¡Hola y buenos días/tardes/noches! Aquí Jothabe con mi nuevo fic. Será corto, dos o tres capítulos; pero prometo esforzarme por que quede bien. Sin más que decir, doy paso al fic en sí.


Disclaimer: todos los que salen aquí pertenecen a Hasbro y Lauren Faust. Solo el argumento es mío.


— Una cena espléndida, Bon Bon —dijo Lyra, recostándose sobre el respaldo de la silla manteniendo la extraña postura en la que solía sentarse, e hizo levitar los platos mágicamente hasta el fregadero. Después, miró a la pony que se sentaba al otro lado de la mesa, y sonrió—. Muchas gracias por ocuparte hoy de cocinar.

— No es nada —respondió ella, sonrojándose un poco—. Es tu cumpleaños, y no quería que tuvieras que esforzarte.

Lyra sonrió, y dijo:

—Muchas gracias, Bon Bon

La unicornio alargó el cuello para frotar su hocico contra el de su amiga, y después volvió a sentarse, siempre sonriendo. Justo después de que lo hiciera, Bon Bon se levantó de la silla y sacó de debajo de ella una pequeña caja envuelta en papel de regalo de color azul turquesa que depositó con cuidado delante de su amiga.

— ¿Y esto? —preguntó Lyra, intrigada.

— Un regalito de mi parte —respondió su amiga, sonriendo cálidamente—. Feliz cumpleaños.

Estimulada por la curiosidad, Lyra hizo brillar su cuerno, y lentamente la cinta de lunares que rodeaba el paquete fue desplazándose como si una mano invisible tirara de ella, hasta que el nudo se deshizo y cayó, revoloteando unos instantes antes de posarse en el suelo. Entonces, levantó la tapa con sus cascos, y al ver el interior se lamió los labios con fruición.

— Bueno, ¿te gustan? —preguntó Bon Bon, algo nerviosa.

Lyra sonrió, divertida, y besó a su amiga en la mejilla.

— Por supuesto. ¿Cuándo han dejado de gustarme tus bombones?

Usando su magia, la unicornio hizo flotar una de las pequeñas esferas marrones, y se la metió en la boca. Al principio, el sabor dulce del chocolate con leche estimuló sus papilas gustativas, e inmediatamente se sumó a ella la dulzura de la mermelada de albaricoque; lo que hizo que la unicornio tuviera que reprimir un genuino gemido de placer.

— Está delicioso —dijo, radiante de felicidad. Sinceramente, le parecía la mejor de todas las creaciones que había probado en los cuatro años que llevaban juntas—. De verdad. Coge uno.

Íntimamente satisfecha, la poni alargó un casco para coger uno, pero una serie de rápidos golpes secos en la puerta la interrumpieron. Encogiéndose de hombros, retrajo la pata y bajó de la silla.

— ¡Voy! —gritó mientras se dirigía hacia la puerta, caminando a paso rápido, pero sin llegar a trotar.

una sonrisa en los labios, Bon Bon puso un casco sobre el picaporte y lo giró para abrir la puerta. Esperaba que fuera Derpy con los libros sobre fósiles y ruinas humanas que le había encargado la semana pasada a Twilight. En realidad, no le agradaba en absoluto la obsesión de su amiga con los humanos, y probablemente después se odiaría por haberla estimulado cuando acabara arrastrándola a una peligrosa cantera abandonada en una expedición a la búsqueda de huesos que demostraran que los humanos habían vivido en la zona en tiempos remotos. Pero ver a su amiga sonreír era más importante para ella, y si aquello hacía feliz a Lyra, estaba más que dispuesta a arriesgarse a sufrir accidentes por ella.

Sin embargo, cuando la puerta hubo girado sobre sus goznes y dejado a la vista a sus visitantes, Bon Bon constató que no era Derpy, como había imaginado, sino dos grandes ponis normales; uno de un profundo color azul marino, con ojos verdes y crin púrpura y unas esposas como marca de belleza, y el otro de un color amarillo chillón que contrastaba con su compañero, crin y cola rojas, ojos negros y una marca en forma de porra. Ambos vestían un uniforme azul con la estrella de sheriff amarilla en su pecho, el uniforme de la policía equestriana.

Bon Bon tragó saliva.

— Policía de Canterlot—declaró el primero, el de color azul, señalándose la estrella del pecho con su pata; y después avanzó hasta colocar su hocico a apenas cinco centímetros de ella. A esa distancia, Bon Bon podía ver perfectamente su gran tamaño para su especie y los fuertes músculos que poseía; y no pudo evitar sentirse vulnerable—. ¿Eres tú Sweetie Drops?

