Otoño de 1996
El sonido de un golpeteo sobre cristal le había traído de nuevo a la consciencia. Abrió los ojos lentamente en espera de que la luz solar le molestara la retina, sin embargo, la aludida no realizó acto de presencia. Algo no andaba bien. La oscuridad era la misma con los párpados abiertos o cerrados, y por un momento, temió quedar ciego. Removió la cabeza, desesperado, intentando divisar cualquier cosa que le salvara de aquel pensamiento, y como aparición, un obre de luz se instaló en su mano. Pequeño como la cabeza de un alfiler, apenas visible entre el pulgar y el índice, paciente y ajeno a todo su alrededor.
Chris suspiró de alivio, y movió la mano para comprobar que el haz no fuera una mala jugada de su mente. Un sonido de cadena se arrastró junto a su muñeca y olvidó el aquella luz tan rápido como se interesó en ella. Movió el brazo nuevamente, la cadena respondió a ello con su característico sonido. El pánico lo abrumó, y llevó la mano contraria hasta la otra para sustentar su miedo, palpó con pavor el aro metálico que se instalaba alrededor, liso y firme, como se fabrican los grilletes de buena calidad. ¡Maldición!
Gritó por instinto, se aferró a éste instantáneamente y comenzó a lanzar alaridos al aire.
-¡Ayuda! -Fue la palabra más repetida, la cual pronunció hasta que perdió la conciencia del tiempo y de su garganta no se escuchó nada más. Llamó nuevamente a la nada casi de forma inaudible incluso para él mismo. Sintió el escozor en el pecho, la saliva espesa y la respiración tan acelerada por el miedo y el esfuerzo, que le prohibió decir una palabra más.
Aquel golpeteo contra cristal que lo había despertado seguía sonando, esta vez con la claridad del sonido de la lluvia, apaciguando la sonata de su respiración acelerada e incitándolo a permitirse arrastrar. Dejó caer el cuerpo en el piso de donde fuera que pudiera estar, sintió el frío y la dureza de éste, así que se hizo un ovillo y se obligó a apaciguarse. Su mente comenzó a rebuscar en los últimos acontecimientos recordados.
Luces neón, una chica castaña sonriéndole detrás de la barra, una copa, un saludo, un par de manos blancas, un roce de cabellos oscuros, una sonrisa, un momento de confusión, un destello de ojos verdes, y luego, nada...
Volvió a abrir los ojos un tiempo después, sin poder describir con exactitud cuánto había sido. Ahora, una luz matutina se instalaba en su rostro, y, mitad aliviado, mitad espantado, cayó en la cuenta de que se encontraba en una especie de almacén deportivo. Con cestos llenos de balones y colchonetas de gimnasia sobre estantes. Anaqueles con envases llenos de pelotas de tenis y tablas de natación. La luz se filtraba a través de alargadas ventanas horizontales que casi tocaban el techo, lo suficientemente angostas para evitar el paso del cuerpo de un hombre, pero lo suficientemente grandes para alumbrar perfectamente el lugar.
Se incorporó. Nuevamente escuchó el sonido de las cadenas, pero esta vez, el peso de ésta no se instalaba en su muñeca, sino que recorría la extensión de su espalda y Chris supo que alguien había cambiado la cadena desde su brazo hasta su cuello mientras dormía. Intentó tranquilizarse, esta vez, sólo respiró a consciencia y observó su alrededor con mayor detalle.
Había una mesita cerca de allí, de madera desnuda y de patas esbeltas que aparentaba bastante refinamiento aún ante el acabado rústico. Sobre ella, se alzaba delicada y arrogante, una copa de flauta con un líquido opaco en su interior parecido al color que adquiere el agua cuando se le agrega suficiente sal.
...
-¡Stan!, ¡Stan, ven aquí! -Gritó un hombre de rasgos rechonchos y piel de niño mientras saboreaba su sexta dona del día. ¿Por qué demonios los encargados de las donas no se preocupaban por la calidad del glaseado de éstas? Se preguntó cuando su vista se percató de que una de las orillas del bizcocho tenía un ligero error. Aun así, se la llevó a la boca, y sin haberla tragado, volvió a gritar. -¡Sebastián!
Un joven de aspecto enfadado se asomó al despacho. -¿Necesita algo? -Preguntó con la monotonía de alguien quien espera que su jefe no lo mande a buscar por toda la ciudad uno de esos antojos imposibles de conseguir a las 7 de la tarde.
Berdin señaló con sus dedos zucarosos una serie de carpetas sobre la mesa. -Deberías echarles un vistazo a esos casos, Stan. Una anciana vino a reportar el robo de su gnomo de jardín favorito hace unas horas. Investígalo.
Stan gruño en lo bajo. ¿Qué se supone que hiciera con eso?, ¿Berdin pretendía que fuera hasta con la anciana y le preguntara rasgos físicos y psicológicos del gnomo?, ¿Que recorriera todos los jardines de Lillestrøm hasta encontrar un sospechoso dueño de gnomos de jardín? Se podía ir al averno. Tomó las carpetas plagadas de residuos de azúcar y salió de allí. Un par de pasos fuera y...
-¡Stan!
Sebastián apretó los dientes hasta que sintió que la mandíbula se le dislocaría. -¿¡Ahora qué demonios quería!?, Volvió a asomar la cabeza, esta vez con las manos empuñando y llenando de arrugas el caso del gnomo desaparecido detrás del muro. -¿Sí? -Respondió.
-Una joven vino ayer a reportar la desaparición de uno de sus colegas de trabajo.
Stan dejó caer la quijada. -¿¡Y apenas lo informa!?
Berdin dejó de comer por un segundo mientras levantaba la mirada sin darle demasiada importancia al asunto. -Tuve demasiado papeleo como para recordarlo. Además, no debería estar dándote explicaciones. Anda, haz tu trabajo.
Sebastián tomó la capeta del caso que Berdin señalaba con la mirada y volvió a salir de la oficina. Una desaparición, Berdin lo sabía, las primeras 24 horas eran cruciales, y ahora, el desaparecido podría estar fuera de la ciudad o incluso muerto. Se sentó en su escritorio, echó al cesto de basura el reporte del gnomo y comenzó a revisar el caso que realmente importaba.
Usualmente los reportes de desaparecidos resultaban en una salida con los amigos a escondidas, sobre todo si se trataba de adolescentes. Pero esto era distinto, un hombre de 32 años había dejado de asistir al trabajo por 3 días sin dar aviso alguno, aunque exhibía un récord de asistencia perfecto por más de 4 años. Definitivamente algo andaba mal. No estaba en casa, como lo había constatado la mujer que denunció del incidente, e incluso, había informado que el auto de su compañero se encontraba aparcado en el lugar de siempre. ¿De qué iba todo eso?
Se levantó, tomó la cazadora sobre el respaldo de su silla, y sin anunciar a Berdin, se adueñó de la primera patrulla fuera de la comisaría. Tenía que hablar con la mujer, preguntar por características específicas del desaparecido, rutina diaria, horarios, amistades o cualquier cosa que pudiera ser de utilidad.
