Capitulo 1.

Muchas veces a pesar de lo que desesperadamente sentimos debemos actuar de una forma distinta, dejar de lado lo que nos dicta el corazón para obedecer a lo que se espera de nosotros, por este motivo muchas veces los esfuerzos hechos fueron inadecuados para cicatrizar las profundas heridas mutuamente infligidas por los bandos enemigos. Existían entre los que ahora parecían tan unidos, enemistades privadas y el recuerdo de daños mortales; y, a menudo, las manos que se habían apretado en aparente saludo amistoso, cuando soltaban su apretón, asían la empuñadura de un arma, haciendo más caso a sus pasiones que a las palabras de cortesía que acababan de salir de sus labios. Muchos de los más fieros militares se retiraron a sus distantes provincias; y, mientras ocultaban en soledad su enconado descontento, anhelaban no menos ansiosamente el día en que pudieran mostrarlo abiertamente.

En una enorme casa, construida en una empinada escarpa dominando el valle, no lejos de la ciudad del este, moraba la última de su raza y heredera de su fortuna, una muchacha joven y hermosa. El año anterior lo había pasado en completa soledad en su apartado hogar; y el luto que llevaba por su padre y dos hermanos, víctimas de las guerras civiles, era una gentil y buena razón para no aparecer en la milicia, y mezclarse en sus festejos. Pero Riza había heredado extensas tierras; y pronto comprendió que el general Grumman, su abuelo y guardián, deseaba que ella otorgara su mano, a algún joven cuyos talentos personales le dieran derecho a tenerla. Riza, como respuesta, expresó su intención de profesar votos y retirarse a un convento. Su abuelo se lo prohibió seria y resueltamente, creyendo que semejante idea era el resultado de la sensibilidad sobreexcitada por la pena, y confiando en la esperanza de que, después de un tiempo, el genial espíritu de la juventud despejaría esta nube.

Había pasado un año y Riza todavía persistía; y, finalmente, Grumman, partidario de no ejercer presión, y deseoso también de juzgar por sí mismo los motivos que habían conducido a una joven tan hermosa, y agraciada con los favores de la fortuna, a desear enterrarse en un claustro, anunció su intención de oír sus razones nuevamente, ahora que había expirado el período de su luto; y si no aportaba, dijo el general, suficientes atractivos para hacerla cambiar de plan, daría su consentimiento para su realización.

Riza había pasado muchas horas tristes, muchos días de llanto, y muchas noches de doloroso insomnio. Había cerrado sus puertas a todos los visitantes; hizo votos de soledad y llanto. Dueña de sí misma, fácilmente silenció los ruegos y protestas de sus subordinados, y alimentó su pesar como si fuera la única cosa que amara en este mundo. Con todo, era demasiado penetrante, demasiado amargo, demasiado ardiente, para ser un huésped favorecido. De hecho, Riza, joven, ardiente y vivaz, luchaba, forcejeaba y anhelaba abandonarlo; pero todo lo que era alegre en sí mismo, o hermoso en su apariencia externa, servía únicamente para renovarlo; y con paciencia podía soportar mejor el peso de su aflicción, cuando, cediendo ante ella, la oprimía pero no la torturaba.

Riza había abandonado la casa para vagar por las tierras vecinas. Aun siendo excelsas y vastas las habitaciones de su hogar, se sentía acorralada entre sus paredes, bajo los calados techos. Asociaba las extensas tierras altas y el viejo bosque con los queridos recuerdos de su vida pasada, lo que la inducía a pasar horas y aun días bajo sus frondosos abrigos. El movimiento y el cambio perpetuo, como el viento agitando las ramas, o el viajero sol esparciendo sus rayos sobre ellas, la calmaban y la disuadían a abandonar ese tedioso pesar que embargaba su corazón con tan implacable agonía bajo el techo de su casa.