— ¿Quién es, Bon Bon? —preguntó Lyra desde el comedor, e inmediatamente después las pisadas de unos cascos que se acercaban llegaron a sus oídos.

De nuevo, Bon Bon tragó saliva, y tras un tensísimo segundo dejó escapar un largo suspiro al tiempo que bajaba la cabeza hasta el suelo. No tenía ningún sentido intentar engañarles.

— Sí, soy yo —confesó, sin atreverse a levantar la cabeza para mirarlos.

— Bon Bon, ¿qué está pasando? —preguntó Lyra, preocupada por el silencio y la tardanza de su amiga; y entonces reparó en los dos ponis que se cernían sobre ella como dos gavilanes hambrientos sobre su presa—. ¿Qué ocurre aquí? ¿Quiénes son ustedes?

— Policía de Canterlot —repitió el pony amarillo mientras su compañero colocaba unas esposas alrededor de las patas de Bon Bon, que se mantenía completamente quieta y mirando al suelo. No obstante, una mirada más cercana revelaba que sus ojos estaban cubiertos por una fina capa de líquido y su pecho se movía espasmódicamente arriba y abajo, al ritmo que marcaba su respiración, rota por una serie de pequeños sollozos—. Sweetie Drops, quedas detenida por violación de menores, abuso de menores y agresión sexual a menores. Tienes derecho a guardar silencio. Tienes derecho a un abogado. Cualquier cosa que digas podrá ser utilizada en su contra.

Lyra se quedó estupefacta durante unos segundos en los que el policía continuó leyéndole sus derechos a Bon Bon, tratando en vano de comprender lo que sucedía. Todo lo que sabía era que la policía había detenido a su amiga, acusándola de crímenes horrendos que ella sabía que Bon Bon no podía haber cometido, llamándola además por un nombre que no se correspondía con el suyo. Por ello, su cerebro llegó muy rápidamente a la conclusión más sencilla de todas: la estaban confundiendo con otra. Era la única explicación posible.

— ¡Soltadla! —exclamó con fuerza, pero solo consiguió que le saliera a un volumen normal; que, no obstante, fue más que suficiente como para llamar la atención de los dos policías, que detuvieron su labor por un momento y la miraron, sorprendidos—. Ella no es la poni que buscáis. No se llama Sweet… Droppies… —sacudió varias veces la cabeza con rapidez— como sea que la habéis llamado; se llama Bon Bon.

Los dos policías se miraron durante un segundo, e intercambiaron una sonrisa. La pobre no sabía nada en absoluto. Bueno, después de todo era lo normal. Alguien que ha cometido delitos tan atroces no va por ahí contándoselos a todo el mundo.

— No, Lyra —musitó Bon Bon, a un volumen tan bajo que incluso los dos agentes tuvieron problemas para escucharla— Están diciendo la verdad. Yo… —sacudió la cabeza, y tragó saliva antes de forzarse a pronunciar las palabras que sabía que sellarían su destino— yo hice todo de lo que me acusan.

Los ojos de Lyra se abrieron de golpe, y retrocedió un paso, espantada por lo que decía su amiga. Horrorizada, negó débilmente con la cabeza, incapaz de creérselas. Ella no era así. Conocía a Bon Bon desde que llegó por primera vez al pueblo hacía cuatro años, y si después de ellos le había quedado algo claro era que, aunque su amiga podía ser bastante malhumorada y solía reprender ásperamente a los potros que sólo entraban a mirar en su tienda, no sería capaz de tocar a uno. Ellos constituían la base de su negocio.

— Bon Bon…

— ¡No me llames así! —la interrumpió ella, apretando los dientes; y un sollozo más fuerte que los anteriores hizo temblar su cuerpo y patas, amenazando con tirarla al suelo—. ¡Me llamo Sweetie Drops! ¡Solo me hacía llamar Bon Bon para esconderme de la policía!

Lyra pudo sentir perfectamente cómo algo dentro de su pecho se desgarraba. Su cerebro todavía se negaba a ello, pero ante la contundencia y magnitud de las pruebas no le quedaba otra alternativa que admitir finalmente la dura realidad. Su mejor amiga era en realidad una peligrosa pederasta buscada por la policía.

— Vamos —dijo malhumoradamente el policía azul, dando un fuerte tirón de la cadena de las esposas que casi mandó a Bon Bon de bruces al suelo. Sin embargo, logró recobrar el equilibrio, y comenzó a seguir a los dos ponis hacia el carro adornado con la misma estrella que ambos lucían en sus uniformes, arrastrando los cascos contra el suelo en un vago intento de posponer lo inevitable.

