Just for fluff.

Descargo de responsabilidad: Skip Beat pertenece a Nakamura Yoshiki y Peter Pan pertenece a los Herederos de J. M. Barrie. Inspirado libremente en Finding Neverland (Descubriendo Nunca Jamás), 2004, dirigida por Marc Forster.


HADAS

Campanilla se moría.

Se dice que las hadas nacen con la primera sonrisa de un niño, y mueren cuando dejas de creer en ellas. Cuando te haces mayor y ya no ves la magia a tu alrededor… Las hadas mueren cuando muere el niño que hay en ti…

Pero Peter Pan se niega a perder a su amiga. No puede perderla. ¡La quiere, la necesita! ¡Él cree en ella!

Pero no es suficiente…

Así que Peter hace lo único que puede hacer. Se pone en pie y avanza hasta el borde del escenario, y se dirige al público, más allá de la línea de focos y candilejas.

—¡Ayudadme! —les dice con la voz llena de miedo y esperanza—. La magia no debe morir. Campanilla no debe morir. ¡Ayudadme! Dad palmas si creéis en la magia. Dad palmas si no queréis que las hadas mueran… —dos, tres, alguna más, tímidas palmadas empezaron a oírse en algunos puntos del patio de butacas.

—¡No! ¡Eso no es suficiente! —gritó Peter—. ¡Repetidlo conmigo! Yo creo en las hadas, yo creo en la magia. ¡Dad palmas! ¡Creed! ¡Yo creo en las hadas!

Y entonces comenzó.

Primero era como un chasquido vacilante que se repetía, pero luego fue seguido por otro y por otro, más y más firme, creciendo, un sonido rugiente como la marea, hasta que se convirtió en un estruendo que rebotaba contra las paredes del teatro.

Y luego se le unieron las voces.

—¡Yo creo en las hadas! —grandes y pequeños, ancianos y adultos, todos (niños de cualquier edad) lo gritaban—. ¡Yo sí creo!

—¡Yo creo en las hadas! —exclamaba también con todas sus fuerzas una joven. Ella aplaudía, aplaudía y no cesaba en su empeño—. ¡Yo creo en las hadas! —sus manos hacía rato que se habían vuelto rojas y su garganta estaba seca, pero ella no se daba por vencida. Su voz enronquecida se unía a las otras, clamando por la vida de Campanilla.

A su lado, un hombre joven, de ojos viejos, no está mirando hacia el escenario. No. Él mira a la joven mujer sentada a su lado.

Él la mira tan solo porque no puede evitarlo.

Esos ojos, estanques de oro y miel cuajados en lágrimas, llenos de asombro y maravilla, llenos de magia e inocencia. De su propia magia. Una magia que sana corazones e ilumina las vidas de quienes se miran en sus ojos. Una magia poderosa y antigua, la suya. La que ella extiende a su alrededor, sin darse cuenta, sin advertirlo. Quizás tan solo porque los demás creen en ella.

Más de lo que ella cree en sí misma.

—Yo creo en las hadas… —le susurró el hombre a la joven dama.

Ella le mira entonces, con los ojos resplandeciendo como estrellas en una noche oscura, destellos de lágrimas sin derramar, y él siente (una vez más) la familiar sensación de que su corazón crece y crece hinchiéndole el pecho, y de que le falta el aire si ella le sonríe. Y que a su lado, ni el mal ni la oscuridad pueden tocarlo.

Sí, tiene la certeza…

Ella es un hada.

—Yo creo en las hadas —repite ella, con un suspiro tembloroso, volviendo la vista al escenario y dejando libres por fin las lágrimas en cuanto Campanilla alzó el vuelo, viva y fortalecida. Y risas felices de todas las edades se mezclan con las suyas y las lágrimas se extienden como un reflejo de las de ella por todo el patio de butacas porque la magia no ha muerto.

Porque las hadas no han muerto.

—Yo sí creo en las hadas —repite él, vaciando de aire el pecho, perdido en la contemplación del perfil maravillado de su esposa.

Él lo sabía bien. Él veía su magia todos los días. La sentía en sus ojos, en su piel, en sus labios.

Su corazón lo sabía.

Ella era un hada.

Y su magia era eterna.