Existía un lugar al borde del bien arbolado parque, un rincón de tierra, desde donde podía percibir el campo que se extendía más allá, todavía muy poblado de altos y umbrosos árboles; un lugar del que ella había abjurado, pero hacia donde, inconscientemente, todavía tendían siempre sus pasos, y en donde de nuevo, por veintava vez ese día, se encontró de improviso. Se sentó en un montículo herboso y contempló melancólicamente las flores que ella misma había plantado para adornar el frondoso escondrijo, templo de la memoria y del amor para ella. Cogió la carta de su abuelo, que era para ella motivo de tanto desespero. El abatimiento se apoderó de sus facciones, y su noble corazón preguntaba al hado por qué, siendo tan joven, desprotegida y desamparada, tenía que enfrentarse a esta nueva forma de vileza.

«Únicamente deseo -pensó- vivir en la casa de mi padre, lugar familiar de mi infancia, para rociar con mis frecuentes lágrimas las tumbas de los que amé; y aquí en estos bosques, donde me posee un loco sueño de felicidad que me induce a festejar eternamente las exequias de la esperanza.»

Un crujido entre las ramas llegó a sus oídos; su corazón latió velozmente; todo de nuevo estaba en calma.

-¡Qué tonta soy! -medio murmuró-. Víctima de mi vehemente fantasía: porque aquí fue donde nos conocimos, aquí me senté a esperarlo, y ruidos como éste anunciaban su deseada proximidad; cada conejo que se agita, cada pájaro que despierta de su silencio, hablan de él. ¡Oh, Roy, en una ocasión mío! ¡Nunca alegrarás de nuevo con tu presencia este amado lugar, nunca más!

De nuevo se agitaron las ramas y se oyeron pasos entre los matorrales. Riza se levantó; su corazón latía a gran velocidad; debía ser la tonta de Winry, con sus impertinentes súplicas para que regresara. Pero los pasos eran más firmes y más silenciosos que los de su amiga; y entonces, emergiendo de las sombras, pudo percibir directamente al intruso. Su primer impulso fue huir, y luego de nuevo verlo, oír su voz, estar juntos antes de que ella interpusiera votos eternos entre ambos, y rellenar el inmenso abismo que la ausencia había abierto; eso ofendería a los muertos y suavizaría la fatal pena que hacía palidecer sus mejillas.

Capitulo 2.

Y ahora él estaba frente a ella, el mismo ser querido con el que ella ha intercambiado promesas de felicidad. Parecía, como ella, triste. Riza no pudo resistir la implorante mirada que le suplicaba que se quedara.

-Vengo, Riza -dijo el joven militar- sin ninguna esperanza de lograr doblegar tu inflexible voluntad. Vengo de nuevo a verte, y a despedirme antes de partir para una nueva guerra. Vengo a suplicarte que no te entierres en vida en un oscuro claustro para evitar a alguien tan odioso como yo, alguien a quien nunca verás más. Muera o no en el empeño, ¡mi amor y yo partimos para siempre!

-Eso sería terrible, si fuera cierto -dijo Riza-. Pero el Furer nunca perdería así a uno de sus mejores militares. El poder que le ayudaste a edificar, todavía debes protegerlo de sus enemigos. No, si alguna vez influí en tus pensamientos, no irás a morir en una estupida batalla.

-Una sola palabra tuya, Riza, podría detenerme... una sonrisa... -Y el joven amante se arrodilló ante ella.

La intención más cruel de la muchacha fue anulada por la imagen antes tan querida y familiar, ahora tan extraña y prohibida.

-¡No te demores más aquí! -gritó-. Ninguna sonrisa, ninguna palabra mía, serán de nuevo para ti. ¿Por qué estás aquí, donde vagan los espíritus de los muertos reclamando esas sombras como propias? ¡Maldita sea la falsa mujer que permita que el asesino disturbe el sagrado reposo de sus víctimas.

-Cuando nuestro amor era reciente y tú amable -replicó Roy- me enseñabas a penetrar las intrincaciones de estos bosques, y me dabas la bienvenida a este querido lugar donde una vez te juré que serías mía bajo estos mismos árboles.

-¡Fue un nefasto pecado -dijo Riza- abrir las puertas de la casa de mi padre al hijo de su enemigo, y abrumador debe ser el castigo!

