Lluvia de sangre


Él despertó.

(Férid había prometido que lo haría...).

—¿Kimizuki?

—¿Si? —contestó Shiho. Trató de mantener la calma. Pero podía escuchar la tormenta comenzando. Soplando fuerte contra las puertas aseguradas.

—Hola...¿Qué hora es?

—La hora no tiene mucha importancia cuando ya no tienes a dónde ir.

—¿Estás sangrando? Tu cuello.

—Déjalo, Yoichi. No estoy de humor.

—¿Es...?

—¿Qué crees que es? —replicó con brusquedad.

Shiho tomó otra aspirina. La segunda del día. Deseó algo más consistente pero las reservas eran limitadas. Comida y agua. Nada de alcohol.

—Ya veo.

—Deberías meterte en tus asuntos —murmuró Kimizuki Shiho, desabrochándose los botones de la chaqueta del uniforme y dejándola sobre una silla de la habitación en el búnker subterráneo.

—Mi cabeza duele.

—Si, es lógico —concedió Shiho, sin detalles. Yoichi no los necesitaba.

—¿Me hirieron?

—Algo así.

—Tuve un sueño.

—No sé si quiero saber.

—Estabas ahí.

—Dios.

—Al principio. Y al final. Yo había dejado el campamento. Fui a perseguir a Lacus. Seguí su rastro hasta Osaka. No pensé que vendrías. Pero lo hiciste. No sirvió de mucho.

—Nunca sirve.

—Perdí el control luego.

—No lo imagino.

—Fue horrible. Lacus no me alcanzaba. Solo había dolor. Y oscuridad. Y sus cenizas.

—Se parece bastante a entrar un lunes a trabajar bajo mando de Kureto.

—Lo digo en serio, Kimizuki.

—Yo también. Por eso desertamos, cerebrito. Hace mucho tiempo.

—¿Debido a ello estamos aquí?

—Si. Deberías dormir más.

—¿Crees que vuelva a soñar?

—No es asunto mío. Pero si piensas demasiado en cosas absurdas, sin duda lo harás. Acabarás como la mujer de Lot. Congelado, muerto y maldito. Por mirar atrás, hacia las causas perdidas.

—Es raro verte con el mito bíblico.

—Estoy cansado.

—Lo estarías si mi sueño fuese cierto. ¿Sabes? Me seguiste. Me encontraste. Pasaste a través de ríos y bosques. Por encima de campos de batalla empapados con sangre. Hasta donde estaba yo. Con los dientes afilados, la piel oscura y ajada.

—Tienes una pésima imaginación. Morbosa, además.

—Me lastimaste mucho. Pero tenías que hacerlo. Me cortaste por todas partes. Debe haber sido un sueño muy realista, porque mira, los cortes de tus espadas...es como si siguieran el patrón de estas marcas cerradas en mi piel, Kimizuki.

—¿Y qué? Te lastimas siempre. Somos soldados, eso hacemos. Nos hieren y seguimos. Te he dicho ya que no pienses en eso.

—Lo sé. No quiero hacerlo, Shiho.

—Vuelve a dormir.

—Soñé que estaba muerto. Y tú llorabas sobre mí. Estaba este vampiro. Te mordió y dijo que sabía cómo revivirme. Ahora que Guren ya no cerraría tratos con él.

—Es absurdo. Nunca negociaría con sanguijuelas frías como ellos.

—Es curioso. En tu cuello, cualquiera diría que es una mordida.

—Lo es. Cosas que pasan cuando sales a pelear contra esas abominaciones y salvas las vidas de tus amigos. Algo que deberías apreciar más.

—Amigos...

—Si, esos con los que volveremos luego.

—¿Nosotros?

—Estábamos en una misión. Los laboratorios Ichinose de Osaka. Ultrasecreto. Castigo suicida para desertores.

—Ah.

—"Ah". De tus sueños sí que te acuerdas.

Shiho se colocó sobre él. Temblaba. Yoichi pudo saborear una lágrima en sus besos.

—¿Kimizuki?

—¿Ahora qué?

—¿La tormenta es de sangre?

—...Tal vez. ¿Qué si lo es? Es el fin del mundo. Estas cosas siempre pasan.

—Ya desde hace un tiempo...

—Cállate.

—Gracias, ¿lo sabes?

—¿Por qué? Todo fue un sueño. Y habría sido inútil.

—Lo sé. Pero fue un bonito sueño.

Shiho aferró la piel de Yoichi y la mordió con desespero. En la oscuridad de la fortaleza, antes de que los sacudiera otro terremoto, esperó que se deshiciera en cenizas, con sabor a tierra de cementerio.

Pero no sucedió.

Tal vez no mentía tan mal. Guren le había enseñado bien.