· Todos los personajes son de la malvada de Stephenie Meyer. No copies, porque puedes morir de un remordimiento de conciencia.

· Emmett desea a Rosalie y ésta no está muy dispuesta a que sea recíproco. Lo que no sabe es que Emmett lleva todas las de ganar... Capítulos cortos y totalmente mejorables.


I
Entra en mi juego

La primera vez que los ojos de Emmett se posaron en el blanquecino cuerpo de Rosalie, éste se sintió desfallecer. No es que ella estuviera desnuda ni nada por el estilo (ojalá), pero las suaves curvas de sus pechos se perfilaban bajo el vestido de satén y dibujaban sinuosas figuras en los pliegues de la tela. Sentía deseos de acariciarlos, y aquello según sus creencias, era un pecado que le costaría su entrada al paraíso.

Pero él ya no tenía ese tipo de inquietudes, claro. El Más Allá no constituía un problema en su actual situación. Aquello le produjo un poco de risa. Qué ingenuo había sido toda su vida...

- ¿Cuál es tu problema? – preguntó Rosalie, desde el sofá, donde se había estirado por completo dejando entrever sus largas piernas hasta la rodilla. La risa repentina de Emmett la había distraído de sus pasatiempos. Dado el carácter de Rosalie, seguramente pensaba que ella quien le había hecho reír, por alguna estupidez... pero también había que tener en cuenta que Rosalie tenía tan buen concepto de sí misma que pensar que aquella risa era una burla hacia ella era inviable.

- Tus pechos. – respondió él sin más. Observó a Rosalie casi con lujuria y se imaginó junto a ella. Por alguna razón, todos aquellos pensamientos le dibujaban una sonrisa permanente en los labios. Observó el límite de su vestido, a nivel de sus axilas, descubriendo sus clavículas.

- ¿Mis pechos son un problema? – Volvió a preguntar, llevándose una mano al pelo y jugueteando con él. Aquello para Emmett era casi una provocación, y se sintió deseoso de besarla e introducir sus dedos por sus cabellos dorados.

- Sí, si están lejos de mis manos. – Se acercó a ella, sentándose más próximo al sofá color caramelo que contrastaba con el fuerte azul del vestido de Rosalie. Ella sonrió, casi con satisfacción: era ella quien tenía el control de la situación. Y gozaba con ello hasta límites insospechados...

- ¿Y qué piensas hacer? – preguntó ella, cruzando las piernas una vez enderezada en el sofá. Había extendido sus blancos brazos a lo largo del respaldo. Sabía como sacar provecho de su situación física, era demasiado buena, una completa profesional. El ángel de Emmett sonrió como no lo habría hecho nunca un querubín colocado en un templo.

- Más bien, qué vas a hacer tú. – contestó él. Había entrado en su juego, pero lo que no sabía Rosalie era que no de la forma que ella esperaba. De la forma en la que entraban todos los demás, en la que siempre salían perdiendo porque ésta se aburría. Emmett era consciente de cómo era Rosalie. Y también era consciente de lo mucho que deseaba ganarse a aquella chica que una vez le había salvado la vida.

- Vas a enamorarte de mi. Y serás tú la que ruegue por que te toque. – anunció Emmett, con un tono tan determinante y lleno de convicción que hizo que Rosalie dudara por un momento, aunque aquello no duró mucho tiempo. Se levantó con la parsimonia de una diva y se arregló las cuentas del largo collar que adornaba su cuello.

- Vamos Henry, no me hagas perder el tiempo con tonterías. – Y minutos después el sonido de sus tacones se alejaba por el pasillo. Henry. El hijo de su amiga de la infancia. Siempre había dicho que había recogido a Emmett porque le recordaba a Henry.

Había sido una manera muy pobre de insinuarle que se olvidara de ella.
Emmett estuvo a punto de sonreír de satisfacción.