Gilbert decidió ponerse elegante antes de bajar al calabozo a ver a su prisionero.
Abrió su armario. Traje de caballero estilo medieval, uniforme militar, ropa de la época… Pero nada le convencía. Quería someter a su prisionero, hacerle agonizar, que tuviese miedo… Entonces se fijó en que su traje de pirata estaba sobre la cama. Se desnudó, se puso el traje, se calzó, se puso el sombrero sobre la cabeza y enfundó una espada en su cinturón.
Comenzó a bajar las escaleras y a andar por los largos pasillos mientras imaginaba lo que encontraría en el calabozo, atado con cadenas, desnudo, rezando por ser liberado algún día. Pasó por la cocina antes de ir al calabozo con una notable excitación. Cogió un cuenco del armario que llenó de agua, un agua algo marrón y que era dudosamente saludable, al igual que la especie de puré que echó en un cuenco con restos que parecían de varios días atrás.
Llegó a la puerta, a la que llamó educadamente, pero como si se tratase de una burla y luego entró cerrándola tras él. Allí estaba Roderich completamente indefenso en el suelo, medio muerto, con grilletes en sus muñecas y tobillos que le habían hecho marcas y heridas en su pálida piel, producto de llevar más de un mes encerrado en una habitación con las paredes de piedra en la que no había ventana alguna.
Gilbert le cogió del pelo y le tiró contra la pared, de no ser por la argolla que llevaba en su cuello, se hubiese caído al suelo, era lo único que parecía sujetarle. El único ápice de dignidad que le quedaba a Roderich era el conservar todos los dientes y las gafas, aunque estaban rotas, al igual que su figura, antes esbelta e impetuosa, ahora frágil. En todas las partes de su cuerpo había alguna herida, algún corte o algún moratón, parecía un cadáver al que algún brujo había dado vida.
Le dejó cerca los cuencos, pero lo suficientemente lejos para que se tuviese que arrastrar para llegar a ellos y poder comer, pero incluso le costaba arrastrarse siendo que tenía los grilletes puestos de tal forma que no pudiese mover los brazos de la espalda. A pesar de eso, el austriaco se acercó lentamente y como pudo, miró los cuencos con cara de asco y aún así bajó la cabeza mientras abría la boca y sacaba la lengua.
-¡Kesesese! ¿Sabías que pareces un perro haciendo eso? ¡Cualquiera diría que eres el potentísimo Imperio Austriaco!-Dijo Gilbert eufórico mientras disfrutaba del espectáculo.
-Es… Imperio Austro-Húngaro… -A Roderich no le quedaban casi fuerzas, no podía malgastarlas en hablar. Cuando terminó de comer y beber, empezó a tener arcadas.
-¡Si sigues así te vas a desnutrir! Mn… ¿Cómo era eso que tú decías para insultar? Ah, sí, ¡Kono obakasan ga! ¡Kesesese!-Finalmente se echó a reír, parecía que encontraba divertido el espectáculo que Roderich le brindaba sin querer. Cuando se calmó, dio una patada a los cuencos, que terminaron en otra punta de la habitación, se agachó, cogió a Roderich por el pelo de nuevo y le levantó la cabeza hasta que coincidieron sus miradas.-Te has portado bien… Creo que voy a recompensarte.
El prusiano tiró al austriaco contra el suelo haciéndole quedaren una posición que Roderich consideró muy humillante en sus adentros dado que mostraba todas sus partes más íntimas a Gilbert y, aunque no le podía ver la cara de esa forma, sabía que éste se estaba bajando los pantalones con una sonrisa en sus labios. Roderich chilló de dolor cuando el prusiano entró en él de una forma muy violenta, sin haberlo preparado previamente y además, teniendo el cuerpo tan débil.
Gilbert disfrutaba con los gritos de dolor del austriaco y con sus intentos de huir, que eran castigados con un azote o un arañazo en alguna parte sensible. Le excitaba su papel dominante, sentir que era él quien mandaba y el oír cómo su víctima lloraba y gritaba suplicando clemencia. No tardó mucho en terminar dentro de Roderich para poderle humillar más si cabía y, cuando retiró el miembro y se puso los pantalones, le dejó allí abandonado a su suerte y cerró la puerta mientras reía.
No era la primera vez que violaba al austriaco y seguramente no sería la última, pero cada vez que lo hacía le gustaba más y más y no sólo por la sensación que le producía de ser el amo de un perro desobediente y al que había que reprender. Tampoco había secuestrado a Roderich por casualidad, ni porque eran rivales, en realidad hacía todo esto porque era la única forma de poder tenerle. Tampoco sabía cómo demostrar sus sentimientos y, a decir verdad, le daba igual que Roderich se diese cuenta o no porque el prusiano era feliz así.
Pasó un mes más y terminó la guerra en la que se encontraban. Se obligó a Gilbert a soltar a Roderich a pesar de todas las pegas que puso. Finalmente, se lo arrebataron a la fuerza. Cuando el austriaco salió de la casa de Gilbert, la luz le cegaba, apenas podía andar y mucho menos tenerse en pie. Elizaveta, que le esperaba con los brazos abiertos se sorprendió por el deplorable estado de Roderich y corrió hacia él para ayudarle a andar y procurar que no se cayese, no sin antes lanzar una mirada de odio al prusiano. Luego, la húngara se fue llevando a Roderich en brazos rumbo a Viena perdiéndose en el horizonte.
Gilbert volvió a quedarse solo a pesar de que él decía que estaba mejor así y que le daba igual que Roderich se fuese. Pero en cuanto salió de su campo visual junto a Elizaveta, se dio la vuelta y se metió en su casa mientras sus ojos color carmesí comenzaban a sangrar, aunque era una sangre transparente, como el agua, pero de sabor salado. Desde que se enamoró de Roderich, no soportaba la soledad, necesitaba su compañía… tenerle cerca.
Bajó al calabozo, cogió la argolla y los grilletes para mirarlos de cerca y pudo observar que había sangre en ellos e, incluso, algo de piel. Los cristales de las gafas estaban completamente desintegrados en el suelo, parecían una especie de arena que alguien había dejado allí al venir de la playa. Rompió un trozo de la capa de su traje de pirata, cogió el cristal y lo echó en una bolsita que había hecho con la tela. Esa arena cristalina y una cicatriz que tenía en el brazo producida por un mordisco que le dio Roderich intentando huir de la primera violación eran los únicos recuerdos que le quedaban de su estancia allí.
Cerró el calabozo echando la llave por primera vez en dos meses y se metió a su habitación, se desnudó y se miró en un espejo de pie que tenía allí. Tenía el cuerpo con alguna marca de enfrentamientos anteriores que había tenido con Roderich, aunque no recordaba demasiado bien a qué se habían debido, pero la del brazo no la olvidaría nunca, por eso la consideraba más importante. Miró también el contenido de la bolsita y recordó cómo le rompió las gafas de un puñetazo que también le dejó inconsciente para poder atarle.
Se tumbó en la cama, miró al techo y comenzó a recordar lo ocurrido en los dos últimos meses. Lo añoraba… sus ojos violetas, su voz, sus labios perfectamente cuidados, el calor que siempre desprendía… su presencia… Gilbert lloró de nuevo y sólo paró al anochecer, cuando cayó profundamente dormido mientras Gilbird le arropaba despacito y procurando no despertarle.