Algo húmedo rodó por la mejilla de Lyra, y enseguida supo que era una lágrima. Estaba llorando; pero ni siquiera sabía muy bien por qué. No sabía si lloraba por descubrir que su amiga era en realidad una pederasta, porque en realidad se había estado aprovechando de ella para esconderse de la policía, por las dos cosas o por ninguna de las dos. Solo sabía que su única amiga acababa de ser detenida y que se la llevaban para ser juzgada por sus crímenes, y que eso le dolía en lo más profundo de su ser, como si un puñal se hubiera clavado en su corazón y al salir se hubiera llevado consigo lo más valioso para ella: su amistad con Bon Bon.

— Sube al carro y ponte mirando hacia fuera —le ordenó el poni amarillo a Bon Bon; y la yegua obedeció. Una vez estuvo dentro de la parte de atrás del carro, los dos policías subieron la rampa, cerrando aquella parte hasta que llegaran a Canterlot.

El compartimento en que la habían encerrado los dos agentes no era más que una plancha rectangular de madera cerrada por cuatro paredes y un techo, completamente desnuda, sin ningún lugar en el que echarse ni descansar; y sin embargo a Bon Bon le pareció enormemente acogedora. Tal vez fuera porque nadie sería capaz de verla mientras estuviera allí. Cualquier poni que viera pasar la carreta sabría que había alguien detenido en ella, pero no que ella era su ocupante; y eso la consolaba enormemente. Después de haber hecho llorar a Lyra y destruir de un plumazo sus cuatro años de amistad con ella, no sabía si podría soportar la vergüenza de encontrarse con alguien conocido por el camino.

La puerta que hacía las veces de rampa se cerró de golpe tras ella, y Bon Bon dio un respingo al escuchar el seco portazo. La oscuridad la rodeaba, pero no le importaba en absoluto; e incluso lo agradecía, porque así no tendría que verse a sí misma en el vergonzoso estado al que había descendido: una monstruosa violadora de potros inocentes a la espera de su juicio. Eso era lo que había sido desde su adolescencia.

Había descubierto sus inclinaciones muy pronto, a los catorce años, ahora hacía dieciocho, durante un paseo por el barrio de Canterlot en el que había transcurrido la mayor parte de su infancia; uno de los suburbios más deprimidos de la capital del país. Su familia no podía permitirse nada mejor; no con un padre albañil y alcohólico y una madre analfabeta que se ganaba la vida trabajando como sirvienta para una familia de clase media-alta que siempre la trataban despreciativamente; sobre todo el hijo mayor, un potro blanco y de crin azul oscuro cuyo sueño era alcanzar el grado de capitán de la guardia real y que nunca se ahorraba un insulto si podía lanzárselo.

La historia en sí no tenía nada de extraordinario. Simplemente volvía a casa después de terminar su paseo, y al doblar la esquina de su calle se encontró con dos potrillos, hermano y hermana a juzgar por el parecido entre ambos, sentados en la acera y hablando de algo que nunca llegó a oír. No podían tener más de seis o siete años.

Inmediatamente, su cerebro se llenó de negros pensamientos e intenciones criminales que hasta hacía solo un minuto jamás se le habrían ocurrido, y que la tentaban continuamente hacia ellos. Un último atisbo de resistencia en su cerebro trató de detenerla clamando que aquello era un delito extremadamente grave, pero enseguida fue sepultado por el resto de sus pensamientos. En su mente solo había sitio para el execrable placer criminal que pretendía obtener.

Por suerte para ellos, su madre había aparecido cuando apenas había dado el segundo paso hacia los potrillos; pero para su mente enferma ya no había marcha atrás posible. La Bon Bon que aún conservaba algo de inocencia infantil había desaparecido para siempre, reemplazada por la perversa violadora que había sido desde entonces.

—Vamos —le dijo el poni azul a su compañero, y a un gesto de este se pusieron en marcha hacia Canterlot.

Los dos policías tiraron de la carreta al mismo tiempo, y la fuerza de su tirón derribó a Bon Bon, que cayó sobre su costado izquierdo. Sin embargo, ni siquiera el leve asomo de un quejido escapó de sus labios, y se limitó a apretar los dientes. Después, emitió un largo suspiro. Detenida por pederastia y metida en un furgón policial con destino a los juzgados de Canterlot; así acababa su estancia en Ponyville. Atrás quedaban ya los cuatro años que había vivido en casa de Lyra huyendo de la justicia. Ahora, después de diez años, llegaba al fin su turno de responder por los crímenes de su juventud.

De repente, como si un rayo la hubiera atravesado, la yegua se puso en pie y dio un salto hasta la puerta de la carreta. Lyra. Ella había confiado en ella desde el primer día, abriéndole su casa y su amistad sin ningún problema. Y ahora pensaría que solo había sido su amiga por conveniencia, sirviéndose de ella para despistar a la justicia.

