El hombre que más la quiso

Cuando se enteró, sintió que sus ojos comenzaban a arder en el famoso fuego que engalana al Hades. Cerró su puño, el cual estrelló contra la pared. Algunas gotas de sangre se escurrieron por aquella mano que sólo intentaba descargar su odio. Era imposible que Candy y Albert se fueran a casar. Todos los periódicos anunciaban el gran evento que se celebraría en unos días.

Susana lo observó callada y sólo supo qué le ocurrió cuando aquel hombre tiró el periódico sobre el piano de pared, que estaba tan y tan solo que nadie se acordaba de él. La actriz supo que era inevitable que Terry Grandchester sintiera que el mundo acabaría cuando Candy y Albert se casaran. Lo vio desfilar con violencia por la puerta y escuchó una pequeña grieta que se produjo del golpe, que la misma sufrió, cuando Terry la cerró con vehemencia tras su paso. Susana suspiró resignada ante lo peor, que ya sabía que iba a venir.

Por la tarde, Grandchester llegó al apartamento y quedó de una sola pieza cuando vio a Susana que lo esperaba con las maletas en mano.

-Me harté- sentenció Susana. –Para tu información, yo también tengo dignidad.

Terry estaba mudo.

-¡Ve! Ve y búscala. Vamos, sé que quieres hacerlo.

El actor seguía demudado.

-¿Qué¿Me vas a decir ahora que no es cierto? Estoy segura de que así es. Sé que la amas. Sé que la deseas. Sé que estás conmigo porque te salvé la vida. Sé que estás conmigo por lástima. Simple y sencillamente, me harté- repitió.

Susana puso con dificultad sus valijas en su falda y comenzó a irse en la silla de ruedas que la cargaba.

-Perdóname…- dijo en un susurro Terry cuando Susana cerró la puerta y por fin se había ido.

El actor se sentó en el sofá y buscó a tientas en su saco el boleto que lo llevaría a ver a Candy y convencerla de que no se case.

"Menos mal que Susana me la puso fácil…", pensó Terry, mientras revisaba la hora en que saldría el tren.

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Todo estaba en marcha. La iglesia, el cura, los invitados, la decoración en la mansión de los Andrew, la comida, el pastel de bodas...todo. Se vislumbraba una hermosa boda. Mucha gente había venido. Sí, eran muchos los invitados de todas partes: Estados Unidos y Europa. Gente rica, gente importante, familia, políticos, algunos miembros de la realeza inglesa, algunos grandes empresarios y magnates petroleros... ¿Qué más se podía pedir de la boda del heredero del imperio Andrew? Todos los periódicos anunciaban la fastuosa boda de los sencillos novios: Candice White y William Albert.

Candy estaba realmente nerviosa, un poco más tranquila al saber que ya habían llegado la Señorita Pony, la hermana María y todos los chiquillos del Hogar; hasta el cartero estaba invitado, petición que no le negó el apuesto William que amaba infinitamente a su novia, aquella chica que conoció de niña y que jamás pudo apartar de su mente.

El vestido de la novia era espectacular. Realmente, la novia parecía una pequeña princesa dorada, que llamaba inevitablemente la atención de todos lo que se les acercaban.

El momento de entrar a la iglesia se acercó. Albert esperaba impaciente en el altar. Sencillamente, no podía dar crédito de lo que estaba viviendo: por fin se casaría con ella, por fin. Sus nervios lo tenían temblando como a un bebé, lo que trataba de disimular frente a aquella multitud de personas que no dejaban de cuchichear de lo maravilloso que estaba todo, de lo elegante, de la linda boda que se avecinaba. Todos hablaban de la linda pareja que hacían Candice y Albert.

La marcha nupcial iba a comenzar, Candice estaba con Archie. Lo sentía como su hermano y le pidió que la entregara a Albert, proposición que no dudó en aceptar. Justo cuando se disponían a entrar a la iglesia, Candy sintió que la halaron bruscamente de su brazo libre y al mismo tiempo un hombre de cabellera negra, ojos azules y voz familiar le decía: Candy, vengo a llevarte conmigo.

Si, era él. Definitivamente, era Terry.