos con un calzón sucio, sin cotas ni escudos, la mayoría de ellos pobres agricultores arrancados de su tierra y enfermos de disentería, no encontraban en la lucha por Inglaterra esa pasional expectación que había sentido Godric, enloquecido por el chasquido de los arcos al disparar. Y eso le aumentaba el orgullo, porque sabía, tenía la certeza casi absoluta que, manteniendo la mente fría, sobreviviría.
Ese halo de protección que había descubierto en Flandes, cuando un irlandés desnutrido lo había asaltado por la espalda para quitarle las gachas que se había retirado a comer en silencio, lo seguía a donde fuese. Bastaba con concentrarse, sentir la sangre correr por sus venas a un ritmo frenético para poder sentir ese algo, esa cosa casi mágica que lo protegía de la muerte.
Por eso, Godric se cuidó de poner en evidencia que la emoción por distinguir la figura del Príncipe Negro a la distancia lo distraería, siendo consciente que pondría más nervioso a Daw y con eso, sería blanco fácil una vez que todo comenzara.
Le había tomado aprecio al chiquillo.
A pocas varas de ellos, los balbuceos iban subiendo el tono, algunos comentando como Daw sobre la fascinante cercanía con el primogénito del rey, y otros, echando más leña al rumor esparcido esa mañana.
—Por ahí —le indicaba sin disimulo Crispin, un robusto panadero de York a su hijo, que parecía al borde de dejar resbalar el orín por sus piernas.
Daw, impaciente junto a Godric, estiró el cuello en esa dirección, sin divisar lo que fuese que estuviese buscando.
—¿Qué hay? —inquirió, con los ojos bien abiertos hacia Crispin. El aludido señaló con el dedo hacia adelante, en la zona donde los caballeros se iban congregando alrededor del Príncipe Negro.
Otro soldado —Godric lo reconocía del pueblo, aunque no recordaba el nombre—, intervino al oír los cuchicheos.
—Es el hijo del conde de Slytherin —explicó, con voz grave. —Me han dicho que lo han puesto al servicio del Príncipe, después de todo, su padre acaba de ser nombrado su vasallo. Será su primera vez en batalla.
Daw, que había dado un respingo al oír el nombre, se tapó la boca abierta con la mano libre y susurró entre los dedos.
—¿El hijo del conde? —repitió, aunque había oído perfectamente. —¿El que puede hablar con las serpientes?
Godric torció el gesto, contrariado ante el comentario, pero no acotó nada. El pobre crío parecía al borde del desmayo al oír las palabras de Daw. El soldado asintió, entrecerrando los ojos para divisar la figura del hijo del conde y Crispin chasqueó la lengua, cambiando el peso hacia la otra pierna.
—¿Pero qué dices? —exclamó enfadado. Godric se preguntó si en verdad, su enfado se debía a que el blandengue de su hijo estaba al borde de las lágrimas.
—Esas son puras patrañas.
—¡No lo son! —chilló Daw, presa de la excitación. —Nosotros somos del condado, y te aseguro que eso dicen ¿verdad? —afirmó a la carrera, buscando corroborar sus palabras mirando alternadamente al hombre y a Godric. Crispin mantenía sus cejas levantadas, escéptico. —Puede hablar con las serpientes. ¿No es así, Godric?
El aludido, que había mantenido la vista al frente a pesar de que seguía la conversación con atención, se zafó de tener que dar una respuesta porque en ese momento la señal finalmente llegó hasta el grupo de infantería, encendiéndose como un árbol seco golpeado contra un rayo. La palidez de Daw creció a la vez que los murmullos de ansiedad, y el muchacho se envaró, olvidando a Crispin y a los demás, los ojos fijos en su destino.
—Apunten.
Los arqueros ingleses, claves en la estrategia desarrollada por Eduardo y su hijo, dieron un paso al frente.
A Godric se le aceleró el pulso, al borde de la ebullición, cuando los arqueros se dispersaron y tuvo la primera vista del horizonte, favorecida por la posición elevada elegida por el Príncipe Negro para disparar.
Los franceses eran miles.
La segunda señal llegó. Las flechas arañaron el cielo con una asombrosa rapidez y, antes de que pudiese volver a chequear a Daw, estaban siendo ordenados a bajar a la carrera para enfrentar a la temible infantería francesa.
Ebrio entre cuerpos sudorosos, atento solo a sus movimientos, Godric avanzó y se cargó en el acto a varios soldados de a pie franceses, manchándose la piel con sangre ajena. Sintió el regusto metálico en los labios y, con la corriente eléctrica que no podía controlar, envió lejos una flecha que se dirigía directamente a su cabeza.