— ¡Lyra! ¡Lyra! —llamó a gritos a través de la plancha de madera. No tenía ninguna seguridad de que su amiga pudiera escucharla por la distancia, y ni siquiera creía que fuera posible; pero tenía que sacarse aquel peso de encima. No quería que su amiga pensara por siempre que toda su relación había sido tan solo una gran y burda mentira— ¡Gracias por todo, Lyra! ¡Lyra!—Apretó los dientes, y golpeó la puerta de madera con su casco; un sonido al que los dos policías, seguros de que aguantaría, no concedieron la más mínima importancia—. ¡Lyra! —Cerró con fuerza los párpados, intentando impedir que las lágrimas cayeran de sus ojos, aunque no lo consiguió—. ¡Lyra! ¡Gracias por ser mi amiga! ¡Lyra!

Bon Bon continuó repitiendo aquellas dos últimas frases a voz en grito durante algunos minutos más mientras dos pequeños torrentes goteaban lágrimas saladas desde sus mejillas al suelo; hasta que finalmente aceptó que estaba demasiado lejos como para que Lyra fuera capaz de oírla. Entonces, hundió la cabeza entre sus patas delanteras y lloró. Lloró por el futuro al que se enfrentaba y por su amiga perdida.

¿Quién podría ser? ¿Quién podría haberla denunciado? Bon Bon estaba completamente segura de que Ponyville era un escondite perfecto, y por eso había decidido dejar de huir de la justicia para asentarse allí y comenzar una nueva vida. A fin de cuentas, Ponyville no era más que un minúsculo pueblecito de provincias, en el que seguro que nadie había oído hablar de Sweetie Drops ni de la pederasta de la Cuadra Sur. Pero, al final, aquel exceso de confianza había resultado fatal para ella. Alguien la había reconocido, y ahí había comenzado su recorrido la bola de nieve que ahora la llevaba a la cárcel.

Ya todo daba igual. Ya solo podía cerrar los ojos y esperar su destino.

Finalmente, tras dos largas horas de viaje, la carreta de policía se detuvo en el patio de la prisión de Canterlot; aunque Bon Bon no se dio cuenta hasta que la puerta del compartimento en el que estaba bajó y la escasa luz de las antorchas que iluminaban el patio cayó sobre sus ojos. Con lentitud, se puso en pie, esperando a que llegara uno de los policías para sacarla de allí; pero en su lugar solamente recibió una escueta orden:

— Baja de la carreta y párate cuando estés fuera.

Tragando saliva, Bon Bon obedeció y caminó lentamente en la dirección que el policía le había ordenado, teniendo cuidado de no tropezar con sus esposas y caerse al suelo; y tan pronto como estuvo fuera trató de mirar a su alrededor para ver dónde estaba. Sin embargo, apenas tuvo tiempo de ver una pared de piedra con una enorme puerta de madera antes de que un fuerte tirón de la cadena que unía sus patas delanteras la forzara a darse la vuelta y a seguir a los dos agentes.

Sin pronunciar una palabra, los tres ponys cruzaron el amplio patio en dirección a una pequeña puerta de hierro que se encontraba en su extremo este, nada más pasar una arcada de columnas que recorría todo el perímetro del patio. Tan pronto como llegaron, el pony azul le hizo un gesto a su compañero, y este giró el picaporte para abrirla, dejando a la vista un largo pasillo que se extendía durante al menos cien o ciento cincuenta metros, jalonado a ambos lados por celdas, algunas de ellas ocupadas, pero la mayoría vacías y a la espera de que un delincuente viniera para llenar su soledad y vacío interior.

Rodeados por el seco sonido que sus cascos producían al pisar el suelo de cemento, los tres ponys bajaron por el pasillo. Los escasos reclusos los miraban con curiosidad al verlos, y tan pronto como sus ojos se posaban en la yegua que acompañaba a los policías irrumpían en una cascada de burdos piropos y comentarios sobre las cosas que le harían si estuvieran libres. Aterrada, Bon Bon cerró los ojos y trató de ignorarlos, pero aquellas brutales frases y proposiciones taladraban sin piedad todas sus barreras mentales.

— ¡Eh, preciosa! —exclamó un pegaso de color azul oscuro, ojos rojos como la sangre y crin y cola blancas cuando pasó por delante de los barrotes de su celda— ¿Qué trae a una yegua como tú a un sitio como este?