El joven militar recuperaba su valor al hablar; todavía no se atrevía a moverse, no fuera que ella, que parecía en todo momento lista para huir, lo sorprendiera pese a su momentánea tranquilidad. Pero le replicó despacio.

-Aquellos fueron días felices, Riza, llenos de terror y de profunda alegría cuando la tarde me traía a tus pies; y mientras el odio y la venganza se apoderaban de aquellos que querían separarnos, este frondoso cenador iluminado por las estrellas era el santuario del amor.

-¿Felices? ¡Días miserables! -repitió Riza-, cuando pienso en el bien que podría reportar que faltara a mi deber, y en que esta desobediencia sería recompensada por Dios. ¡No me hables de amor, Roy! ¡Un mar de sangre nos separa para siempre! ¡No te acerques! Los difuntos y los seres queridos permanecen con nosotros incluso ahora: sus pálidas sombras me advierten de mi falta, y me amenazan por escuchar a su asesino.

-¡Yo no soy eso! -exclamó el joven-. Mira, Riza, cada uno de nosotros somos los últimos de nuestras respectivas familias. La muerte nos ha tratado cruelmente y estamos solos. No era así cuando nos amamos por vez primera; cuando mi padre, mis parientes, mi hermano, más aún, mi propia madre, lanzaban maldiciones sobre tu familia y los militares, y yo la bendecía a pesar de todo. Te veía, adorable y hermosa, Riza, y bendecía tu casa. El Dios de paz implantó el amor en nuestros corazones, y durante muchas noches de verano nos estuvimos viendo en secreto y con misterio en los valles bañados por la luz de la luna; y cuando llegaba el amanecer, en este dulce escondrijo eludíamos su escrutinio, y aquí, incluso aquí, donde ahora te suplico de rodillas, nos entregábamos uno al otro y te hacía promesas. ¿Debo romperlas?

Riza lloró al recordar su amante las imágenes de horas felices.

-¡Nunca! -exclamó-. ¡Oh, nunca! Ya conoces, o pronto las conocerás, la fe y la resolución de alguien que se atreve a no ser tuya. ¡Lo nuestro era hablar de amor y de felicidad, mientras la guerra, el odio y la sangre hacían furor en torno! Las efímeras flores que nuestras manos esparcían eran pisoteadas en los mortíferos encuentros entre enemigos mortales. La mía a manos de tu padre; y poco importa saber si, como juró mi hermano, y tú negaste, tu mano fue o no la que asestó el golpe que lo destruyó. Tú ibas con los que lo mataron.

-¡Sabes que eso no es cierto!, jamás hubiese herido a tu padre, antes hubiese preferido morir yo que matarle porque sabía que me ganaría tu odio y eso no lo podía soportar-

No digas más, no más palabras: escucharte es una impiedad hacia los muertos sin reposo eterno. Vete, Roy; olvídame. A las órdenes de los militares que tanto odiabas tu carrera puede ser gloriosa; y algunas hermosas muchachas escucharán, como yo hice una vez, tus promesas, y serán felices por ello. ¡Adiós!. En la celda del claustro no olvidaré el mejor precepto: rezar por nuestros enemigos. ¡Adiós, Roy!

-Nada de lo que has dicho es lo que realmente sientes, puedes negártelo mil veces a ti misma pero no puedes engañarme a mí- Roy se aproximo logrando sujetarla y atraerla hacia su pecho pero Riza rápidamente logro soltarse y poner distancia entre ambos.

-¡Vete Roy!, ¡por favor solo vete!- el joven militar luego de dirigirle una ultima mirada triste se apresuro a huir por donde había llegada dejando a Riza sola y con el corazón destrozado.

Capitulo 3.

Riza se deslizó con premura del cenador: a paso rápido se abrió camino por el claro del bosque y se dirigió la casa. Una vez en la soledad de su propio cuarto, se entregó al brote de pesar que desgarraba su corazón como si fuera una tempestad; para ella era esta aflicción lo que borraba alegrías pasadas, haciendo que el remordimiento aplazase el recuerdo de la felicidad, y uniendo el amor y la culpa imaginada en una tan terrible asociación, como cuando un tirano encadena un cuerpo vivo a un cadáver. Súbitamente, un pensamiento afloró en su mente. Al principio lo rechazó por pueril y supersticioso; pero no lo ahuyentó. A toda prisa llamó a su amiga.

