Masashi Kishimoto tiene los derechos de los personajes.

Criterio amplio sugerido.

Te amo de aquí al infierno

Prólogo.

Cada vez que la veía, no podía apartar los ojos. Era magnético, como si le atrapara en su embrujo. Era como un ángel caído del cielo, demasiado precioso para mantenerse oculto a la vista de los mortales. Un ángel de carne y hueso. Así debían de lucir, cubiertas por esa dulce piel de seda, como la leche. El cabello platinado, largo, como una de esas princesas de los cuentos. Ese rostro era perfecto, era lo más bonito que había visto en su vida. Y ese cuerpo, ese cuerpo, lo trastornaba. No podía ser humano, no, era algo más, algo que no correspondía a la tierra.

No era la única, había muchas como ella, pero ella era siempre la más bella. Lo que le hacía brillar ante tantas, era su sonrisa, entre esos carnosos y rosados labios que mostraban una dentadura blanca y perfecta. Y sus ojos, la forma en que miraba, parecía que podía derretir metal con esa mirada. Tal vez ella no era consciente de lo que causaba… o tal vez sí. Y si lo era, si ella era capaz de controlar todos esos movimientos y gestos a su antojo, era simplemente… perverso. Perverso y vil.

Ella lo era. Perversa. Un ángel maldito. Una bruja endemoniada. Un ser que venía a la tierra a joderse la vida de otros, a restregarles su propia miseria, su insignificancia, su patetismo. Era cruel, era sadismo puro. Ella era la maldad personificada, hija de demonios que fingía ser pura y celestial. Así atrapaba a todos, con esa falsa cualidad. Cuán idiotas eran todos los que caían a su embrujo y no podían salir de él. Todos esos que la idolatraban y permitían que ella les absorbiera el alma hasta convertirlos en despojos humanos sin valor. Porque esa debía ser su meta. Arruinarlos a todos y reírse de ellos desde la silla que se elevaba al cielo. Sí, siempre parecía inalcanzable. Era una diosa hermosa y putrefacta. Era la ruina de la humanidad.

Pero él se había dado cuenta de su verdadera identidad. Sólo pensar que conocía la verdadera esencia de ese demonio, le causaba un placer inmenso. Con él no podía, a él no lo engañaba. Probablemente ella lo sabía, y por eso no se atrevía a envenenarlo con sus sonrisas y sus miradas. No era tonta, al contrario, era demasiado lista. Lista para ocultar su identidad, para engañar, para convertir a todos en despojos de basura, para hundirlos en un pozo oscuro, lodoso, frío; para ocultar el deleite de sus perversiones. Ella era la reina del engaño. Pero él era su antídoto, y estaba a punto de demostrarlo.


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