Bon Bon se limitó a balbucir unas palabras incomprensibles al tiempo que negaba lentamente con la cabeza y aceleraba el paso para intentar ponerse a la altura de los dos policías. Por un momento se preguntó que hacía allí, rodeada de criminales atroces; pero enseguida recordó con una punzada de tristeza que ella también era una de ellos.

— Vamos a pasar mucho tiempo juntos, preciosa —continuó el pegaso, haciendo caso omiso al hecho de que Bon Bon había decidido ignorarle—. Podríamos aprovechar para conocernos. Empiezo yo: me llamo Ripperjack, y estoy aquí porque maté y descuarticé a unas cuantas prostitutas.

Bon Bon sintió un escalofrío recorrer su espalda, y se colocó al lado del policía amarillo, buscando su protección. Ahora que sabía que estaba entre ladrones y asesinos, estaba más asustada aún, si es que aquello todavía era posible. No obstante, tampoco podía negar que aquella situación le producía un cierto alivio; pues sus propios delitos no le parecían tan graves al compararlos con los suyos.

— No les hagas caso — le dijo el poni azul, sacudiendo la cabeza—. Llevan meses sin ver una yegua, así que lo normal es que estén deseando meterle casco a una.

— Y ahora tampoco pueden porque no pueden escaparse —comentó su compañero, divertido.

Bon Bon inspiró con fuerza, íntimamente aliviada. Era un consuelo saber que ninguno de ellos podría violarla. Sabía que era profundamente hipócrita viniendo de alguien que se había dedicado a hacerle lo mismo a decenas de potrillos inocentes, pero lo cierto era que uno de sus mayores miedos era ser violada. Ser obligada por la fuerza a satisfacer los deseos sexuales de un caballo.

Bon Bon resopló con fuerza, y negó con la cabeza al mismo tiempo que los dos policías se detenían delante de la reja de barrotes de una celda. El amarillo comenzó a rebuscar algo en las alforjas que llevaba colgadas del lomo; mientras que el azul se dio la vuelta para quedar mirando a ella y le dijo:

— Esta será tu celda.

Un desagradable chirrido metálico recorrió el pasillo cuando el policía amarillo consiguió abrir la puerta de barrotes tirando con fuerza de ella, golpeando como un latigazo los oídos de los reclusos y provocándoles algunos gritos de dolor. Cuando el sonido se extinguió y pudo abrir los ojos, Bon Bon pudo ver por fin el lugar en el que estaría confinada: un pequeño cubículo de apenas tres metros de ancho por dos de largo y dos de alto, con paredes y suelo de cemento y una puerta hecha de gruesos barrotes de metal. El interior de la celda estaba completamente vacío, a excepción de una piedra gris en una esquina que cubría un agujero destinado a ser usado como letrina; sin ni siquiera una cama donde dormir o una manta con que taparse. Solamente las paredes y el suelo.

Dejando escapar un suspiro, Bon Bon entró en la celda. El ruido de sus cascos al golpear contra el hormigón del suelo se reflejaba en los muros del pasillo, volviendo a sus oídos para hacerle pensar que había más de un pony que recorría su camino; y el seco estampido del hierro de las rejas al golpear el cemento cuando se cerró la puerta le hizo dar un pequeño salto y un respingo. Con un escalofrío recorriendo su espalda, caminó hasta el centro de la celda, y una vez allí, se sentó mirando al exterior.

— Te juzgan mañana por la mañana —dijo el caballo azul, al tiempo que el amarillo cerraba la puerta con llave y se la guardaba en las alforjas, y le hizo un gesto para que se acercara. Extrañada, Bon Bon obedeció—. Es imposible fugarse. Las celdas están reforzadas con magia, es imposible lanzar hechizos desde dentro, y si algún preso legara a fugarse se activaría un hechizo que nos avisaría de ello; así que no pierdas tu tiempo. —Acercó su cabeza al oído de Bon Bon, y le susurró amenazadoramente—: Y si no quieres tener problemas con tus compañeros, que no sepan que eres una pederasta. ¿Me has entendido? —Bon Bon asintió casi imperceptiblemente, y tragó saliva—. Bien.

Sin pronunciar ni una palabra entre ellos, los dos policías se perdieron por el pasillo, caminando en dirección contraria a la que entraron; y poco después los ecos de sus pisadas terminaron por disiparse, haciendo volver el silencio al pasillo. Bon Bon, con la cabeza pegada a los barrotes, y con su hocico y sus cascos por fuera de la celda, observó su marcha con temor. La esperaba una noche a solas con algunos de los mayores criminales de Equestria (o, al menos, eso era lo que su cerebro suponía); y aunque le habían asegurado que no podrían salir de sus celdas no podía evitar sentirse nerviosa por si acaso se equivocaban.

