Chapter 1: Bloody Spy
Mansión Hellsing, Londres
00:14 AM
20 de febrero de 1999
Ni siquiera los más agudos oídos humanos hubieran podido percibir el sobrecogedor crujido de unas articulaciones inhumanas, contorsionando las extremidades que unían para poder adoptar toda clase de poses imposibles, que les permitiesen adaptarse a las irregularidades del tejado y la fachada de una mansión de corte clasicista, perdida en algún lugar de la campiña londinense. Aunque tampoco unos ojos humanos hubiesen percibido nada de la sombría silueta que, aprovechando dichas cualidades de contorsión, se deslizaba en aquella noche cerrada por los muros de la mansión Hellsing, como si de una salamanquesa artificial se tratara. Los únicos guardias que hubieran podido percatarse de su presencia y avisar al personal de seguridad yacían en el estercolero, con marcas de horrendas cuchilladas, y envueltos en un profundo hedor que se mezclaba con el olor de la sangre fresca que manaba como ríos estancados. No; decididamente, un humano no se hubiese podido percatar de que, en aquellos momentos, la mansión Hellsing estaba sufriendo allanamiento de morada.
Un violento sonido de cristales rotos sucedió a la entrada del misterioso personaje, quien con una pirueta y un giro imposible sobre sus hombros, había golpeado la gran vidriera para permitirse el acceso al aula que le interesaba del gran complejo arquitectónico. Cayó en cuclillas, sobre un suelo empañado de pequeños fragmentos de cristal, y alzó enseguida la mirada. La luna brilló por unos segundos en unos visores de vidrio, engarzados en una extraña máscara de gas, que borraba cualquier posible indicio de humanidad que tuviese el individuo… si es que algo aún le quedaba. Su cabeza crujió de modo desagradable y mecánico, cuando la ladeó para restablecer la conexión de sus vértebras cervicales, y examinó atentamente la habitación. Frente a la vidriera destrozada, vio una larga mesa de reuniones, con un monitor y un busca. Entre ésta y la puerta de acceso al pasillo, un gran espacio, y varias estanterías con diversos objetos de interés cultural y de coleccionismo, así como tomos de teología. No cabía duda: era el despacho de la cabeza de la serpiente de la Iglesia Protestante, conocida como Organización Hellsing.
El intruso no dio muestra alguna de sorpresa, duda o villanía. En cualquier caso, ninguna expresión se hubiese leído en aquella máscara mortuoria. Como accionado por una invisible mano que acechaba en las sombras, sus movimientos de títere le llevaron hasta las estanterías. Sus enguantados dedos acariciaron la superficie de los libros, del mismo modo que una serpiente saca la lengua para "leer" el calor de su próxima presa. Finalmente, se detuvo en seco cuando su mano se posó en la tapa de un volumen pesado y arrugado. Una extraña respiración artificial, mortecina y desagradable, escapó de su siniestro antifaz, como única señal de regocijo por el éxito de su búsqueda. Inmediatamente, sacó el libro y lo examinó. Sus hojas, de tacto apergaminado, estaban llenas de extraños caracteres y dibujos de origen desconocido, incluso para los más hábiles estudiosos de iconografía. Sin pensarlo dos veces, el intruso guardó el libro en la mochila que guardaba a su espalda, y dio media vuelta, con disposición de salir por donde había venido.
De pronto, las puertas del despacho se abrieron de par en par, y un grupo de soldados de vigilancia, armados hasta los dientes, irrumpió y cubrió la entrada. Una primera fila, provistos de Desert Eagles, y una segunda y tercera con ametralladoras, todas con miras láser. La luz permitió entonces ver los rasgos del intruso, y los guardias no pudieron evitar sobrecogerse un poco. Más que un hombre, aquel ser parecía una verdadera marioneta macabra, con un cuerpo cubierto por una malla negra y elementos mecánicos: la máscara, protectores para los brazos y las piernas, botas de cuero negro, y un extraño armazón en el torso, lleno de motivos y pequeños engranajes similares al mecanismo de un reloj de bolsillo.
-¡Alto ahí! –gritó el capitán del escuadrón, apuntando al intruso con su Eagle-. ¡Deje eso en el suelo y ponga las manos sobre la cabeza!
El individuo no respondió. Se limitó a observar con gesto impasible a los soldados, mientras ladeaba su cabeza de forma antinatural.
-¡He dicho que ponga las manos sobre la cabeza¡Al suelo! –insistió el capitán.