-Winry-dijo-, ¿has oído hablar alguna vez del lecho que esta junto al rió?

-¡Claro que lo he oído! -contestó Winry, asustada-. Nadie lo hizo desde que yo nací, salvo dos personas: una se cayó al rió y se ahogó; la otra, únicamente contempló la estrecha cama, y volvió a su casa sin decir palabra. Es un lugar atroz; y sin embargo se dice que los sueños que se tienen en ese lugar ayudan a solucionar cualquier problema.

Riza se asintió a su vez, añadiendo:

-En cuanto a mi vida ya nada me importa si la pierdo. ¡Dormiré en ese lecho mañana por la noche!

-¡Mi querida amiga! Tu abuelo llega mañana.

-Mayor razón para tomar una resolución. No es posible albergar en el corazón un sufrimiento tan intenso, sin que se encuentren remedios. Esperaba ser la que llevase la paz a nuestras casas; y si la tarea ha de ser para mí una corona de espinas, estoy segura de que será lo mejor. Mañana por la noche descansaré en el lecho junto al rió: y si, como he oído, los que han ya han partido aconsejan y guían a sus personas queridas en sueños, ellos me guiará; y, creyendo actuar según los dictados del corazón, me resignaré a lo peor.

-¿Aun no puedes olvidarte de Roy?

-No podría arrancarme jamás del corazón al único hombre que he amado, solo deseo saber si lo que haré es lo correcto.

El general Grumman venia desde ciudad Central hasta el este, y durmió esa noche en una posada , distante solamente unas pocas millas de su destino, Antes del amanecer, un joven militar fue introducido en su habitación. Tenía un aspecto serio, o, mejor aún, triste; y aunque era hermoso de facciones y de figura, parecía fatigado y macilento Permaneció silencioso en presencia de Grumman, quien, activo y alegre, volvió sus animados ojos hacia su huésped, diciendo gentilmente:

-¿Así que tropezaste con su obstinación, no Roy?

-La encontré resuelta sobre nuestro mutuo sufrimiento. ¡Ay, general! ¡No es, créeme, el menor de mis pesares que Riza sacrifique su propia felicidad, destrozando la mía!

-Y ¿crees que rechazará al gallardo militar que nosotros le presentemos?

-¡Oh, señor! ¡No pienso en eso! No puede ser. Mi corazón te agradece profundamente, muy profundamente, tu generosa condescendencia, Pero si no la ha podido persuadir la voz de su amante a solas, ni mis súplicas, cuando el recuerdo y la reclusión contribuyen al encanto, se resistirá incluso a las órdenes de su abuelo. Está decidida a entrar en un convento; y yo, si te place, me despediré ahora: de aquí en adelante seré solo fiel a la milicia.

-Roy -dijo el general-, conozco a mi nieta mejor que tú. No es con sumisión ni con lacrimosos lamentos como se la puede conquistar. La muerte de sus parientes naturalmente sentó muy mal al corazón de mi nieta; y, alimentando a solas su pesadumbre y su arrepentimiento, se imagina que el propio Cielo prohíbe vuestra unión. Deja que le llegue la voz del mundo, la voz del poder y la bondad terrenales, una ordenando y la otra suplicando, pero ambas encontrando respuesta en su propio corazón; y, por mí palabra ella será tuya. Deja nuestro plan tranquilo. Y ahora en marcha: la mañana se agota y el sol está alto.

El Rey llegó al palacio del Obispo, y se dirigió sin dilación a la misa de la catedral. Siguió un suntuoso almuerzo, y era ya por la tarde cuando el monarca atravesó la ciudad del Loira en dirección al lugar en donde estaba situado, un poco más alto que Nantes, el Castillo de Villeneuve. La joven Condesa lo recibió en la puerta. Enrique buscó en vano sus mejillas pálidas por el sufrimiento, o el aspecto