— Así que mañana por la mañana —dijo la voz de Ripperjack desde su celda, a medias entre burlona e inquisitiva; y después soltó una risotada que sonó por todo el pasillo—. ¿Se puede saber qué has hecho para que tengan tanta prisa en mandarte al talego?

Bon Bon no respondió. El consejo que le había dado el policía azul todavía sonaba en su mente, y tenía la impresión de que cualquier frase que saliera de sus labios, aunque solamente fuera un simple sí o no, delataría su delito a sus compañeros de cautiverio.

— No hablas mucho, ¿eh? Me gustan las yeguas así. —Volvió a reír, emitió un largo suspiro y añadió—: Si no estuviéramos encerrados, ten por seguro que ya estaríamos haciéndolo. —Guiñó un ojo, aunque nadie pudo verlo—. No tienes pinta de ser el tipo de yegua a las que suelo descuartizar.

— ¡Eh, Ripper! —comentó otro preso, encerrado dos celdas a la derecha y en el lado opuesto del pasillo; un pegaso bajo y corpulento. Su pelaje era rojo como el fuego, su crin completamente blanca y su cola negra como el carbón—. ¿Es una poni normal?

— Sí… Lo soy —respondió tímidamente Bon Bon, que supuso que su raza no les sería de mucha ayuda para saber por qué estaba allí; y acto seguido un salivazo impactó contra uno de los barrotes de su celda, emitiendo un casi imperceptible ruido metálico al golpearlo.

— Maldita raza inferior —escupió el pegaso con rabia y mirando a Bon Bon con ojos llenos de odio—. Habría que exterminarlos a todos.

— ¡Cállate la boca, Nesedap, o te la parto yo! — exclamó el poni que ocupaba la celda enfrente de la de Bon Bon, un poni normal de color marrón, crin de idéntico color y una marca en forma de gorro de chef; y después, dirigiéndose a Bon Bon, dijo—: Este es imbécil. Se cree que los ponis normales somos inferiores. —Negó con la cabeza, y añadió—. Por eso está aquí; por asesinar a una familia entera de ponis normales simplemente porque lo eran.

Casi inmediatamente, un escalofrío recorrió la espalda de la yegua, y miró espantada al pegaso; que ahora lucía una amplia sonrisa en su cara. Parecía que disfrutaba aterrorizando a otros, o al menos a los ponis normales.

— Los ponis normales no merecen existir. Son una raza inferior que debe ser exterminada para salvar a Equestria de su destrucción —dijo Nesedap, sin mostrar ninguna emoción en la voz; y aquello hizo que a Bon Bon se le pusieran de punta todos los pelos que cubrían su cuerpo. El poni rojo no parecía un ser vivo, sino una mera máquina diseñada para repetir las consignas grabadas en su cerebro y llevarlas a la práctica. Inmediatamente, sus palabras suscitaron una cascada de gritos y abucheos entre sus compañeros; pero él los ignoró y continuó hablando, impertérrito—. Pero la justicia y las instituciones no se atreven a reconocerlo. Y cuando Equestria caiga por culpa de los ponis normales, os acordaréis de mis palabras y desearéis haberles hecho caso; pero entonces ya será demasiado tarde y no habrá salvación posible—. Negó con la cabeza y volvió a escupir, pero esta vez al suelo de su celda—. Y tú, Dishmaker, ¿te crees mejor que yo solo porque tus víctimas fueron el presidente y el vicepresidente del Banco de Equestria?

— ¿Te atreves a comparar a dos banqueros corruptos que saquearon sistemáticamente las arcas del reino hasta dejarlo casi en bancarrota, sumieron a miles de ponis en la pobreza y obligaron a la princesa a decretar una enorme subida de impuestos que empeoró aún más las cosas, y encima acabaron de rositas porque Celestia les concedió el indulto a cambio de anular su deuda personal con ellos, con una familia de honrados ponis trabajadores? —rugió Dishmaker, despertando una oleada de aplausos ensordecedores—. Esos dos hijos de perra merecían morir. Ellos no. Por eso estamos deseando todos que te pongan el collar de una vez y se te acaben las estupideces. —Ante la mirada extrañada, pero sobre todo espantada, de Bon Bon, se llevó los cascos al cuello y fingió estrangularse. Tras unos segundos en los que se dedicó a patalear con sus patas traseras, hizo como si sufriera convulsiones, y finalmente se tumbó en el suelo, haciéndose el muerto—. Esto. ¿Entiendes?

Bon Bon asintió tímidamente, y después se tumbó sobre el duro suelo de cemento. La sensación de las puntas del suelo al clavarse en su piel era enormemente incómoda; pero sin duda alguna era mucho mejor que pasar toda la noche de pie.

