Prólogo
Dicen que un grupo de ninjas renegados mataron a mi padre en las calles de más oscuras de Konoha. Yo no me acuerdo, pero siempre he pensado que debería recordarlo.
A fin de cuentas, se supone que estaba allí; aunque sólo si de verdad soy la persona que dicen que soy.
El Heredero y último de los Uchiha.
No es agradable pasarse la vida dudando de la propia identidad. Sobre la enorme chimenea que preside la biblioteca de la mansión Uchiha, hay colgado un retrato de mi padre. Yo suelo observarlo minuciosamente muchas veces en busca de parecidos en nuestro aspecto físico.
El pelo: Castaño como los troncos de algunos árboles.
Los ojos: negros como el hollín que recubre las paredes de la chimenea.
La nariz: fina y afilada, aristocrática. Aunque tal vez esas coincidencias sean sólo imaginaciones mías. Es difícil asegurar si nuestras narices de verdad se parecen, porque yo me la rompí de pequeño, tras un incidente que casi me cuesta la vida. Siempre he tenido muy presente que escapé de las garras de la muerte gracias a Kakashi, que por salvarme acabó convirtiéndose él en el blanco de los abusos. Las cosas le fueron mucho peor que a mí. Aunque jamás hemos hablado de ello.
Cuando creces en las calles de Londres, ves muchas cosas de las que la gente nunca habla.
Fueron mis ojos los que convencieron al anciano que decía ser mi abuelo de que realmente yo era su nieto.
—Tienes los ojos de los Uchiha —afirmó con convicción.
Lo cierto es que debo admitir que siempre que lo miraba a él a los ojos tenía la sensación de estar viendo los míos en un espejo. Sin embargo, me seguía pareciendo algo demasiado débil sobre lo que basar una decisión tan importante.
Por aquel entonces, yo tenía catorce años y estaba pendiente de que me juzgaran por asesinato y traición. Debo reconocer que fue un momento perfecto para ser declarado futuro kage de la hoja, ya que el sistema judicial no era en absoluto reacio a colgar a los jóvenes shinobi que se les consideraba problemáticos. Y yo ya me había ganado una buena reputación en ese sentido. Teniendo en cuenta las circunstancias de mi arresto, no me cabe ninguna duda de que hubiese ido derechito a la prisión de Konoha y luego asesinado por los más desalmados shinobi. No obstante, tenía un gran apego por la vida, y estaba decidido a hacer cualquier cosa para escapar del verdugo.
Como me había criado bajo la tutela de Orochimaru, el mentor que dirigía nuestra famosa pandilla de pequeños shinobi renegados que entre otras cosas usaba para robar, por aquel entonces yo ya era un experto mentiroso, y no me costó nada fingir que recordaba cosas de las que en realidad no tenía ningún recuerdo.
Bordé el papel de mi vida durante la que fue una intensa inquisición supervisada por comisionados del clan Yamanaka, y el anciano no sólo les aseguró que yo era su nieto, sino que además apeló al concejo de ancianos para que se tuviesen en cuenta las desafortunadas circunstancias de mi vida y se mostrase extrema indulgencia conmigo. A fin de cuentas, según alegó, yo había presenciado el asesinato de mis padres, me habían secuestrado y luego me habían vendido casi como esclavo. Por lo que mi mala conducta era perfectamente comprensible. Si me ponían bajo su tutela, él prometía devolverme al buen camino y convertirme en un hombre de provecho. Su petición le fue concedida.
Y entonces me vi recorriendo un camino muy diferente y mucho más difícil de lo que esperaba, porque a partir de aquel día comencé a estar en permanente búsqueda de algo que me resultara familiar, de la pista que me confirmase que yo pertenecía de verdad a aquel lugar. Cuando llegué a la edad adulta, todo parecía indicar que me había convertido en un auténtico jefe de clan, uno de los más importantes.
Pero bajo mi apariencia... mi corazón seguía siendo un completo sinvergüenza.
