1. Matices de la Demencia.
Había pintado muchas veces ese retrato. Cada línea negra, fría, baja y triste, cada punto, cada cabello, cada retazo de piel, de carne, de soledad. Todo de una manera delicada y mística, minuciosa y desdichada en su mente, en ese espacio vacío y gris que reservaba para él. Lo había pintado miles de veces.
Tras los muros de piedra maciza, tras las horas opacas y miserables sólo lo veía a él, en la misma languidez y abandono de siempre. Se sentía mortalmente agradecido cada vez que su trabajo le impedía pensar y recordar de su escurridiza figura. Se sentía socorrido por el malestar que atenazaba los músculos de su espalda, alababa el dolor de cabeza fuerte y punzante que impedía que su pensamiento se deslizara por sendas indeseadas y se arrodillaba ante la fatiga misma de un día duro de trabajo.
Todo por no permitirse pensar en eso que hacía que cualquier dolor o cualquier cansancio fuera una broma. Tenía el infortunio de encontrárselo a cualquier hora y en cualquier lugar insospechable, aunque sospechaba que el mismo retiraba la sospecha de ciertos lugares deliberadamente. Era como si el destino y los suelo y las paredes y su ser quisieran torturarlo.
Y lo lograban. Lo lograban de una manera inexorable. Porque ese joven de ojos negros, cabello largo, pálido y de andar desgarbado no lo observaba con algo diferente a indiferencia y quizá un poco de cortesía. Sólo un poco.
Había amanecido. El paisaje gris y nublado que se veía desde la ventana pequeña que rompía la monotonía de su habitáculo prometía otro día frío y lluvioso. Prometía sucias huellas de pisadas por todos los rincones del castillo, prometía charcos de agua de alumnos que quizá pescarían una pulmonía, prometía chimeneas encendidas y quizá algunos regueros de ceniza también. Retiró la mirada del paisaje y sus influencias y por un instante su rostro ojeroso por la noche de desvelo, se reflejó en la pulida superficie del cristal de la ventana.
Se vistió con su acostumbrado abrigo marrón y caminó por los pasillos fríos y desérticos para llegar a las cocinas. No acostumbraba a comer con los demás en el gran comedor. Detestaba ver sus caras tan saturadas, tan vacías, tan... perdidas. Por eso siempre desviaba su rumbo hacia las cocinas, donde los elfos domésticos disponían de comida y un espacio solitario para él. Quizá no les agradaba. No le extrañaría que así fuera.
Al terminar su desayuno, salió de las cocinas para dirigirse a su despacho y procuró evitar (aunque no con demasiado esmero) el camino de los alumnos que se dirigían hacia el Gran Comedor. Tal vez él también estaba buscando una manera de evadir a los alumnos. Se cruzaron en el camino a sus respectivos destinos y compartieron miradas durante un segundo. Un segundo que para el muchacho que se movía casi como una sombra fue un simple reconocimiento. O tal vez nada. Un segundo que para él fue por un momento, la confirmación de que no tenía escapatoria. Uno de tantos momentos que terminaría por esparcir su vida como agua, como arena. Todo por una estupidez.
Aunque al parecer el destino había decidido darle una tregua aquella mañana. Pero no dejaba de pensar que esos rincones insospechados yacían como él: absolutamente desdibujados.
A veces cuando recreaba su imagen de aquella manera casi primaria, sentía que quizá podía inventarlo. Inventar que ambos se consumían en esa llama en la que sólo yacía él. Inventar miradas profundas y penetrantes, roces casuales, palabras, susurros suplicantes y quizá un poco de aceptación de parte de la gente. Inventar, sólo inventar. No morir de esa manera silenciosa, lenta y anestésica en que lo estaba haciendo. Soñar.
¿Por qué la noche no era eterna?