— Me meto en el sobre —anunció Dishmaker al cabo de unos instantes, tumbándose de costado sobre el suelo de su celda y cerrando los ojos. Sin embargo, los abrió de nuevo apenas un segundo después; y, dirigiéndose a nadie en particular, dijo—: Al que me saque lo mato. ¿Ha quedado claro?

Nadie respondió; pero en los rostros de todos aparecieron pequeñas sonrisas burlonas. Por su parte, Bon Bon decidió que lo mejor que podía hacer era seguir su ejemplo, y rápidamente imitó la postura que el poni normal mantenía sobre el suelo. Dejó escapar un suspiro cansado, y cerró los ojos con fuerza. Lo único que quería era sumergirse en el mundo de los de los sueños y olvidar de una vez aquel día tan fatídico para ella.

Sin embargo, pronto descubrió que no podía. Su cerebro repetía una y otra vez en su mente la escena de su detención, las miradas despectivas y de superioridad que le habían lanzado los policías; pero sobre todo el dolor en los ojos de Lyra y las lágrimas que había derramado; no, que ella le había hecho derramar. Se sentía tan culpable de ello… Hubiera hecho cualquier cosa por eliminar aquellos remordimientos que mordían su pecho por dentro; pero sabía que no le quedaba otro remedio que aguantarlos. En un intento por librarse de ellos, colocó sus cascos sobre sus ojos y lloró. No sirvió de nada, pero al menos sentir las lágrimas calientes mientras descendían por su cara le proporcionaba cierto alivio.

Si hubiera ocurrido de otra forma... Si Lyra no se hubiera enterado de... No; lo habría sabido de todas formas.

Su amistad con Lyra acababa de ser destruida de un plumazo, y aquello le dolía inmensamente. Lyra era su única amiga, al igual que ella lo era para la unicornio. Pero ahora Lyra creería que ella solamente había fingido ser su amiga para poder ocultarse de la justicia en su casa; y nada más lejos de la realidad.A pesar de que aquella había sido la verdadera razón por la que había comenzado a vivir con ella, hacía mucho tiempo que su relación había abandonado aquel nivel para pasar al de amistad. Bon Bon consideraba a Lyra como su amiga, y la quería como tal. Incluso echaba de menos su comportamiento errático y sus extrañas obsesiones que a muchos les parecían absurdos, en el mejor de los casos, y desagradables, en otros. Pero ahora ella lo había destruido todo, y ahora Lyra la odiaba.

Lo cierto era que tenía miedo. Tenía miedo de que llegara un día en que sus caminos volvieran a cruzarse, incluso aunque la probabilidad fuera prácticamente nula. Bon Bon era una pony fuerte que podría soportar sin problemas un juicio que con toda seguridad atraería toda la atención de la prensa equestriana y una vida entera en la cárcel, pero sabía perfectamente que no sería capaz de enfrentarse a Lyra. Aun así, lo más probable era que algún día tendría que hacerlo. Bon Bon estaba casi segura de que Lyra no estaría en su juicio, pero sí de que alguna vez iría a visitarla a la cárcel, aunque solo fuera para ajustar cuentas con ella.

Ojalá la metieran en una celda aislada y sin visitas.

Así, llorando en un vano intento de acallar sus remordimientos, Bon Bon pasó toda la noche en su celda. Inmersa en sus pensamientos, no oyó cómo la puerta del final del pasillo se abría, ni tampoco el ruido seco que hacían los cascos de los policías que la habían detenido al golpear el duro suelo de hormigón con sus cascos. Solo cuando la puerta de su celda se abrió con un chirrido salió de su trance y levantó la cabeza para mirar a los agentes con una mirada a medio camino entre la sorpresa y la resignación. Sin decir una palabra, se pasó un casco por los ojos para secarse las lágrimas; y después se levantó, manteniendo en todo momento la cabeza gacha y la mirada fija en el suelo.

Rodeados tan solo por el sonido de sus pisadas, los tres ponys salieron de la celda; tras lo cual el policía amarillo volvió a cerrar la celda tras un nuevo chirrido y un estampido metálico cuando los barrotes golpearon el muro de ladrillos. En las celdas vecinas, los presos comenzaban a despertarse; y al ver a Bon Bon camino de su juicio no dudaron en prorrumpir en rudas exclamaciones de ánimo y deseos de buena suerte. Bon Bon sonrió, pero más por cortesía que porque realmente se los agradeciera. No necesitaba suerte. Ya sabía de antemano los delitos de que la acusarían, quiénes la acusarían y cuál iba a ser su respuesta a sus acusaciones. Incluso tenía ya una estimación de su condena, que ella consideraba bastante buena a pesar de que desconocía por completo las penas que llevaban aparejadas sus delitos.