Entonces, el individuo se llevó una mano al pectoral, y empezó a girar una extraña clavija, que emitió un sonido similar al de pequeñas ruedas dentadas entrechocando. Se llevó luego las manos a las pantorrillas, y extrajo dos largas cuchillas, que empezó a hacer girar entre sus dedos y sobre sus brazos con la agilidad y versatilidad de un malabarista. Los guardias apretaron la empuñadura de sus armas, y miraron nerviosos al intruso.
-¡Suelte esas armas¡Último aviso!
Lejos de amilanarse, el intruso se acercó lentamente a los guardias, mientras sus cuchillas silbaban en el aire. Sus pasos eran lentos, pero muy decididos. La tensión en el ambiente era tal, que dos de los soldados de la primera fila, aún novatos, no pudieron evitar dejarse llevar por los nervios, y casi accidentalmente sus dedos apretaron demasiado los gatillos. Cuando las primeras balas salieron disparadas de sus recipientes, fue imposible controlar el primer tiroteo. No obstante, el intruso empezó a hacer girar las cuchillas frente a él, y todas las balas rebotaron. Algunas de ellas golpearon directamente a los jóvenes reclutas, hiriéndoles en el pecho, el rostro y las piernas, y no tardaron en caer al suelo, muy doloridos.
-¡Fuego! –ordenó el capitán, también notablemente agobiado.
Los soldados se irguieron y abrieron fuego a discreción sobre el extraño, quien en esta ocasión no hizo nada por evitar la andanada de balas. Pero sorprendentemente, las heridas no sangraron, sino que de ellas brotó un extraño polvo arenoso, que se esparció por el suelo como lo haría en un reloj de arena roto. Antes de que los soldados pudieran salir de su asombro al observar este peculiar hecho, el intruso se puso en guardia y saltó hacia ellos a una velocidad sobrehumana. Una lluvia de cuchilladas en el aire sembró rápidamente el caos entre los perturbados guardias. Antes de que hubiesen tenido tiempo de asimilar qué había sucedido, los cañones de sus armas quedaron sesgados, quedando inutilizadas, y varios brazos, cabezas y pedazos de torso cayeron al suelo, separados de sus cuerpos, bañando en sangre el suelo del majestuoso despacho. El capitán, invadido por el miedo, descargó todo el cargador de su pistola sobre el yelmo del individuo, sin conseguir nada más que las balas rebotasen ante un material aparentemente indestructible. Antes de que hubiese podido planear acción alguna, una larga cuchilla le atravesó la garganta, y la otra lo decapitó en el acto. Segundos después, el que fuera un pelotón de seguridad virtualmente infranqueable no era más que un montón de cadáveres despedazados, empañados en sangre. El monstruoso individuo contempló el dantesco espectáculo, sin que un espectador hipotético hubiese podido ver en él gesto alguno de satisfacción, y poco después dio media vuelta, con disposición a marcharse una vez erradicada cualquier interrupción.
Pero no contó con que un nuevo disparo en su cabeza le obligaría a retornar la mirada a la entrada del despacho. Y en aquella ocasión no fue un pelotón de seguridad lo que le esperaba, sino algo más imprevisible. Una mujer joven, elegante y alta, con una larga cabellera rubia que rozaba casi el final de las caderas, y unas grandes lentes que reflejaban la luz de la luna. Cubría un uniforme militar chapado a la antigua con una gabardina que llevaba sobre los hombros, a modo de capa, y su mano izquierda sostenía un revólver, con el que apuntaba con determinación al individuo.
-No tan deprisa, amigo mío… -murmuró, con una voz muy madura y autoritaria, que pocas personas hubiesen atribuido a una dama de su edad.
El extraño se limitó a mirarla con aparente indiferencia, clavado en su sitio, mientras la mujer se acercaba con pasos firmes a él, sin dejar de apuntarle.
-Irrumpes en mi mansión, destrozas mis propiedades, robas artículos privados de mi biblioteca personal y asesinas a mis propios guardias… ¿De verdad piensas que te iba a dejar marchar tan fácilmente?
El individuo sólo respondió con otra pesada respiración, antes de agitar de nuevo sus cuchillas y lanzarse a por su nueva enemiga. No obstante, ésta demostró no ser tan lenta de reflejos como sus soldados. Esquivó con sorprendente agilidad todas sus estocadas, sin parar de dispararle. No obstante, pronto se quedó sin balas, y pronto averiguó que éstas tampoco habían causado un gran efecto.