Los arqueros avanzaban, haciendo que las primeras líneas de ejército francés cayeran como moscas a pesar de sus férreas armaduras. Godric, en un momento de respiro —tenía las manos pringadas de viscosa sangre roja—, divisó por el rabillo del ojo la imponente figura de un jinete vestido de negro que pasó cerca suyo blandiendo la espada, seguido de un reducido séquito de caballeros.
El instinto lo obligó a seguirlos, pensando en dónde mierda estaría Daw —imposible de encontrarlo en esa marea excitada de cuerpos danzantes—, cuando, al llegar hasta el flanco de un aristócrata de caballo blanco, parpadeó y aquello que tenía en el interior, esa extraña magia lo instó a actuar.
El Príncipe Negro, en un alarde de destreza sin comparación, había derribado a un noble francés de una estocada certera. Mientras giraba su espada para volverse y proseguir su marcha mortífera, Godric reparó en un caballero que avanzaba por sobre los cadáveres que regaban el terreno, su objetivo evidente en sus ojos.
En lo que tarda el corazón en latir, Godric extendió la mano abierta hacia el francés y lo hizo volar por los aires, alejándolo del Príncipe Negro y desviándolo hacia su posición y, de una sola maniobra, le quitó —¿o atrajo hasta sí?— la espada al caballero inglés que tenía a su lado, rebanándole de una tajada la cabeza al noble extranjero que volaba hacia él.
Sucedió tan rápido que el Príncipe Negro, asombrado, se quedó de piedra por un segundo —ese segundo en el que pareciera que el resto no importara, que el griterío producido por la muerte se conviertía en un murmullo— y observó pasmado al joven soldado que acababa de salvarle la vida.
Aunque no supiese cómo lo había hecho.
Godric, satisfecho, inflado de arrogancia, las palabras de su padre resonando en sus oídos —tan valiente, hijo, con la caricia lánguida en la mejilla—, esperó el reconocimiento que no llegó, pues el primogénito de Eduardo III espoleó su caballo y continuó la marcha sin volver a detenerse en él, seguido de sus caballeros que recién empezaban a salir de su estupefacción.
El aristócrata que se había mantenido al su lado le arrebató de un manotazo la espada, blandiéndola como si nada hubiese ocurrido, y se marchó al trote con el resto, la espalda bien erguida bajo el cielo despejado.
Se miró la mano con la que había hecho tamaña hazaña, manchada de sangre reseca, el cosquilleo del metal empuñado recorriéndole las terminaciones nerviosas, y se puso en movimiento, confiado, entregado a su halo protector, decidido a matar a tantos franceses como hiciese falta, y, en el camino, encontrar a Daw.
Pero su magia estaba solo encerrada dentro de su cuerpo.
Y no en el de Daw, que yacía con los ojos abiertos y el torso mutilado sobre los campos sembrados de Crécy.
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¡Hola a todos!
Les traigo una historia muy extraña, están avisados.
Es una idea que venía rondando en mi cabeza hacía varios meses, y terminó de cobrar forma cuando por casualidad, leí el desafío de aniversario del Foro de la Noble y Ancestral Casa de los Black. Es la primera vez que participo en un reto, en verdad he estado muy concentrada en terminar mi larga historia sobre la primera generación, pero al final la cosa tenía ya los contornos tan definidos que no pude resistirme.
Los capítulos girarán en torno a los Cuatro jinetes del Apocalipsis —guerra, peste, hambre y muerte—, y se centrará en la vida de los Fundadores antes de ser Fundadores. Es la primera vez que escribo sobre ellos, y la verdad que nunca leí nada de esta época, así que no tengo idea qué construyó el fandom al respecto.
Por otro lado, creo que estoy ignorando muchas cosas que dijo Jotacá en Pottermore, pero bueno. Ya sé que la ambientación es tardía, plena crisis del siglo XIV, pero me daba pereza buscarle la vuelta para encajar mi idea en la Temprana Edad Media cuando está época la manejo muchísimo mejor.
Todo lo escrito aquí fue real, Crécy es la primera de las tres grandes batallas que Eduardo III le ganó a Francia durante la Guerra de los Cien Años, destacándose por el uso de sus arcos.
Finalmente, creo que pudo ser posible que Salazar fuese un aristócrata, en el hilo de esta historia, vasallo del príncipe de Inglaterra —el Príncipe Negro, por su característica armadura—, mientras que Godric era un simple soldado, reclutado en leva campesina.
Subiré los próximos en unos días, y están avisados: no esperen demasiada coherencia.
Culpen a mis dos meses de preparación para el examen final de Historia Medieval por esta trama.
Y si llegaste hasta aquí, un océano infinito de gratitud.
Ceci Tonks.