El policía azul abrió la puerta de madera del final del pasillo, y Bon Bon pudo ver que lo que se ocultaba tras ella era una pequeña sala cuadrada que no llegaría a los diez metros cuadrados, con el suelo cubierto por una alfombra verde y las paredes pintadas de un celeste tan claro que apenas se distinguía del blanco. Enfrente de ella, había otra puerta, esta de dos hojas y una madera más oscura. Era evidente que estaba diseñada como una sala de espera, y Bon Bon se preguntó si lo que habría detrás de aquella puerta sería el tribunal donde la juzgarían.

— Oye, preciosa —dijo la voz de Ripperjack desde el fondo del pasillo de las celdas—. No nos has dicho cómo te llamas.

Bonm Bon esbozó una pequeña sonrisa. Los policías le habían dicho que no revelara nada que pudiera delatar su identidad; pero ya no iba a volver a su celda. Incluso si eran capaces de identificarla, ya daba completamente igual si conocían o no su delito.

— Me llamo Sweetie Drops.

Se hizo el silencio en el pasillo, solo para dar paso inmediatamente a un aluvión de murmullos sobre su nombre y su pasado. No habían tardado ni siquiera cinco segundos en reconocerla como pederasta. Alarmados, los policías se apresuraron a cerrar la puerta tras de sí, pero no antes de que Bon Bon pudiera oír un par de "muérete" y uno o dos "púdrete en el Tártaro". Bon Bon se encogió de hombros. No iba a morir; pero sí la esperaba algo muy parecido. Tal vez fuera suficiente como para que se dieran por satisfechos.

— Espera aquí hasta que te llamen —le dijo el policía azul, al mismo tiempo que su compañero abría la puerta por la que no habían entrado.

Bon Bon pudo ver por un instante una amplia sala pintada de dorado y a un unicornio blanco vestido con peluca y traje negro que se sentaba en una tarima de madera y que sostenía con su magia una pequeña maza de madera; y enseguida supo que lo que estaba al otro lado era la sala donde la juzgarían. Negando con la cabeza, se sentó en el suelo y dejó escapar un suspiro cansado. Imágenes mentales de los potros de los que había abusado aparecían aleatoriamente en su mente, agolpándose entre sí a veces, alejándose y desapareciendo otras; pero siempre acompañadas de una poderosa sensación de opresión en su pecho. ¿Cuántos eran? ¿Cuántos habían sido? ¿Quince? No, más; tal vez veinte. ¿Cuántos de ellos se personarían en el juicio? Sabía que al menos uno lo haría, pues si no no estaría allí; pero su intuición le decía que serían al menos diez. Pero una cosa era segura: el potrillo que solía ayudarla a preparar dulces cuando todavía vivía en los suburbios de Canterlot no sería uno de ellos.

Bon Bon levantó la cabeza una vez más, y volvió a bajarla casi al instante.

Aquí era donde acababa su carrera criminal, en un juzgado de Canterlot. Y lo cierto es que no se sentía nerviosa, ni arrepentida, ni de ningún modo del que debería sentirse un criminal a punto de enfrentarse a la pena que le correspondía. Solamente sentía una asombrosa calma; tal vez porque sabía perfectamente lo que iba a ocurrir. Conocía los delitos de que iban a acusarla, y lo que iba a decir en su juicio. Y también sabía que la esperaba la cárcel, con casi total seguridad para el resto de sus días.

— ¡Persónese la acusada! —exigió una voz potente desde el interior de la sala, y que Bon Bon reconoció al instante como la del juez unicornio.

Bon Bon emitió un último suspiro, y alargó un casco hasta el manivela dorada giró sobre su eje, y la puerta se abrió sobre sus goznes sin emitir ningún ruido, descubriendo a la vista de la yegua el interior de la sala. En otras circunstancias, tal vez habría admirado los frescos en el techo o las filigranas en madera dorada de las paredes, en lugar de simplemente caminar hasta su sitio y sentarse frente al tribunal.

Ya era hora de cerrar definitivamente aquel capítulo de su vida.


Y ahora, ¿de dónde salió esta idea? Fue una asociación mental; ya sabéis, se dice que los pedófilos atraen a los niños con caramelos, y Bon Bon hace caramelos. Una cosa no implica a la otra, por supuesto, pero aun así este fue el resultado.

El otro, u otros, capítulos, saldrán... bueno, pronto. No doy fecha concreta, pero me esforzaré por hacerlo(s) rápido.

Gracias por leerlo, y espero que os haya gustado.