-Ya veo… No es así como he de vencerte… -murmuró la mujer, antes de arrojar el revólver al suelo y llevarse lentamente la mano derecha a su costado opuesto. El individuo quiso aprovechar entonces para contraatacar con una doble estocada, pero su acero se encontró con un noble alfanje desenvainado a gran velocidad por su adversaria.
-Eres bueno –añadió.
Con una finta, le obligó a retroceder, y a continuación se libró una terrible danza de la muerte, en la que estocadas, cuchilladas y maniobras arriesgadas de esgrima se enfrentaron, en una búsqueda continua de hacer sangrar a su adversario. La mujer logró su objetivo varias veces, aunque no pudo evitar sorprenderse ante el hecho de que sólo veía polvo y arena donde debería brotar el líquido carmesí. En uno de esos momentos de sorpresa, su enemigo aprovechó para golpearla en un costado y clavar su hoja en el hombro izquierdo. La mujer ahogó un grito de dolor, pero respondió enseguida golpeando la otra mano del individuo con la empuñadura de su espada, y obligándole a soltar el arma. En ese instante, maniobró con una veloz floritura e incrustó su fina y larga hoja en el vientre de su rival. Pero ningún grito brotó de aquella máscara de inhumanidad, ni siquiera un estertor. Sólo un suspiro mecánico, que hablaba de sorpresa o incredulidad, pero no de angustia ante una herida mortal. Y el hecho de que otra remesa de polvo brotase de ésta, sólo confirmó las sospechas de la mujer de que, decididamente, la herida no fue ni mucho menos mortal.
Poco después, otro grupo de guardias armados irrumpió en el despacho, y apuntó al intruso. Éste se limitó a mirarlos con frialdad, y entonces extrajo el filo de su mortífera hoja del hombro de la dama y extrajo el alfanje de ésta de su vientre, como quien quita una molesta espina clavada en la piel. A continuación, se contorsionó de modo imposible para recuperar su otra arma, y salió corriendo en dirección a la ventana, esquivando los disparos de los guardias. Éstos irrumpieron en la habitación y salieron tras él, pero sorprendentemente no había ni rastro del individuo. No parecía haberse fugado por ninguna parte, ni había dejado rastro aparente de su huida. Los soldados chistaron, frustrados.
Varios de ellos se acercaron a atender a su superiora, quien no había reparado en rasgar un pedazo de su gabardina para vendarse la herida causada por su misterioso asaltante. Ella se limitó a alzar la mano, dando a entender que estaba bien.
-Sólo es una herida superficial –murmuró-. Registrad toda la mansión, y traedme al responsable de esta incursión, vivo o muerto. Y llevaos los cadáveres. Mañana a primera hora serán debidamente sepultados.
-A sus órdenes, lady Hellsing –respondió el capitán de aquel escuadrón.
Poco después, otro individuo entró en el despacho, tras los soldados. Era alto y vestía con el atuendo propio de un mayordomo británico, con monóculo incluido. Llevaba el cabello recogido en una coleta, y en su avejentado rostro se dilucidaba una sonrisa propia de quien sabía más por viejo que por diablo.
-Parece haber sido una noche movidita, lady Integra –murmuró, mientras observaba de reojo los restos dejados por el invasor nocturno.
Su ama no respondió, sino que se limitó a volver sus ojos hacia un pedazo de tela que había conseguido rasgar de las ropas del individuo en una de las estocadas. Parecía una bandana que llevase puesta en el brazo. En la prenda, había bordado un símbolo demasiado familiar para ella, junto con otro no tan reconocible: un dragón con las alas abiertas y larga cola, con una corona flotando sobre su cabeza, y bajo su base un círculo rojo que recogía la cruz gamada.
-Me temo que nos han vuelto a tomar por tontos, Walter –murmuró Integra, con un claro tono de furia en su serena voz.
-¿Se han llevado algo de valor? –preguntó el mayordomo, con cierto tono de intriga.
Por toda respuesta, la mirada de la líder de la organización Hellsing se posó en la estantería donde había quedado un hueco vacío, y en su fruncido ceño se pudo interpretar un cóctel letal de ira, incertidumbre y un sentimiento que no había sido propio en la estoica mujer en mucho tiempo: miedo.
-Más de lo que imaginas –murmuró-. Nada menos que nuestra copia del manuscrito de Abdul al-Azred.
